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Un Error Judicial

Roberto Arlt


Cuento


De pronto, el señor Roeder, levantándose de entre el círculo de herederos que escudriñaban el semblante de la señora Grummer, exclamó:

—Sí, ¡usted es la ladrona!

La señora Grummer, una anciana de sesenta años, al escuchar a Roeder se echó a llorar. Las lágrimas corrían por su ruinoso rostro amarillo; pero el señor Roeder, impasible, continuó:

—Señora..., de la caja del finado Rumpler faltaban veinte mil pesos. Del libro de «haberes» ha sido arrancada la hoja donde figuraba la cantidad de acciones que Rumpler había comprado al frigorífico «El Triángulo», ¡y qué casualidad!, hoy un agente de investigaciones, al revisar el baúl que usted tenía depositado en la casa de la señora Gaster, encuentra una boleta de depósito por veinte mil pesos.

Un círculo de cabezas canosas y rostros ceñudos escuchaba con ansiedad al señor Roeder.

Roeder, comerciante en cereales, había sido nombrado depositario por los parientes de Rumpler, el día que este había fallecido, de lo que quedaba como posible herencia, pues los negocios de este estaban un poco embrollados. El mismo día, al hacer el arqueo de caja, Roeder descubrió que faltaban veinte mil pesos. Lo que no podía comprobar era si lo defraudado consistía en dinero o valores negociables.

La ex cajera de Rumpler se mesaba desesperadamente el cabello con sus manos resecas.

Quería huir, proclamar con alaridos inmensos su inocencia; arrodillarse frente a Roeder, que antes la llamaba «una buena mujer», para convencerlo de que no era una ladrona; pero inútil todo, porque a medida que examinaba los rostros de los parientes, comprendía que estos la habían condenado ya.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 429 visitas.

Publicado el 18 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Un Envidiado Caballero

Gabriel Miró


Cuento


Los olores de las huertas y del mar llegaron hasta el corazón de Sigüenza. Miraba y aspiraba este hombre con tanto ímpetu, que llegó a sentir cansancio y dolor en su carne. Y nunca se saciaba, sino que le parecía que le faltaba tiempo para hundir sus ojos en aquellas hermosuras, y recoger toda la vida que se le ofrecía desde el alto camino.

Allí estaba el levante frondoso, lleno, regado, alborozado y fecundo. Allí las montañas daban aguas muy delgadas y dulces, y tenían tierras de buena grosura que llevan la sementera, la viña y el olivo; allí el hondo y la solana, todo estaba cuajado de huertas que apretadamente llegaban hasta las arenas de la costa, y los bancales de hortalizas, que siempre viera Sigüenza al amor de la balsa de una vieja noria o chupando la pobre corriente de las ramblas levantinas, los bancales hortelanos de esta comarca se entraban descuidados bajo el gran sol, rezumando de tan viciosos como si siempre acabasen de recibir los dones de la lluvia, y gozosamente se presentaban al Mediterráneo. Por eso se mezclaba el dulce olor de los frutales y verduras, de campos feraces, con la fuerte y deliciosa emanación de las entrañas del mar.

El pueblo comenzaba en la ribera, y se subía por un altozano. Y era muy curioso de ver sus casas de porches abiertos donde se orean las frutas de cuelga; los corrales, con garbas de sarmientos y un dulce sonar de cencerricos de ganado, y las parras desbordando jovialmente de las tapias, y por las bardas de al lado asomaban los remos, algún mástil roto y podrido, las redes tendidas en los balcones, y en el portal, las cañas, los palangres, las nasas de esparto y rimeros de todas las artes de pesca.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 39 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Ejemplo

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


Amaro era mi santo ermitaño que por aquel tiempo vivía en el monte vida penitente. Cierta tarde, hallándose en oración, vio pasar a lo lejos por el camino real a un hombre todo cubierto de polvo. El santo ermitaño, como era viejo, tenía la vista cansada y no pudo reconocerle, pero su corazón le advirtió quién era aquel caminante que iba por el mundo envuelto en los oros de la puesta solar, y alzándose de la tierra corrió hacia él implorando:

—¡Maestro, deja que llegue un triste pecador!

El caminante, aun cuando iba lejos, escuchó aquellas voces y se detuvo esperando. Amaro llegó falto de aliento, y llegando, arrodillóse y le besó la orla del manto, porque su corazón le había dicho que aquel caminante era Nuestro Señor Jesucristo.

—¡Maestro, déjame ir en tu compañía!

El Señor Jesucristo sonrió:

—Amaro, una vez has venido conmigo y me abandonaste.

El santo ermitaño, sintiéndose culpable, inclinó la frente:

—¡Maestro, perdóname!

El Señor Jesucristo alzó la diestra traspasada por el clavo de la cruz:

—Perdonado estás. Sígueme.

Y continuó su ruta por el camino que parecía alargarse hasta donde el sol se ponía, y en el mismo instante sintió desfallecer su ánimo aquel santo ermitaño:

—¿Está muy lejos el lugar adonde caminas, Maestro?

—El lugar adonde camino, tanto está cerca, tanto lejos…

—¡No comprendo, Maestro!

—¿Y cómo decirte que todas las cosas, o están allí donde nunca se llega o están en el corazón?


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 103 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Duro Falso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 303 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Drama de 15 Minutos

Juana Manuela Gorriti


Cuento


A la señorita Ana Soler


En una tarde apacible de mayo, mar tranquilo y viento en popa, el velero bergantín «Alción» dejaba las floridas costas de Corfú, y surcando las encantadas aguas jónicas, dirigía su rumbo a Occidente.

Tripulábanlo doce hombres, al mando del capitán Brunel, antiguo oficial de la marina francesa, enérgico y decidido militar, curtido al sol de los trópicos, retemplado en las tormentas, y largamente fogueado al calor de cien combates en las guerras del imperio.

La catástrofe de Waterloo y la traición del Belerofonte, lo arrojaron a tierra, vencido, pero no humillado. Sí, porque no pudiendo soportar la presencia de ejércitos extranjeros en el seno de la Francia, imponiéndola leyes y soberanos, alejose de ella, y fue a pedir a la patria de Arístides, esa tierra clásica de los gloriosos recuerdos, consuelo para su pena.

Y a fe que lo encontró en el amor de una griega, bella como Aspasia, que se unió a su destino y le dio horas de una felicidad desconocida hasta entonces para él en su vida borrascosa de marino.

Pero ¡ay! la dicha es fugaz como un celaje de verano; y la del capitán Brunel fue de corta duración. La hermosa griega murió dando a luz una niña que él acogió como su sola esperanza.

Y le consagró su vida; y se dio para ella a un duro e incesante trabajo, con que en pocos años hizo una fortuna considerable, consistente en una quinta situada en esa isla deliciosa, donde el poeta asentó la morada de Calipso, vastos huertos y jardines, y un coqueto bergantín, mixto entre mercante y guerrero, que surcaba los mares riéndose de los piratas por las troneras de cuatro buenos cañones, y allegando a su dueño sendas cantidades de cequíes.

Cuando la caída de los Borbones hubo alejado de Francia a los enemigos del imperio fenecido con su César, Brunel sintió el deseo de volver a la patria.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 91 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Drama

Antón Chéjov


Cuento


—Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! —dijo el criado—. Hace una hora que espera.

Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:

—¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!

—Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.

—Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.

Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.

Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.

—Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? —comenzó con acento en extremo turbado—. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.

—¡Ah, sí!... Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?

—Mire usted, yo... , yo —balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún —. Usted no se acuerda de mí... Soy, la señora Murachkin... Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer... Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero... no he dejado de contribuir algo..., he publicado tres novelitas para niños... Naturalmente, usted no las habrá leído... He trabajado también en traducciones... Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.

—Sí, sí... ¿Y en qué puedo serle útil a usted?


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 215 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Un Domingo

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 46 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Documento

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


La ilustre Duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la Duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican a los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.

Amantes de semana he dicho; ¡ah!, Cristina, el nombre de la Duquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores. A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de la más lozana juventud.


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Dominio público
21 págs. / 37 minutos / 212 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

Un Diplomático

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entró la camarera, bandeja de plata en mano, y presentó a la duquesa el correo. Había en él periódicos franceses, Ilustraciones metidas en su fino camisón de seda, dos o tres cartas de satinado sobre y heráldico timbre, y, nota desaliñada en aquel concierto, otra carta más, cerrada consigo misma, sellada con obleas verdes, regado de gruesa arenilla el sobrescrito.

Quizás la propia extrañeza que le causó ver tan tosca misiva moviese a la duquesa a echarle mano, anteponiéndola a las demás; pero aun no bien puso los ojos en ella, cuando dijo festivamente:

—¡Si es para el ama!... Que venga, que tiene carta de sus padres.

La camarera salía ya, y la duquesa añadió con mucho interés:

—Que traiga la chiquitina... Que la traiga abrigada; hoy es un día fresco.

Pocos minutos tardó en menearse el cortinaje de brocado crema sobre fondo azul y en oírse un tlin... tlin... de menudos cascabeles, y antes de que asomase la fornida persona del ama, la duquesa sonrió a una manecita pálida, hoyosilla: una manecita de diez meses que esgrimía un sonajero de plata.

—¡Vente, angelote..., a mamá..., mil besos!

—Mmiií —gorjeó la criatura, palpando con afán el medallón de turquesas y brillantes que resplandecía sobre la bata de negro terciopelo de la dama, mientras las caricias de ésta, como golosas moscas, se le posaban sobre el cuello, frente y ojos.

—Está descolorida, ama..., está ojerosita... ¿Cómo ha dormido? ¿Qué dice miss?

—Miss dice..., es decir, no dice nada...; ¡ay!, sí, dice que también allá por su tierra los chiquillos, cuando andan con dientes..., ya ve ucencia..., rabian de Dios y se ponen esmirriaditos.

Alzó levemente los hombros la duquesa, como indicando: «Buen par de apuntes estáis tú y miss». Y hablándose a sí misma, murmuró:


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 85 visitas.

Publicado el 30 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Un Dios de Sombrero de Copa

José Fernández Bremón


Cuento


I

Los amigos de don Teótimo Gravedo llenaban los salones de su espléndida morada, atraídos por esta singular invitación:


D. T... G... pronunciará un sermón muy corto en la noche del próximo domingo, y después dará un té religioso a sus amigos. Tendrá la mayor satisfacción si se digna Vd. honrar su casa aquella noche.


Era don Teótimo hombre ceremonioso y circunspecto, de cara larga, nariz larga y patillas aún más largas que la cara y la nariz: su estatura era tan alta, que los pantalones mejor medidos le resultaban siempre cortos: sentado, parecía estar de pie, y de pie parecía andar en zancos. Cuando los convidados estuvieron reunidos dijo extendiendo sus brazos por encima de toda la reunión:

—Señores: Todos habéis notado que la fe desparece y lo habréis observado con dolor, porque me consta que todos sois deístas. Los cultos antiguos están en oposición con las ideas nuevas: son religiones para las mujeres y los niños. Acaso os decidiríais, para restaurar el sentimiento religioso, a practicar cualquiera de los ritos conocidos, pero sois gentes ocupadas; mientras se oye una misa se puede hacer un préstamo al Gobierno. Lejos de nosotros ahuyentar del mundo la idea de Dios, sombra benéfica, que da resignación al pobre y protege nuestras arcas. Dios nos ha hecho grandes servicios cuando era poderoso entre los hombres: no podemos abandonarle en la desgracia.


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Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 16 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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