Textos más descargados etiquetados como Cuento que contienen 'u' | pág. 221

Mostrando 2201 a 2210 de 5.296 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento contiene: 'u'


219220221222223

La Muchedumbre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Y sucedió que Silas, uno de los Príncipes de los sacerdotes, amigo particular y confidente de Pilatos, le habló reservadamente la tarde del día en que Jesús entró en Jerusalén entre ramos de palmas.

El pretor escuchaba, cogiéndose con la mano derecha el rasurado mentón y fruncidas las recias cejas, entrecanas ya. El de la Sinagoga precipitaba anheloso las frases, añadía detalles menudos, anunciaba catástrofes próximas y pavorosas, que destruirían la ciudad sagrada al entregarla a las turbas venidas de todas partes, hasta de los confines del desierto.

—Quisiera —repetía— que hubieses presenciado el tumulto de esta mañana, y verías cómo en mis palabras sólo hay verdad. Por dondequiera le siguen; arrastra un inmenso gentío. Si quisiese juntar un ejército de cien mil hombres, con cayadas y hondas, en veinticuatro horas lo verías ondear al Sol, en la llanura, cual trigo maduro. ¿Qué harías entonces? A su paso se alzan las muchedumbres, rumorosas como el mar. Creen en su magia, en las curaciones que hace a cada momento. Besan el suelo. Se arrojan a él. Tienden ante sus pies, por alfombra, sus mantos nuevos. Deshojan flores para que las pise. Una sola palabra suya, ¡oh representante del sacro Emperador!, puede incendiar a toda Judea en un instante, como arden los pinares embutidos de resina en la canícula, en el espacio de muchas leguas. Ten cuidado, mira que es grave el peligro. Tú no ignoras que se empieza buscando el dominio espiritual y se acaba por procurar el material. Es un hombre descendiente de David y quiere ser Rey efectivo de Israel.

Alzó la cabeza Pilatos. Una sonrisa inteligente plegó su boca.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Mirada del Pobre

Joaquim Ruyra


Cuento


Aprisa, muy aprisa subía un día por la Rambla con un amigo. Los dos nos habíamos acalorado, gesticulábamos sin cesar, gritábamos de lo lindo. Nos habíamos enzarzado en una disputa sobre un punto científico; uno y otro quería llevar razón a todo trance. Creo que llegamos aun al insulto; yo… dicho sea en honor de la verdad… más de una vez sentí la tentación de acabar la contienda a puñetazo limpio.

En lo más vivo de nuestro arrebato, al doblar una esquina, noto que me tiran de la americana. Vuelvo la cara… y veo a un pobre cubierto de mugre, harapiento, que me sujetaba fuertemente y me tendía una mano. ¡Bonita ocasión para atenderle!

—Otro día será, hermano… que Dios le asista.

Pero el pobre no me soltaba. Era un mozo de cara atontada, barbilampiño, con el cuello surcado de tumores y la cara abotargada y amarillenta, muy amarilla, de un matiz brillante como la grasa de gallina.

—Por amor de Dios… por amor de Dios —iba diciendo.

—Váyase con mil diablos… —exclamé fuera de mí, y de un tirón desasime de él.

El pobre quedó entonces inmóvil como una estatua, con la mano todavía tendida, dirigiéndome una mirada llena de desolación y lágrimas.

Volví la espalda, y continué la discusión con mi amigo, pero ya sin arrestos, sintiendo un peso en el corazón que me quitaba todo prurito de locuacidad. La mirada del pobrecillo permanecía grabada en lo más hondo de mi imaginación. ¡Y era la mirada tan dolorosa, tan desamparada! Si el mendigo se hubiese enojado, y hubiese prorrumpido en unas desvergüenzas, inmediatamente olvidara yo la escena; pero nada de eso, el desdichado no manifestó la cólera más leve, ni sus ojos habían expresado la menor reprimenda; sólo revelaron una gran amargura, una larga desolación.


Leer / Descargar texto


1 pág. / 3 minutos / 107 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

La Médica

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Era D. Narciso un enfermo de mucho cuidado; entendámonos, porque la frase es de doble sentido. No digo que estuviera enfermo de mucho cuidado.... Tampoco esto va bien. Si estaba enfermo de mucho cuidado, ya lo creo; muy grave; sobre todo porqué empeoraba, empeoraba y no se podía acertar con el remedio, ni había seguridad alguna en el diagnóstico. Pero lo que yo quería decir primero no se refiere á la gravedad y rareza del mal, sino á la condición personal de D. Narciso, que era un enfermo de mucho cuidado.... como hay toros de mucho cuidado también, ante los cuales el torero necesita tomar bien las medidas á las distancias, y á los quiebros, y al tiempo, para no verse en la cuna. El médico era á don Narciso lo que el torero á esos toros; porque don Narciso, hombre nerviosísimo, filósofo escéptico y aficionado á leer de todo, y por contera aprensivo, como todos los muy enamodos de la propia, preciosa existencia, le ponía las peras á cuarto al doctor, discutía con él, le exigía conocimientos exactos á lo que á el le pasaba por dentro, conocimientos que el doctor estaba muy lejos de poseer; y con las voces técnicas más precisas le combatía, le presentaba objeciones, y, en fin, le desesperaba. Lo peor era que, acostumbrado don Elenterio, el médico, á la mala manía de hablar delante de sus enfermos legos en los términos del arte, porque así ni él mentía ocultando la gravedad del mal, ni los enfermos se alarmaban demasiado, porque no le entendían, á veces se le escapaba delante de D. Narciso alguna de esas palabrotas poco tranquilizadoras para quien las entiende; y el paciente, erudito, siquiera fuese á la violeta, ponía el grito en el cielo, se alborotaba, y si no pedía la Extremaunción no era por falta de miedo había que tranquilizarle, mentir, establecer distingos, en fin, sudar ciencia y paciencia; y no para curarle, sino para que se volviese á sus casillas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 81 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2023 por Edu Robsy.

La Máscara

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Mi «conversión» —dijo Jenaro al dejarse caer en el banco de piedra dorado por el liquen y sombreado por el corpulento nogal, cuyas hojas volaban desprendidas a impulsos del viento de otoño— mi conversión se originó de... una especie de visión que tuve en un baile. Apostemos a que usted con su amable escepticismo, va a salir diciendo que, en efecto, tengo trazas de hombre que ve visiones...

—Acierta usted —respondí sonriendo y fijándome involuntariamente en el rostro del solitario, cuyos ojos cercados de oscuro livor y cuyas demacradas mejillas delataban, no la paz de un espíritu que ha sabido encontrar su centro, sino la preocupación de una mente visitada por ideas perturbadoras y fatales—. Respetando todo lo que respetarse debe, propendo a creer que ciertas cosas son obra de nuestra imaginación, proyecciones de nuestro espíritu, fenómenos sin correlación con nada externo, y que un régimen fortificante, una higiene sabia y severa, de ésas que desarrollan el sistema muscular y aplacan el nervioso, le quitarían a usted hasta la sombra de sus concepciones visionarias.

—¿Niega usted los presentimientos, las revelaciones a distancia? ¿No ha leído usted casos de espíritus que acuden al llamamiento de los vivos?

—¡He leído tanta historia! —contesté procurando emplear tono conciliador—. No negaré en crudo todo eso, ni lo trataré de superchería y farsa; negar es tan comprometido como afirmar, y lo mejor es suspender el juicio. Sin embargo, la fe católica me prohíbe ser supersticiosa; la razón me manda desconfiar de apariencias; y ya que un Santo Tomás quiso ver para creer... bien podemos tener la misma exigencia los que no somos santos. Cuando vea algo maravilloso...


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 74 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre; El Hogar; El poeta; y No Era Amistad

Arturo Robsy


Cuento


La madre

—Dime, ¿es niño o niña?

—Mujer, ten calma.

Lavado y fresco se lo traen: un niño. ¡Qué hermoso es verle así, callado, con la piel tierna y arrugada y las manitas de estampa!

—Un niño, pequeña: Mamá... ¿qué efecto te hace este nombre?

Y ella calla: por ahí hay gente mala y su hijo es tan pequeño... Un día soportará una burla; otro, una bofetada, y, de caída en caída, pasará por profesores, por amigos, y conocerá la soledad y la tristeza.

Después, la novia, los licores... Un poco más todavía y, quizá, la guerra para morirse joven o...

—Mujer, ¿qué te pasa?

La madre abre un poco los ojos y aprieta suavemente al hijo.

—Menos mal que no ha sido una muchacha.

El hogar

Hoy es un día feliz: ahora, los cuarenta años y, por la mañana, su mujer le ha besado y sus niños, antes de ir a la escuela, le han dicho un indiferente "felicidades, papá", porque la madre les ha aleccionado.

Cuarenta años. Bien: una fecha para hacer balance y sacar el saldo de su vida. Con el puro y el diario entre las manos, comienza. Realmente no se puede quejar: vive bien en una casa cómoda; tiene una mujer hermosa que envejece y unos hijos sanos.

La historia... ¡hum! Es difícil recordar los pormenores: hay, desde luego, momentos luminosos bien grabados pero, a continuación, sombrías lagunas en la memoria. Sí: de niño, con pantalón y peto, paseando por el puerto en una barca, y su padre, con bigotes, hurgando en el motor, enrojecida la cara.

Una herida, sangre, el médico principiante que cose con sus agujas curvas y él, sobre la mesa, llorando de pura rabia.

Un cierto juego de médicos con alguna vecinita.

Una pedrada; la antigua pandilla de amigos de la guerra donde él era, alguna vez, comandante.

Un religioso repitiendo: Brahmaputra, Ganges e Indo, y haciendo sonar la carraca.


Leer / Descargar texto

Licencia limitada
5 págs. / 8 minutos / 44 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2022 por Edu Robsy.

La Maceta

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


Por entonces no había hombre verdaderamente elegante en Madrid que no se ocupase de Justa un día siquiera por semana. No crean ustedes, sin embargo, que esta Justa fuese alguna constelación del mundo: era una hermosa joven de veintidós años; morena, con buenos ojos, mucha gracia y gran resolución en su manera de decir y de andar. Pero sólo era planchadora. Nadie como ella daba lustre á la tabla de una pechera ni á los puños de una camisa.

Vamos al caso.

Justa vivía en aquel año por este tiempo en la calle del Rubio, en un cuarto segundo de una de esas casuchas que todavía dan á Madrid carácter de villorrio de la Mancha. El balcón de esta casa ofrecía generalmente un aspecto risueño, pues estaba todo colgado de lienzos blanquísimos. El sol se recreaba en aquella blancura, y cuando Justa, con los brazos desnudos y el negro pelo mal cogido, salía para tender ó recoger la ropa, se recreaba más todavía.

Pero el día de la Vírgen del Carmen, el sol, al dar en aquel balcón muy de mañana, tuvo un placer más que de costumbre, porque vió allí puesto sobre una tabla de pino que corría cubriendo toda la barandilla, un tiestecito, encarnado como si fuese de coral, en cuya negra tierra se alzaba con fresquísima pomposidad una planta de albahaca en flor.

Todos conocen esta planta: sus florecillas de labios rizados y como con almenas; con sus hojas ovales, lisas, sencillas, enteras y sostenidas por pezones... En la verbena se venden tiestecillos de estas matas á cientos, y no hay rico ni pobre, ni vieja ni doncella, que no compre alguno para adornar las ventanas, las rinconeras ó el altar de la casa.

Estas matitas son tan pequeñas y tan redondas, que más que plantas parecen grandes flores verdes. La albahaca es, en efecto, la flor de la mujer pobre—flor que crece, se madura y perfuma con sol ardiente;—muy al contrario de la camelia—flor que pide aire tibio, media sombra, estufas y fanales.


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 27 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 57 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Injusticia de un Justo

Javier de Viana


Cuento


Durante tres días, Servando Jupes había viajado serena, tranquilamente, a trote metódico que le rendía quince leguas por jornada, sin cansancio para él ni para su rosillo.

Por el contrario, nunca como en el transcurso de esos tres días sintióse, física y moralmente, mejor: desaparecidos sus crueles dolores en la espalda y muy raros los desgarradores accesos de tos, y ausente la fiebre, hasta entonces inevitable y atroz compañero de lecho.

Su alma disfrutaba de igual bienestar. No pensaba. Cuando de improvisto resolvió aquel viaje de regreso al pago, a los veintiún años justos, ni un día más ni un día menos de la partida, no hubo en su cerebro la trama de ningún razonamiento que explicara su decisión; preparó las maletas, ensilló el caballo y partió, de la misma manera inconsciente con que se sacan los avíos, se arma, se enciende y se fuma un cigarrillo.

Una razón y una causa, y un objeto hay siempre, es claro; pero no teniendo conciencia de ellos, no hay esperanza, y no habiendo esperanza no hay duda y no habiendo duda no hay pena.

Él emprendió el viaje sin saber por qué ni para qué; y en lo largo de las cuarenta y cinco leguas andadas no lo fastidió el mangangá de ningún recuerdo, ni de ninguna aspiración de futuro. El mayor encanto de los viajes está en eso, en que mientras el cuerpo se traslada, cambiando de regiones, el alma permanece inmóvil, adormecida en el tibio nido de un paréntesis.

Pero si se pudiera vivir siempre esa vida estátitica, la vida seria linda; y nadie ha pensado seguramente en que la vida sea linda. «Parirás con dolor tu hijo...» y el libro no dice, porque era innecesario decirlo: «Y trasmitirás con tu sangre a tus hijos el dolor de tu parto; y malaventurados quienes no tengan fortaleza para soportar el dolor».


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 52 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Incomprensible

Carmen de Burgos


Cuento


«¡Ven! ¡¡Ven!! Estoy aquí solo, rodeado de rosas, pero ¡ay! faltas tú... ¿Cuándo vienes? Dímelo pronto, nena... Me siento apenado, melancólico, lejos de mi sol moreno, de mi gitana de las tristes dulzuras. ¡Ven! Te necesito para que sonría mi alma y florezca en torno mío la primavera...»

Los ojos de Isabel no podían separarse de aquel párrafo apasionado de la carta que temblaba en su mano. Aquella carta, escrita en papel grande, pulso seguro y letra clara, de mayúsculas dibujadas como letra de imprenta, venía á traerle al cabo la felicidad tanto tiempo deseada. Y llegaba cuando la esperaba menos, cuando ya su alma había consumado el sacrificio de la separación, de la abdicación de todas sus esperanzas.

De espíritu soñador y romántico; desengañada muy prematuramente de la pequeñez de las cosas; despreciadora de todo, quizás porque todo se le ofrecía con exceso; asqueada de la jauría de hombres que seguían sus pasos como perros ansiosos de carne, el pintor fuerte, genial, grande y poderoso, apareció ante ella como descendiente de una raza de dioses, y su espíritu se le dio sin lucha, se le entregó como al esperado, al presentido durante muchos años en sus sueños de soledad, en sus ansias de ideal, en sus anhelos de lo infinito.

Su pasión había sido tan grande, que temió al agotamiento, al desencanto, á la desilusión, y huyó del lado del que amaba para conservar los dulces lazos del afecto, del perfume de un amor llamado á desvanecerse fatalmente cuando nada hubiese en él desconocido para el artista.

Llevaba tres años viajando; los escenarios nuevos, el interés de la curiosidad borraban recuerdos, la imagen del dios se esfumaba y renacía la paz en su espíritu.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 18 minutos / 91 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2020 por Edu Robsy.

219220221222223