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Un Veterano

Federico Gana


Cuento


Don Pantaleón Astudillo había sido teniente de guardias nacionales. A la edad de cincuenta años, durante la revolución de 1891, sintió, de súbito, despertarse en él la ambición de las glorias militares. Entonces, abandonando la cigarrería de “El Cañonazo”, situada en la calle del Puente, única herencia de sus padres, fue a ofrecer sus servicios al veterano general Barbosa. Le dijo: —General, vengo a ofrecer a Ud. mi vida y a pedirle una espada para defender el orden —frase que le costara largas y angustiosas meditaciones.

Se le dio el grado de teniente. En la sangrienta batalla de Concón, el capitán que mandaba la compañía a que el teniente Astudillo pertenecía, observando que, durante lo más recio de la acción, éste permanecía inmóvil de bruces sobre la tierra, le preguntó:

—Teniente, ¿está herido?

Don Pantaleón buscóse nerviosamente por todo el cuerpo una herida, y al no hallarla, exclamó con dolorido acento, sin alzarse del suelo:

—¡Qué faltará, mi capitán, para que me peguen un balazo...!

Don Pantaleón, después de terminada la contienda civil, se retiró ileso a su antigua y acreditada cigarrería y allí no habla, desde entonces, a sus numerosas relaciones, sino de batallas, de heridos, de sangre... Su conversación parece encenderse con la descripción de sus pasadas proezas, y como ya no puede ponerse su glorioso traje militar, ha vestido con uno igual al más pequeño de sus hijos, con el que, todos recuerdan, se paseaba gallardamente en los días de fiestas.


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Dominio público
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Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Un Vagar de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuento


Los que guarden memoria de Sigüenza no necesitan ahora que yo les diga las prendas de este hombre asomado en días remotos a las páginas de un menudo libro. Y los que no le conocen, tampoco lo han de menester para lo que de él ha de referirse en este pegujalillo de mi huerto.


* * *


En tarde primaveral muy alborozada y limpia de cielo, y de quietud dulcísima en su calle, salió Sigüenza, antes de que se le mustiara el ánimo a poder de pensamientos, que si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, eran de estrecheza que agobian las más levantadas ansiedades.

—¿Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas? — se dijo el caballero, quizás para disculparse de su cansancio, ¡y solo había peregrinado por su aposento! Nada se contestó de Goethe, para no inferirse el mal de la respuesta. Es verdad que entonces pasaba por su lado la gozosa bandada de muchachos de una escuela, en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su obscura meditación, y aún le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, ya revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado y espeso en la llanura, ofreciéndose generosamente a las manos de los así, el campo presentaba idea de abundancia, de paz y bendición.

Sigüenza, ya descuidado y aun alegre, como si toda la tarde fuera suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar. Liso y humillado copiaba mansamente los palmerales costaneros, como las aguas calladas y dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos. En el horizonte, una isla de gracioso contorno, la amada mansión de un poeta, sonreía melancólicamente, dorada de sol. Durante la mañana la ciñeron velos de brumas, y ahora, en la tarde, se descubría alumbrada, pálida y rosa como un cuerpo desnudo y virginal.


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Dominio público
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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Tipo Más

José María de Pereda


Cuento


Corría el mes de noviembre: hacía poco más de una hora que había amanecido, y llovía a cántaros. Excusado creo decir que aún me hallaba yo en la cama, tan abrigadito y campante, gozando de ese dulce sopor que está a dos dedos del sueno y a otros tantos del desvelo, pero que, sin embargo, dista millares de leguas de los dolores, amarguras y contrariedades de la vida; estado feliz de inocente abandono en que la imaginación camina menos que una carreta cuesta arriba, y no procura más luz que la estrictamente necesaria para que la perezosa razón comprenda la bienaventuranza envidiable que disfrutan en esta tierra escabrosa los tontos de la cabeza. Punto y seguido. Abrieron de pronto la puerta de mi cuarto, y avisáronme la llegada de una persona que deseaba hablarme con mucha urgencia.


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Dominio público
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Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Tesoro

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


¡Ánimo, amigo don Restituto, ánimo! Más trabajo pasaría Colón para descubrir el Nuevo Mundo, y usted no podrá menos de convenir que se trataba de una bicoca comparado con el asunto que traemos entre manos. El Arte, la Arqueología y la Historia aguardan impacientes el resultado de nuestra arriesgada empresa. La Europa científica tiene sus ojos en nosotros. Ánimo, amigo mío, ánimo, que ya tocamos al término de la expedición.

Hora es de que toquemos a cualquier parte, porque, si he de decir la verdad, confieso que no puedo ya ni con la fe de bautismo en papeles. ¡Qué vericuetos tan horribles y qué sendas tan impracticables! Esto no es camino de hombres, sino de cabras.

¿Ve usted aquel pueblecito medio oculto entre las ondulaciones del valle que se extiende a nuestros pies? Pues en el mismo lugar en que se levantan las cuatro chozas que lo componen, ni un palmo más acá ni más allá, estuvo situada en los tiempos pretéritos la famosa Micaonia de los fenicios, la Micegarie o Micogurioe de los romanos y la Guadalmicola de los árabes, que merced al trastorno de las edades y las cosas ha venido a ser el Cebollino de nuestros días.

— Pero, ¿está usted seguro?

— Pues, hombre, no faltaba otra cosa... Quinto Curcio lo asegura; ambos Plinios, el joven y el viejo, lo confirman; Sardanápalo, Príamo y Confucio habían ya iniciado la misma idea, y si bien el judío don Rabí Ben— Arras y el moro Tarfe son de distinta opinión, los cronicones del arzobispo Turpín y las Memorias del preste Juan de las Indias han resuelto hasta la más insignificante duda que pudiera ocurrir sobre el asunto.

— ¿De modo que puede darse por cosa hecha que encontraremos lo que se busca?


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Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

Un Sueño

Leónidas Andréiev


Cuento


...Hablamos luego de los sueños, en los que hay tanto de maravilloso. Y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semiobscura:

—No sé lo que fué aquello. Desde luego, fué un sueño; dudarlo sería un delito de leso sentido común; pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad. Yo no estaba acostado, sino de pie y paseándome por mi celda, y tenía los ojos abiertos. Y lo que soñé—si lo soñé—se quedó grabado en mi memoria como si en efecto me hubiera sucedido.

Llevaba dos años en la cárcel de Petersburgo, por revolucionario. Estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos; una negra melancolía iba apoderándose de mi corazón; todo me parecía muerto, y ni siquiera contaba los días.

Leía muy poco y me pasaba buena parte del día y de la noche paseándome a lo largo de mi celda, que tenía tres metros de longitud; andaba lentamente para no marearme, y recordaba, recordaba... Las imágenes iban poco a poco borrándose, desvaneciéndose en mi memoria.

Sólo una permanecía fresca, viva, aunque su realidad era entonces la más lejana, la más inaccesible para mí: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Sólo sabía de ella que no había sido detenida, y la suponía sana y salva.

Aquel atardecer de otoño, lleno de tristeza, su recuerdo ocupaba por entero mi pensamiento. En mi ir y venir lento a lo largo de la celda, sobre el suelo de asfalto, en medio del silencio tétrico de la cárcel, veía deslizarse a mi derecha y a mi izquierda, desnudos, monótonos, los muros... Y de pronto me pareció que yo estaba inmóvil y que los muros seguían deslizándose.


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Dominio público
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Publicado el 22 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Solo Cabello

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mil gracias, condesa —pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador—. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.

Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.

—Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…

El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.

—Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo…, ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.

—Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…

—Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa —murmuró el diplomático.

—No suelo acostarme antes de la una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.

Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:


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Dominio público
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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Soldado

Juan José Morosoli


Cuento


Almeida cerraba definitivamente el boliche. Por eso había invitado a comer a aquellos hombres. Amigos, lo que se llama amigos no tenía. Seguramente por aquello que repetía frecuentemente:

—Mi único amigo es el mostrador porque es el único que me da... El amigo pobre, pide... y el rico no da ni presta.

Ahora estaba gordo y se acordaba de los flacos.

Uno de los invitados era Tertuliano. Tampoco éste tenía amigos. Y no los tenía porque no los necesitaba. Se acompañaba solo, como buen

cantor. Era soldado y cuando estaba "franco" iba a lo de Almeida a tomar tres o cuatro cañas. Algunas veces se quedaba horas allí, ayudándole a sacar grelos a las papas almacenadas, llamadas antes de tiempo por la temperatura tibia y húmeda, o paleaba maíz para que no se calentara en las estibas.

Otro de los invitados era Antonio Fretes, pariente de Almeida, que le visitaba cada cuatro o cinco meses y alojaba allí por días.

Fretes era contrabandista. Se daba buena vida y el mismo Almeida participaba de su generosidad. Fretes no pagaba pensión, pero mandaba echar vino del mejor, hacía abrir latas de sardinas o traía del matadero achuras y "vacaraises" de tres o cuatro lunas, que guisados por él mismo se deshacían en la boca.

El otro invitado, Toledo, era el chacrero que proveía a Almeida de zapallos, boniatos, papas y maíz, pues "los frutos del país y la compra de sueldos eran la especialidad de la casa" de éste.

Toledo se había acercado a la fiesta trayendo un lechón asado que ahora estaba allí, sobre la mesa, tironeando de la nariz a los presentes con su color dorado y el olor de su adobe.


* * *


—Yo —decía Almeida—, estoy contento de mi marcha y de ser como soy... Con este boliche mugriento me he llenado de plata...

Había empezado comprando sueldos de seis pesos a los viejos de la pensión, y "ahora compraba de trescientos a muchos grandes"...


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Dominio público
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Publicado el 21 de abril de 2025 por Edu Robsy.

Un Sermón Contra el Baile

José Fernández Bremón


Cuento


I

¡Con qué aire bailaban las muchachas y los mozos en un pueblo de la Mancha, a fines del siglo pasado, en una hermosa noche de verano de un día de labor! ¡Con qué gusto se aprovechaban de la ausencia del ecónomo don Gabriel Peñazo, cura rígido y setentón, que ejercía sobre ellos una dictadura moral, imponiéndoles el mayor recogimiento! El párroco había salido a cumplimentar al nuevo obispo de la diócesis a una población situada a unas diez leguas; y el sacristán organista señor López había sacado sillas y templado la guitarra para cantar algunas canciones alegres que se le pudrían en el cuerpo por respeto y temor al señor cura. A los primeros rasgueos de la vihuela, mozas y mozos acudieron como mariposas a la luz; luego se aproximaron con sus sillas las personas más formales, y de copla en copla y de tonadilla en tonadilla, se pasó de lleno a las manchegas; salieron las castañuelas al aire, y el baile rompió con toda la furia de la privación y el placer de lo prohibido. Sólo un grupo de viejos formaban círculo aparte murmurando de la fiesta, proponiéndose delatarla a don Gabriel, cuando regresase. El sacristán rasgueaba con entusiasmo, cantando seguidillas picantes; las bailadoras castañeteaban que era un gusto, y los mozos saltaban a compás, cuando una voz terrible dijo:

—¡Don Gabriel!

Se oyó un chillido de mujeres, contenido al instante; el baile se deshizo, dispersándose y desapareciendo bailarines y espectadores, tan deprisa, que en un momento quedó dueño de la plaza, casi desierta, un sacerdote alto, de figura imponente, cuyas negras vestiduras destacaba la luna sobre una tapia blanca.

Mientras el sacristán procuraba en vano ocultar con disimulo la guitarra, los viejos murmuradores se acercaron al señor cura, haciendo ceremoniosos saludos, y dijo el más locuaz:


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Dominio público
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Publicado el 1 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Un Santo

Francisco Acebal


Cuento


Hacía muchos años que conocía yo á doña Jacoba, sin advertir en su porte cambio de importancia. Desde mi niñez la veía siempre la misma, las mismas arrugas, las mismas canas, conservando, no sé si por artes ocultas, décadas enteras, la misma falda de estameña, el corpiño con el escudo carmelita y la correa de charol pendiente á la cintura.

Aquel pasar los años sin tocar á Jacobita nos hacía pensar á los pocos lugareños de Pedralba que en su casa entrábamos en algo menos fugaz que la naturaleza humana. Yo experimentaba ante ella la impresión de tranquilidad, de vago sosiego que me infundían las imágenes de madera vieja puestas en los altares de la Colegiata, aunque en esta semejanza, debía de influir no poco, la veneración que me inspiraba la señora, el culto que en el corazón le rendía, por su vida de santa: santidad de antigua usanza, mansa, calladita, pero rígida, sin indulgencia, ni para el prójimo ni para sí misma.

Además, y este es el nudo fuerte que á ella me unía, doña Jacoba era la madre de mi amigo Ignacio. Su infancia y la mía estaban trabadas en la memoria como infancias hermanas, y si doña Jacobita se recreaba en evocar la niñez de su hijo, le era imposible apartar de su recuerdo el mío, que como planta parásita se enredaba entre sus memorias.


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Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Un Repatriado

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Antonio Casero, de cuarenta años, célibe, Doctor en Ciencias, filósofo de afición, del riñón de Castilla, después de haber creído en muchas cosas y amado y admirado mucho, había llegado a tener por principal pasión la sinceridad.

Y por amor de la sinceridad salía de España, por la primera vez de su vida, a los cuarenta años; acaso, pensaba él, para no volver.

Véanse algunos fragmentos de una carta muy larga en que Casero me explicaba el motivo de su emigración voluntaria:

«...Ya conoces mi repugnancia al movimiento, a los viajes, al cambio de medio, de costumbres, a toda variación material, que distrae, pide esfuerzos. Ese defecto, porque reconozco que lo es, no deja de ser bastante general entre los que, como yo, viven poco por fuera y mucho por dentro y prefieren el pensamiento a la acción.


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5 págs. / 10 minutos / 104 visitas.

Publicado el 28 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

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