Desde el amanecer llovía. Era una lluvia menuda, lenta, pero
pertinaz, porfiada y fastidiosa, ayudada en su acción mortificante por
el viento atorbellinado, que a ratos la envolvía en sus pliegues y la
enviaba, a manera de latigazos, sobre el rostro del viajero.
Ruperto y don Cantalicio la habían llevado de frente todo el día,
mientras al tranco lento de sus matungos, picaneaban los transidos
bueyes. El viejo, con la mitad de la cara oculta por el rebozo de
algodón y el resto protegido por el malezal de la barba, marchaba
indiferente. No así su hijo, quien no cesaba de expresar su contrariedad
en gruesos términos.
En la proximidad de un cañadón don Cantalicio detuvo la boyada y se
encaminó hacia Ruperto, cuya carreta seguía a unos treinta metros a
retaguardia.
—Si te parece vamo a largar—dijo;—el camino está muy pesao y los güeyes van aflojando.
—Larguemo.
En silencio, cada uno emprendió la tarea lenta, perezosa, de desuncir
las bestias; y luego de desensillar los caballos, el mozo, como de
costumbre, púsose a encender el fuego bajo la primera carreta, en tanto
don Cantalicio iba a llenar de agua la pava en el cañadón vecino.
Varias veces, mientras «verdeaban», el viejo promovió la conversación, sin obtener de su hijo, más que vagos monosílabos.
—Dende hace quince días te albierto con el paso cambiao.
—Tuito cambea en la vida, y tuito se seca y tuito se pudre!—respondió con violencia el mozo
—Hay una cosa que no se seca ni se pudre nunca: l'alma de los hombres honraos,—sentenció don Cantalicio.
—¡Tamién se seca y se pudre!—exclamó Ruperto con voz sorda. Y
arrojando el mate sobre las cenizas, se levantó, quitóse el chambergo,
dejando que la llovizna le humedeciera el rostro;; dio la vuelta en
torno de la carreta y fué luego a apoyar la frente sobre el hierro
anlodado y frío de la llanta de una rueda.
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