A Antonio Bórquez Solar
Hacía ya tres horas que galopaba sin descansar, seguido de mi
mozo, por aquel camino que se me hacía interminable. El polvo, un sol de
tres de la tarde en todo el rigor de Enero, el mismo sudor que inundaba
a mi fatigado caballo, me producían una ansja devoradora de llegar, de
llegar pronto.
Me volví impaciente hacia el muchacho que me acompañaba, diciéndole:
—Pero al fin ¿dónde está ese tal don Daniel Rubio?
—Es allí cerquita, a la vuelta de aquella alameda, me contestó, haciendo un lento signo con la mano y sin dejar de galopar.
A ambos lados del camino se extendían grandes potreros sin agua,
cubiertos de un pastillo blanco que hería la vista, y donde los rayos
del sol reverberaban con fuerza. A lo lejos, la enorme mole violacea de
los Andes, despojada de sus nieves, emergía con violenta claridad sobre
un cielo sin nubes, pálido y brillante.
Y yo, inclinado sobre mi caballo, pensaba con desaliento en que ese viaje se convertía en un verdadero sacrificio.
En aquella época, mi padre, aprovechando mis ocios de vacaciones,
ocupábame, de cuando en cuando, en contratarle bueyes para el trabajo de
la próxima siembra. Y yo cumplía tales comisiones con placer, porque
ellas me permitían emprender largas correrías a caballo por los
alrededores. Muchos de estos viajes me proporcionaron la oportunidad de
hacer más de una visita bien agradable para mis ilusiones de veinte
años; varias veces regresé de estas peregrinaciones sintiendo no sé qué
dulce nostalgia en el corazón, a la que tal vez no era extraña cierta
cabellera negra o rubia que divisara, a la despedida, en el corredor, a
través de la reja y los naranjos de una casa de campo... Según las
informaciones que había tomado la víspera, don Daniel Rubio, a cuyo
fundo me dirigía, era soltero; y en su casa nada había que pudiera
halagar mis expectativas sentimentales.
Leer / Descargar texto 'La Señora'