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La Sombra de Cervantes

José Fernández Bremón


Cuento


I

Paseaba melancólicamente junto al solar extenso y rodeado de tablones a que ha quedado reducido el histórico palacio de Medinaceli, cuando un hombre de aspecto grave salía de la cerca, saltando la empalizada como un ladrón, con un bulto en la mano. Sin duda se asustó al verme, creyéndose sorprendido, porque, perdiendo el equilibrio, dio consigo en tierra, lanzando al caer un gemido. Acudí a socorrerle, y cuál sería mi asombro al reconocer en aquel supuesto merodeador nada menos que a mi amigo el sabio anticuario don Lesmes de los Fósiles, gran investigador de historias viejas, a quien hube de dar la mano y ayudar a levantarse.

—¿Se ha hecho usted daño? —le dije.

—¿Qué importa un porrazo más o menos? —respondió—, si he perdido el fruto de la trasnochada. ¡Sí! —añadió alzando del suelo un aparato parecido a los cazamariposas de los chicos—. ¡Se me ha escapado!

—¿Quién?

—El venerable fray Tomás de la Virgen. Tres noches hace que le estaba acechando, y le había ya cazado.

—¿Pero usted caza frailes?

—Cazo sombras.

—Permita usted que me asombre.

—No lo extraño, porque no está usted en el secreto, y debo revelárselo para que no me tome por un ladrón nocturno. Todos los eruditos poseemos una red de cazar sombras, como esta que usted ve, y salimos a las altas horas de la noche a caza de personajes de otros tiempos para interrogarlos.

—¿Y se dejan atrapar?

—¿Qué han de hacer? Ven tan poco que casi andan a tientas y huyendo de la luz.

—Y ustedes ¿cómo las ven en la obscuridad?

—Tenemos acostumbrada la vista a las tinieblas.

—Buena broma me da usted, don Lesmes.


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Dominio público
8 págs. / 15 minutos / 17 visitas.

Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

La Señora

Federico Gana


Cuento


A Antonio Bórquez Solar


Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba a mi fatigado caballo, me producían una ansja devoradora de llegar, de llegar pronto.

Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:

—Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?

—Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.

A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua, cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violacea de los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre un cielo sin nubes, pálido y brillante.

Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.

En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones, ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los alrededores. Muchos de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a través de la reja y los naranjos de una casa de campo... Según las informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera halagar mis expectativas sentimentales.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 79 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Ronca

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Juana González era otra dama joven en la compañía de Petra Serrano, pero además era otra doncella de Petra, aunque de más categoría que la que oficialmente desempeñaba el cargo. Más que deberes taxativamente estipulados, obligaban a Juana, en ciertos servicios que tocaban en domésticos, su cariño, su gratitud hacia Petra, su protectora y la que la había hecho feliz casándola con Pepe Noval, un segundo galán cómico, muy pálido, muy triste en el siglo, y muy alegre, ocurrente y gracioso en las tablas.

Noval había trabajado años y años en provincias sin honra ni provecho, y cuando se vio, como en un asilo, en la famosa compañía de la corte, a que daba el tono y el crédito Petra Serrano, se creyó feliz cuanto cabía, sin ver que iba a serlo mucho más al enamorarse de Juana, conseguir su mano y encontrar, más que su media naranja, su medio piñón; porque el grupo de marido y mujer, humildes, modestos, siempre muy unidos, callados, menudillo él, delgada y no de mucho bulto ella, no podía compararse a cosa tan grande, en su género, como la naranja. En todas partes se les veía juntos, procurando ocupar entre los dos el lugar que apenas bastaría para una persona de buen tamaño; y en todo era lo mismo: comía cada cual media ración, hablaban entre los dos nada más tanto como hablaría un solo taciturno; y en lo que cabía, cada cual suplía los quehaceres del otro, llegado el caso. Así, Noval, sin descender a pormenores ridículos, era algo criado de Petra también, por seguir a su mujer.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 269 visitas.

Publicado el 11 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Roca del Suspiro

Rosario de Acuña


Cuento


En las montañas de Vizcaya, bajo su cielo ceniciento, y en su costa bordada de escollos y salpicada por un mar casi siempre turbulento y sombrío, sobre un promontorio de granito que avanza en áspero talud entre las olas del océano, álzanse, en la misma roca asentadas, las ruinas de un castillo, medio cubiertas de zarzas y de hiedra, y solamente habitadas por el espantadizo búho y el medroso murciélago: como toda ruina, tiene su tradición o leyenda, y como toda leyenda, la suya aparece sencilla, apasionada y melancólica, levantándose como indecisa niebla ante el fulgor de la aurora, sobre aquellas piedras carcomidas por el paso del tiempo y el constante batir de las olas.

Cuentan que allá en lejanos días, cuando el castillo se elevaba arrogante, vivía en su recinto un anciano señor de noble linaje, aunque de escasas rentas, que por su mejor fortuna tenía una nieta bella como una mañana de primavera, y de alma tan angelical como la sonrisa de un niño; pobres y retirados a la morada de sus mayores, vivían con algunos fieles y antiguos vasallos, tan ajenos a las vanidades mundanas, como felices con su ignorada existencia.


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4 págs. / 8 minutos / 92 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2019 por Edu Robsy.

La Reina Margarita

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Por la noche se la veía en el ensayo, los días que no había función, que eran lunes y viernes, ocupar, en la sombra, una butaca de quinta o sexta fila, envuelta en su chal gris, humilde; permanecía inmóvil horas y horas, callada, sin reír cuando reían allá arriba, en el escenario, sus compañeros, que no pensaban en ella. Las noches de función solía ir a un palco de tercer piso, como escondiéndose, ocupando el menor espacio posible, y quieta, callada como siempre. No la divertía mirar al público, desconocido, indiferente, casi hostil; para ella era lo mismo siempre, en todos los pueblos que iba recorriendo con la compañía: un enemigo distraído, que le hacía daño sin pensar en ella. No le miraba. Demasiado tenía que verle de frente, frío, insensible, cuando la pobre tenía que salir a las tablas y cantar sin perder el compás, sin atragantarse, y hasta expresando con gestos y actitudes ciertas pasiones que no eran las suyas, penas que no eran las que la mortificaban. Miraba al escenario: prefería ver una vez más, después de mil, la misma escena, oír el mismo canto: a lo menos, aquel aburrido monótono espectáculo repetido era algo familiar, como una patria moral ambulante; la ópera viajaba con ellos. Miraba el escenario como un nómada podía mirar el carro o la tienda que le acompañaba a través de regiones nuevas, desconocidas. En su imaginación la escena era la tierra firme, el público el mar tenebroso. Esto cuando veía las tablas desde fuera; porque cuando estaba sobre ellas, el público seguía siendo el mar bravo, y el escenario era un frágil leño flotante, juguete de las olas.


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13 págs. / 23 minutos / 198 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Reina de Saba

José Antonio Román


Cuento


Por la real y anchurosa avenida que sombrean aromáticos aloes y tupidos sicomoros, en medio de su brillante cohorte de rudos etíopes de bronceado color y de aspecto guerrero, avanza la Reina Sabá hacia Jerusalem para conocer de cerca á Salomón, el sabio rey de los judíos. Cierran la marcha de la comitiva numerosos camellos que, balanceando gravemente sus flexibles cuellos, llevan pesadas cargas cubiertas con mantos de púrpura, fimbriados de plata, y con borlas doradas. Son presentes valiosos, esencias mágicas y rarísimas que rejuvenecerán al gastado monarca y darán glóbulos rojos á su empobrecida sangre de insaciable libertino. A guisa de obsequio para sus bellas concubinas y sus hermosas siervas, trae también la reina Sabá preciosa pedrería y ricas especias.

Sobre los fértiles campos de Israel apunta soberbio el día; Jerusalem se dora con las claridades matutinas; la cúpula y techumbre del templo se perciben claramente dibujadas en el sereno azul del cielo. Por las altas y estrechas puertas de la ciudad salen las gentes labradoras y vistas así, destacándose sobre los grises muros, indecisas sus siluetas, parecen bajorelieves asirios, de esos que exornan los monumentos funerarios.

Poco rato después, el sol asciende derramando su copiosa y cálida luz; los prados se iluminan alegremente y triscan bulliciosos los rebaños. A lo lejos, el monte de los cedros alborota su follaje á impulsos de la brisa, semejando un ángel de paz que asegurara la ventura al pueblo escogido.

Tendida de modo negligente sobre mullidos cojines, replegada al fondo del suntuoso palanquín, mecida por el tardo paso de su elefante favorito, la reina etíope se abstrae en la melancólica contemplación del paisaje, que recorta geométricamente el plateado marco de una ventanilla lateral


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3 págs. / 6 minutos / 40 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.


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10 págs. / 17 minutos / 46 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Querencia Olvidada

Juan José Morosoli


Cuento


El caballo estaba muy viejo. No servía más y el hombre lo lanzó al camino. Entonces comenzó su marcha lenta. En un pastoreo de portera abierta, entró. Comprendía que era libre. Pero la libertad sin destino, no tiene valor. En el atardecer levantó la cabeza hacia los astros. Aspiró los vientos. Buscaba en las luces lejanas y en los vientos viajeros la querencia olvidada. Al amanecer comenzó a marchar hacia su infancia. La libertad tenía un destino.

Después de muchas jornadas comprendió que su querencia estaba muy lejana.

Caminaba lentamente. A veces una dulce pereza le tendía en los bordes de las aguadas llenas de árboles. Otras, se detenía en el camino, mirando sus hermanos prisioneros, tras los alambrados.

Una mañana le costó andar.

En la tarde un cuervo negro apareció junto a la estrella de los troperos, la que ordena recomenzar la marcha.

Desde ese día viajó en la noche.

Pero en el amanecer, cuando se apagaba la última estrella surgía desde la distancia celeste el cuervo viajero.

Un día comenzó a volar hacia la tarde que estaba a espaldas de la querencia del caballo.

Pero surgió otro cuervo. Y cuando éste se cansó y voló hacia atrás llegó otro. En cada jornada había un cuervo que quería ir hacia la infancia del caballo.

Ahora ya volaban casi sobre el viajero lento y lo angustiaban los descansos largos, pues él, les veía las garras y el pico con sangre.

Esta vez se quedó estirado y feliz en el campo, cerca del agua.

Antes de dormirse recordó que en su querencia, hacia donde iba ahora, no había cuervos sino pequeños pájaros de color.


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1 pág. / 1 minuto / 17 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Pulsera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


El opulentísimo Sr. D. Justo Regaliz ha tenido ocasión de saber que todo lo vence el dinero en amores, razón por la cual se conceptúa irresistible. A decir verdad, se le atribuyen triunfos asombrosos, pues no se refieren á mujeres fáciles, sino á encopetadísimas damas del más alto respeto. En Madrid, casi todas las señoras tienen deudas, y, por lo tanto, en peligro su honor. Cuando D. Justo, de sobremesa, fumando un cigarro y tomando una copita empieza la relación de sus triunfos, es cosa de taparse los oídos para no oir la deshonra de las virtudes de Madrid. Es de advertir que estas conquistas no le satisfacen: su verdadera pasión son las cocottes; pero le gusta rendir las mujeres honradas por dar esta satisfacción al vicio.

A D. Justo no le duelen prendas; tales como son sus aventuras las publica; siempre gana en ello su reputación de hombre fastuoso y triunfador.

Oigámosle contar la más reciente de sus aventuras. Acaba de comer en un gabinete de Pomos con varios amigos, y todos le oyen con atención y con envidia.

El, ufano de los sentimientos que inspira, cruza una pierna sobre otra, echa el cuerpo atrás sobre el respaldo de la silla y cierra los ojos como para recoger y percibir mejor sus recuerdos y sus ideas.

He aquí sus palabras:

«Alguna vez, en la calle y en los teatros, había yo visto una mujer que había fijado mi atención por su belleza, por su gracia, por cierta natural desenvoltura bien avenida con el mayor decoro, y porque toda ella, en fin, respiraba una sencillez, una alegría, una frescura, que parecía suavizar las pasiones del corazón, de volverle su juventud y llenarle de esperanzas.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 51 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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