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Cosas de Hombre

Arturo Reyes


Cuento


Cuando el tío Pizarroso llegó a su casa, las sombras empezaban a invadir el a modo de embudo formado por los montes, en cuyo fondo blanqueaba el edificio, al borde de una cañada llena de piedras enormes y espesos macizos de adelfas.

—Pos di tú que te has dormío en un cajorro—exclamó la tía Tomasa al ver llegar al legítimo dueño de su orondísima persona.

—Pos no me he dormío, ni tan siquier he estao a dormivela.

—Pos entonces habrás estao de picos pardos en algún abrevaero del monte.

—¡No ha sío malo el abrevaero!

—Pos entonces, ¿aónde te has metió, alma condená?

—Pos en ninguna parte: una miaja que me entretuve en la encrucijá del Tomillo con Juan el Rumboso y Toñico el Pastañeta, y… ¡arza pa entro, Pimentona, arza pa entro!

Y esto lo dijo asestando una cariñosa palmada en una de las poderosas ancas a la mula, a la cual habíale quitado el aparejo mientras hablaba.

La cabalgadura, a la cariñosa insinuación, tomó lentamente el camino de la cuadra, mientras el Pizarroso sentábase sobre un capacho, junto a su hermano el Totovías, un viejo enjuto y grave que entreteníase en hacer tomizas para los usos domésticos, mientras el porquero, un rapaz greñudo y andrajoso, contemplaba con famélica expresión, desde la puerta, la gran olla que hervía sobre las enormes trébedes de hierro en la chimenea.

—Y ¿qué es lo que dicen el Rumboso y el Pastañeta? ¿Tantas cosas teníais que contaros, que si se entretienen ostedes una miaja más volvéis tóos a vuestras casas con barbas corrías?

—Y dale, mujer, dale, no seas asina; si me he entretenío ha sío por decirle al Rumboso con toas las veritas de mi alma y con tó mi metal de voz: «¡Ole con ole por los hombres machos con toas las de la ley!» ¡Vaya si es una prenda el viejo! ¡Y con un corazón más grande que una cantera!


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Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Al Amor de la Lumbre

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Lo van ustedes a dudar; pero en Dios y en mi ánima protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo, ¿por qué no han de creer Uds. que yo vivo alegre, muy alegre en el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas, de los árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre, como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de tus noches! ¡Bendito tú que traes las largas y sabrosas pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano, mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas azotan los árboles altísimos del parque!

¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios de las puertas el hogar chispeante de un amigo:


Los que duermen allí no tienen frío.


¡El frío! Denme ustedes algo más imaginario que este tan decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando veo cruzar por calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo que su humilde saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante, tiritando, y a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el filósofo Bias:

Omnia mecum porto.

¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno equivale a no tener una creencia en la vejez!

Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta en la estación del hielo. Prueba al canto.


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5 págs. / 9 minutos / 308 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo

Rafael Barrett


Cuento


Hace muchos años vivía un matrimonio. Eran muy pobres: él, leñador; ella, lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme nariz y sus ojos de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus manos rudas aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús.

Le pusieron una riquísima cuna; le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo.

El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, basta que le sorprendieren en ellas y le ahorcaron.

La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. «¡Bruja, móntate en este palo y vuela al aquelarre!».

Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel.

Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura, adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey por la comarca y se enamoró del mozo.

—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.

—Soy el Príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.


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2 págs. / 4 minutos / 308 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Enamorada

Rafael Barrett


Cuento


Parecía vieja, a pesar de no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol que calcina el surco y resquebraja la arcilla la habían curtido y arrugado la piel.

Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.

Vivía de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias, un cesto de legumbres.

Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.

Victoria era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención, sino porque decían que no estaba en su juicio. La locura inofensiva es un espectáculo barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena.

Los hombres la dirigían preguntas estrambóticas, y experimentaban ante ella la necesidad de volverse locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba, andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita a la multitud y levanta las furias y hasta los perros se alborotaban con aquel escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino fatigoso.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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2 págs. / 3 minutos / 556 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Servidores de su Majestad

Rudyard Kipling


Cuento


Por quebrados podéis resolverlo,
o también por regla de tres;
pero el camino de Tweedledum,
no es el de Tweedledee.

Torced el problema, revolvedlo,
plegadlo como gustéis;
pero el camino de PillyWinky
no es el mismo que el de WínkiePop.


Copiosa lluvia había estado cayendo durante un mes entero... Había caído sobre un campamento de treinta mil hombres, millares de camellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas, reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi, para que el virrey de la India le pasara revista. éste recibía la visita del emir de Afganistán, rey salvaje de un salvajísimo país; el emir había traído, acompañándole, una guardia de ochocientos hombres e igual número de caballos que nunca antes habían visto un campamento o una locomotora; hombres salvajes y caballos salvajes también sacados de algún lugar del corazón de Asia Central. Cada noche, un pelotón de esos caballos rompía las cuerdas que los sujetaban y se lanzaban estrepitosamente de un lado al otro del campamento, entre el barro y la oscuridad; o bien los camellos se desataban y corrían por allí tropezando con las cuerdas que sostenían las tiendas; ya puede imaginarse lo agradable que esto sería para los hombres que intentaban dormir. Mi tienda estaba situada lejos de las filas de camellos, y por eso pensaba yo encontrarme en sitio seguro. Pero una noche un hombre asomó la cabeza por mi tienda y gritó:

—¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaron mi tienda!


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21 págs. / 37 minutos / 427 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Obreros

José Zahonero


Cuento


I

Vivía en un pueblecito, formado por casitas blancas como palomas, sobre la meseta de un monte todo erizado de rocas, por entre las cuales crecían muchas zarzas, una pobre abuela que se moría de hambre; hallábase casi desnuda y no podía dormir tranquila.

—¡Ay! —exclamó un día la anciana;— si cualquiera de mis nietos se compadeciera de mí, podría comer; no sentiría ni la vergüenza ni el frío, y dormiría toda la noche de un sueño.

Oyéronla sus nietos, que eran tres muchachos sanos, colorados y fuertes.

—Buscaremos fortuna, —dijeron con acento resuelto y ánimo de consolar á la abuela infortunada.

—Pero, ¿adonde iremos? —preguntó uno de los tres hermanos.

—Marcharemos reunidos —contestó otro.

—No, —replicó el menor de ellos;— pudiéramos reñir. Si acaso uno encuentra un tesoro le querrá para él, y los demás habremos perdido el tiempo. Además, cada uno de nosotros tiene su carácter y sus aficiones distintas; así que el trabajo ha de ser diverso, y diversa la ganancia. Unidos podemos ser desgraciados ó felices; pero separados, muy malas han de ir las cosas que no alcance á ninguno la fortuna. Así, pues, separémonos, buscando cada cual consejo de quien juzgare oportuno.

Á la mañana siguiente, la campanita de la iglesia del pueblo decía, al ver marchar á los obreros del campo que salían á sus tareas de labranza:


Ya se van, ya se van
En montón
A por pan.
¡Dilón, dilón!
¡Dalán, dalán!


—¡Pan! —decía la abuelita;— ¡quién tuviera un mendruguito, aunque, por lo duro, hubiera que meterle en agua para que se ablandara y poder comerlo!

Dicho se está que no pudieron oir con tranquilidad los nietos tan dolorosa exclamación, y salieron resueltamente de casa de la anciana con ánimo de buscar fortuna.


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Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Cosa de la Mujer

Ricardo Palma


Cuento


Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.

En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.

No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.

Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.

Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.

La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.

El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!

Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldellín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.

Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Fraile y la Monja del Callao

Ricardo Palma


Cuento


Escribo esta tradición para purgar un pecado gordo que contra la historia y la literatura cometí cuando muchacho.

Contaba dieciocho años y hacía pinicos de escritor y de poeta. Mi sueño dorado era oír, entre los aplausos de un público bonachón, los destemplados gritos: ¡el autor! ¡el autor! A esa edad todo el monte antojábaseme orégano y cominillo, e imaginábame que con cuatro coplas, mal zurcidas, y una docena de articulejos, peor hilvanados, había puesto una pica en Flandes u otra en Jerez. Maldito si ni por el forro consultaba clásicos, ni si sabía por experiencia propia que los viejos pergaminos son criadero de polilla. Casi, casi me habría atrevido a dar quince y raya al más entendido en materias literarias, siendo yo entonces uno de aquellos zopencos que, por comer pan en lugar de bellota, ponen al Quijote por las patas de los caballos, llamándolo libro disparatado y sin pies ni cabeza. ¿Por qué? Porque sí. Este porque sí será una razón de pie de banco, una razón de incuestionable y caprichosa brutalidad, convengo; pero es la razón que alegamos todos los hombres a falta de razón.

Como la ignorancia es atrevida, echéme a escribir para el teatro: y así Dios me perdone si cada uno de mis engendros dramáticos no fué puñalada de pícaro al buen sentido, a las musas y a la historia. Y sin embargo, hubo público bobalicón que llamara a la escena al asesino poeta y que, en vez de tirarle los bancos a la cabeza, le arrojara coronitas de laurel hechizo. Verdad es que, por esos tiempos, no era yo el único malaventurado que con fenomenales producciones desacreditaba el teatro nacional, ilustrado por las buenas comedias de Pardo y de Segura. Consuela ver que no es todo el sayal alforjas.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 368 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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