Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento | pág. 78

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El Alce

Edgar Allan Poe


Cuento


Con frecuencia se ha opuesto el escenario natural de Norteamérica, tanto en sus líneas generales como en sus detalles, al paisaje del Viejo Mundo —en especial de Europa—, y no ha sido más profundo el entusiasmo que mayor la disensión entre los defensores de cada parte. No es probable que la discusión se cierre pronto, pues aunque se ha dicho mucho por ambos lados, aún queda por decir un mundo de cosas.

Los turistas ingleses más distinguidos que han intentado una comparación, parecen considerar nuestro litoral norte y este, comparativamente hablando, así como todo el de Norteamérica o, por lo menos, el de Estados Unidos, digno de consideración. Poco dicen, porque han visto menos, del magnífico paisaje de algunos de nuestros distritos occidentales y meridionales —del dilatado valle de Luisiana, por ejemplo—, realización del más exaltado sueño de un paraíso. En su mayor parte estos viajeros se conforman con una apresurada inspección de los lugares más espectaculares de la zona: el Hudson, el Niágara, las Catskills, Harper's Ferry, los lagos de Nueva York, el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son éstos, en verdad, objetos muy dignos de contemplación, aun para aquel que ha trepado a las encastilladas riberas del Rin, o ha errado junto al azul torrente del Ródano veloz.

Pero éstos no son todos los que pueden envanecernos y en realidad llegaré a la osadía de afirmar que hay innumerables rincones tranquilos, oscuros y apenas explorados, dentro de los límites de los Estados Unidos, que el verdadero artista o el cultivado amante de las más grandes y más hermosas obras de Dios preferirá a todos y cada uno de los prestigiosos y acreditados paisajes a los cuales me he referido.


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Publicado el 9 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Alce

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Teresa, viuda de Thropplestance, era la anciana más rica y la más intratable del condado de Woldshire. Por su manera de relacionarse con el mundo en general, parecía una mezcla de ama de guardarropa y perrero mayor, con el vocabulario de ambos. En su círculo doméstico se comportaba en la forma arbitraria que uno le atribuye, acaso sin la menor justificación, a un jefe político norteamericano en el interior de su comité. El difunto Theodore Thropplestance la había dejado, unos treinta años atrás, en absoluta posesión de una considerable fortuna, muchos bienes raíces y una galería repleta de valiosas pinturas. En el transcurso de esos años había sobrevivido a su hijo y reñido con el nieto mayor, que se había casado sin su consentimiento o aprobación. Bertie Thropplestance, su nieto menor, era el heredero designado de sus bienes; y en calidad de tal era el centro de interés e inquietud de casi medio centenar de madres ambiciosas con hijas casaderas. Bertie era un joven amable y despreocupado, muy dispuesto a casarse con cualquiera que le recomendaran favorablemente, pero no iba a perder el tiempo enamorándose de ninguna que estuviera vetada por la abuela. La recomendación favorable tendría que venir de la señora Thropplestance.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alegre Mes de Mayo

O. Henry


Cuento


Les ruego que le propinen un buen golpe al poeta cuando les cante las alabanzas del mes de mayo. Se trata de un mes que presiden los espíritus de la travesura y la demencia. En los bosques en flor rondan los duendes y los trasgos: Puck y su séquito de gnomos se dedican febrilmente a cometer desaguisados en la ciudad y en el campo.

En mayo, la naturaleza nos amonesta con un dedo admonitorio, recordándonos que no somos dioses, sino súper engreídos miembros de su gran familia. Nos recuerda que somos hermanos de la almeja y del asno, vástagos directos de la flor y del chimpancé, y primos de las tórtolas que se arrullan, de los patos que graznan, y de las criadas y los policías que están en los parques.

En mayo, Cupido hiere a ciegas: los millonarios se casan con las taquígrafas, los sabios profesores cortejan a masticadoras de chicle de blanco delantal que, detrás de los mostradores de los bares, sirven almuerzos; los jóvenes, provistos de escaleras, se deslizan rápidamente por los parques donde los espera Julieta en su enrejada ventana, con la maleta pronta; las parejas juveniles salen a pasear y vuelven casadas; los viejos se ponen polainas blancas y se pasean cerca de la Escuela Normal; hasta los hombres casados, sintiéndose insólitamente tiernos y sentimentales, les dan una palmada en la espalda a sus esposas y gruñen: “¿Cómo vamos, vieja?”

Este mes de mayo, que no es una diosa sino Circe, que se pone un traje de disfraz en el baile dado en honor de la bella Primavera que hace su presentación en sociedad, nos abruma a todos.


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Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Alfarero

Abraham Valdelomar


Cuento


Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.

Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.

–¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!


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Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Alfiler de Oro

Marcel Schwob


Cuento


Hacía unos instantes que el vaivén de la puerta, que sacudía sus tres ventanales, ya no atraía la atención de las mujeres. Los ingleses salían y entraban, con sus flexibles sombreros, sus pantalones holgados, fumando pipas cortas, sin levantar ningún revuelo. El pequeño ciclista, con aire ingenuo, permanecía solo en un rincón, abandonado por las madamas. Todas estaban mirando a un hombre moreno, pálido, que se había sentado en una mesa del fondo. Tenía unas cejas extraordinariamente espesas, tan tupidas que cubrían el entrecejo; una nariz afilada y una boca muy roja; el cuello encajado en un collar de perro ancho y dorado constelado de brillantes; unos largos guantes rojos rodeados por dos brazaletes de oro amarillo con un único ópalo en la mitad. Un corsé ceñía su torso, aunque la flácida tela de su pantalón evidenciaba la flaqueza de sus piernas. Pero lo más extraño era sobre todo sus ojos, claros y grises, pero sin fondo, encendidos con una mirada fría que caía como atravesando un vidrio pulido.

«Aquí tienes a tu pimpollo, —exclamó Nini-la-Maquillada a Cuello-de-Terciopelo—. Ya me lo prestarás». Julie-la-Cantarina pasó cerca del hombre rozándole el cuello con la punta de sus senos, apenas cubiertos con tul blanco, mientras canturreaba: «No son colgajos, son picaruelos — ¡y apuntan hacia los cielos!». La pequeña Cinco-Minutos-en-mi-Cama, que de reina de los pilluelos de la Plaza Maubert se había convertido de repente en «princesa de los grititos» del bulevar, se acercó a mirarlo delante de sus narices y estalló en carcajadas.


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Publicado el 28 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Aljibe de la Vieja

Antonio Afán de Ribera


Cuento


I

—¡Qué miedo anoche, comadre María! Apenas recé las ánimas, di tres vueltas a la llave del portón y tapé las rendijas de la ventana con los restos de mi último zagalejo. Siquiera pude dormirme pensando si el espanto del aljibe se introduciría en mi aposento.

—¡Cómo ha de ser, Joaquina! Nuestros pecados llaman a voces el enojo celeste, y estamos abocados a presenciar castigos tremendos. Bien lo dice en sus sermones el padre Benito de San Diego.

—¿Y no dice también el fraile de nuestro convento vecino que no es regular paguen justos por pecadores? —preguntó con voz estentórea y un poco tomada por el vino, un robusto mancebo con visos de soldado.

—Callaos, hereje; más valiera que cuidarais de acepillar vuestro uniforme, que se lleva todas las noches la cal de la ventana de la Dorotea.

—Pues por eso lo digo, santa... mujer. Si no hubiera lenguas maldicientes y ojos que ven visiones, no se escondería mi novia apenas el sol se pone, por miedo a vuestros romances. Pero ya se buscará medio de alentar a las mozas del barrio, y romper las costillas a las fantasmas y a sus procuradores

—Insensato, judío —clamaron ambas mujeres, acercándose al joven en ademán de arañarlo.

Y en esto hubiera venido a parar el caso si los gritos de una porción de muchachos, precursores de la llegada de una anciana, no hubiese interrumpido el poco edificante diálogo.

—¡Que lo cuente, que lo cuente! La tía Salvadorica lo ha visto —exclamaban las voces infantiles del concurso.

—Diga cuanto sepa, madre Salvadora —añadieron las mozuelas que venían sirviéndola de escolta.

Ea pues, voy a complaceros —respondió parándose en medio del ya formado corro—; dejadme me siente en esta piedra, que recuerda mis primeros años, y hagamos la señal de la cruz para que el espíritu maligno no se goce en ver cómo nos espantan los triunfos de sus inicuas artimaña(s).


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Publicado el 5 de febrero de 2023 por Edu Robsy.

El Aljófar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, en Villafán, no olvidarán nunca el día señalado en que la vieron por última vez adornada con sus joyas y su mejor manto y vestido, y con la hermosa cabeza sobre los hombros, ni la furia que les acometió, al enterarse del sacrílego robo y la profanación horrible de la degolladura.

Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en la iglesia de la Mimbralera, que el vulgo conoce por «la Mimbre de los frailes», solemne función de desagravios.

La Mimbralera había sido convento de dominicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo la advocación de Nuestra Señora del Triunfo, por los reyes de Aragón y Castilla, en conmemoración de señalada victoria. La imagen, desenterrada por un pastor al pie de una encina, no lejos del campo de batalla, y ofrecida al monarca aragonés la víspera del combate, fue colocada en el camarín, que la regia gratitud enriqueció con dones magníficos.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alma de Cándido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir cuando hacen el negocio.

Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía, subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es doblemente difícil de conseguir.

Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le franquease el ingreso en el paraíso.

Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.

—Alto ahí —ordenó el vigilante—. No se pasa hasta que esté averiguado tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su tribunal.

El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Alma de Fray Venancio

Ricardo Palma


Cuento


Cuentan las crónicas, para probar que el arzobispo Loayza tenía sus ribetes de mozón, que en Lima había un clérigo extremadamente avaro, que usaba sotana, manteo, alzacuello y sombrero tan raídos, que hacía años pedían a grito herido inmediato reemplazo. En arca de avariento, el diablo está de asiento, como reza el refrán.

Su ilustrísima, que porfiaba por ver a su clero vestido con decencia, llamóle un día y le dijo:

—Padre Godoy, tengo una necesidad y querría que me prestase una barrita de plata.

El clérigo, que aspiraba a canonjía, contestó sin vacilar:

—Eso, y mucho más que su ilustrísima necesite, está a su disposición.

—Gracias. Por ahora me basta con la barrita, y Ribera, mi mayordomo, irá por ella esta tarde.

Despidióse el avaro contentísimo por haber prestado un servicio al señor Loayza, y viendo en el porvenir, por vía de réditos, la canonjía magistral cuando menos.

Ocho días después volvía Ribera a casa del padre Godoy, llevando un envoltorio bajo el brazo, y le dijo:

—De parte de su ilustrísima le traigo estas prendas.

El envoltorio contenía una sotana de chamalote de seda, un manteo de paño de Segovia, un par de zapatos con hebilla dorada, un alzacuello de crin y un sombrero de piel de vicuña.

El padre Godoy brincó de gusto, vistióse las flamantes prendas, y encaminóse al palacio arzobispal a dar las gracias a quien con tanta liberalidad lo aviaba, pues presumía que aquello era un agasajo o angulema del prelado agradecido al préstamo.

Nada tiene que agradecerme, padre Godoy—le dijo el arzobispo.—Véase con mi mayordomo para que le devuelva lo que haya sobrado de la barrita; pues como usted no cuidaba de su traje, sin duda porque no tenía tiempo para pensar en esa frivolidad, yo me he encargado de comprárselo con su propio dinero. Vaya con Dios y con mi bendición.


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1 pág. / 2 minutos / 115 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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