—¡Ay, amigo mío,
qué marrajas son las mujeres!
—¿Por qué dices eso?
—Es que me han jugado una pasada
abominable.
—¿A ti?
—Sí, a mí.
—¿Las mujeres o una mujer?
—Dos mujeres.
—¿Dos mujeres al mismo tiempo?
—Sí.
—¿Qué pasada?
Los dos jóvenes estaban sentados
delante de un gran café del bulevar y bebían licores mezclados
con agua, esos aperitivos que parecen infusiones hechas con
todos los matices de una caja de acuarelas.
Tenían más o menos la misma edad: de
veinticinco a treinta años. Uno era rubio y otro moreno.
Tenían la semielegancia de los agentes inmobiliarios, de los
hombres que van a la Bolsa y a los salones, que entran en
todas partes, viven en todas partes, aman en todas partes. El
moreno prosiguió:
—Te conté mis
relaciones, ¿verdad?, con aquella burguesita encontrada en la
playa de Dieppe.
—Sí.
—Amigo mío, ya sabes lo que pasa. Yo
tenía una amante en París, alguien a quien amo infinitamente,
una vieja amiga, una buena amiga, una costumbre, en fin, y la
quiero conservar.
—¿Tu costumbre?
—Sí, mi
costumbre y a ella. Está casada también con un buen muchacho,
a quien quiero igualmente, un chico muy cordial, ¡un auténtico
camarada! En fin, una casa donde había alojado mi vida.
—¿Y qué?
—¿Y qué? Ellos no
podían salir de París, y me encontré viudo en Dieppe.
—¿Por qué ibas a Dieppe?
—Por cambiar de aires. Uno no puede
estar todo el tiempo en el bulevar.
—¿Y entonces?
—Entonces encontré en la playa a la
chiquilla de la que te he hablado.
—¿La mujer del jefe de negociado?
—Sí. Se aburría mucho. Su marido,
además, sólo iba los domingos, y es un tipo horroroso. La
comprendo perfectamente. Conque nos divertimos y bailamos
juntos.
—¿Y el resto?
Información texto 'Los Alfileres'