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La Camita Nueva

José Zahonero


Cuento


Á la distinguida Srta. D.ª Consuelo Rojo Arias.

I

Seis duros y medio nos costó, bien lo recuerdo, y la pobre María se acuerda cual si hoy mismo la hubiéramos pagado; como que hubimos de abonar seis reales todas las semanas durante más de cinco meses… gota á gota.

—Pedro, por Dios, no te olvides de los seis reales de la cama, me decía mi mujer todos los sábados al llevarme la comida á la obra. María pensaba en la hora de cobrar los jornales y me echaba aquel lazo para que no pudiese entrar en la taberna; porque la camita era para nuestra chiquitína.

El día que fuimos á comprarla al almacén, era domingo, llovía á hilos finísimos; por nuestro barrio que es de los más apartados y estaba entonces cuasi desnudo de casas se tendió una neblina espesa que impedía ver á más allá de dos pasos. María iba del brazete conmigo ni más ni menos que una duquesa con su duque; la pobre estaba para salir del grave aprieto, y darme un hijo más que ya pesaba en su vientre y pesaría siempre sobre nuestros corazones; habíamos dejado á Luisilla en casa del Sr. Claudio el carpintero y su mujer, gente de ley y buenos vecinos, no era cosa de que su madre la llevase á cuestas, tenía ya cuatro años y pesaba más que un ternero, era rolliza y sanota como yo.

De la cuna pasaría á la camita nueva dejando aquella al huésped que Dios nos mandaba.

En el almacén hallamos con su pluma á la oreja á un dependiente, miren si lo tengo todo bien en la memoria, muy parlero y solícito, nos daba voces y nos hablaba como si María y yo hubiéramos sido dos patanes recien llegados á Madrid, sin miaja de conocimiento, ni gusto para comprender lo que valían las cosas, dimos de fiador al maestro… y cainita nuestra, es decir de Luisilla.

—Oye Luisilla, le dije á la chiquitína, ¿á que no sabes lo que madre te va hacer hoy?


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 33 visitas.

Publicado el 17 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Acuérdate de Azerbaijan

Roberto Arlt


Cuento


Los dos mahometanos se detuvieron para dejar paso a la procesión budista. Con un paraguas abierto sobre su cabeza delante de un palanquín dorado, marchaba un devoto.

Atrás, oscilante, avanzaba el cortejo de elefantes superando con sus budas dorados cargados en el lomo, la verde copa de las palmeras. El socio de Azerbaijan, el prudente Mahomet, dijo, mirando a un gendarme tamil detenido frente a una dama de Colombo, cuyo cochecito de bambú arrastraba un criado descalzo.

—Que el Profeta confunda el entendimiento de estos infieles.

—Para ellos el eterno pavimento de brasas del infierno —murmuró Azerbaijan con disgusto, pues una multitud de túnicas amarillentas llenaba la calle de tierra.

Esta multitud mostraba la cabeza afeitada y casi todos se refrescaban moviendo grandes abanicos de redondez dentada. Azerbaijan con ojos de entendido, observaba los tipos humanos y descubría que en aquel rincón de Ceilán estaban representadas muchas de las razas del sur de la India.

Se veían brahmanes con turbantes chatos como la torta de una vaca; músicos con tamboriles revestidos de pieles de serpiente y trompetas en forma de cuerno de elefante; chicos descalzos, de vientre hidrópico y desnudo; sacerdotes budistas con la cabeza afeitada; parias cubiertos de polvo como lagartos y más desnudos que monos; jefes candianos, tripudos, con grandes fajas recamadas en oro y sombreros descomunales como fuentones de plata.

Se reconocían los pescadores de perlas por sus ojos teñidos de sangre y la descomunal grandeza del pecho. Había también allí algunos ladrones chinos, moviendo los ojos como ratones, y varios estafadores ingleses, que con las manos en los bolsillos miraban irónicamente desfilar la procesión, sacudiendo en el aire la ceniza de sus cigarrillos.

—Vámonos —dijo Azerbaijan.

Y Mahomet, encogiéndose de hombros, siguió a su cofrade.

— Tienes el dinero? —preguntó Mahomet.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 206 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dos Cenas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Hoy es un día muy señalado y una noche en que no se debe cenar solo —dijo Rosálbez, el banquero, a su amigo el joven conde Planelles, a quien encontró «casualmente» en su misma calle, casi frente al suntuoso palacio. Usted es soltero, no tendrá quizá comprometida la cena... Si quiere hacernos el obsequio de aceptar..., a las ocho en punto... Yo apenas cenaré: me siento malucho del estómago; usted despachará mi parte...

—Mil gracias, y aceptado —respondió cordialmente el conde—. Pensaba cenar con unos cuantos en el Nuevo Club. Les aviso, y en paz... Aunque casi no era necesario avisarlos: al no verme allí...

—¡Perfectamente! Hasta luego —murmuró Rosálbez, saltando a su berlinita, que le aguardaba para llevarle, como todos los días, a una plazuela, y de allí, a pie, a cierta casa, hasta la cual no le convenía que llegase el coche.

Era el secreto de Polichinela, como dicen nuestros vecinos los franceses; nadie ignoraba en Madrid que Rosálbez protegía a aquella rasgada moza, Lucía la Cordobesa, de tanta gracia y garabato, y que el entretenimiento le salía carísimo: el que lo tiene lo gasta.

Ha de saberse que Rosálbez, el opulento, había llegado a los cincuenta y seis años, y empezaba a cambiar sensiblemente de genio y de gusto. En otro tiempo no necesitaba la nota afectuosa en sus relaciones con mujeres: sólo exigía que le divirtiesen un instante. Ahora, sin duda, el desgaste físico de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que buscaba era agrado tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija verdadera, Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia pasiva y mecánica, y Rosálbez aspiraba a encontrar en la Cordobesa espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese ceniza y alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo, llamaba a su puerta el día de Navidad.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 52 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Pero no tanto

Arturo Robsy


Cuento


Las revistas del corazón más avanzadas llamaban a Andrés Delicado el «millonario loco». Sus hijos, también. Cada nueva idea del original padre les abría las carnes y pasaban meses temiendo por su patrimonio.

Se ganó el mote regalando a sus obreros, después de organizarlos en cooperativa, la totalidad de sus acciones de la empresa, que controlaba con sólo el 17 por cien del capital escriturado. Un mes después, y gracias al desinteresado apoyo de los delegados sindicales, los títulos habían bajado veinte veces su valor. No tuvo más que comprar a las víctimas del pánico, haciéndose, por muy poco, con el setenta por cien.

—¿Loco, eh? —comentó cuando volvió a implantar una dirección profesional. Pero no arrebató sus acciones a ningún asalariado.

No terminaba allí su peculiar modo de ver la vida. Tenía en plantilla a un viejo cómico, sobreviviente del teatro de la legua, con la exclusiva obligación de acompañarle e ir diciendo siempre la verdad de lo que pensaba. Su compañía era siempre de temer:

—Este señor —decía, el cómico, del prohombre que estrechaba la mano del millonario— es un memo. Cree que te la puede pegar.

—Esta señora —seguía en cualquier otra ocasión— me recuerda a una coliflor.

Era un misterio de donde le podían venir estas cosas a Andrés Delicado. De la cabeza, sin duda, pero, ¿de qué rincón? ¿Qué parte gris de aquellos sesos se había vuelto púrpura y mandaba extravagancias a los órganos rectores del millonario loco? ¿Qué virus social le obligó a instalarse una fragua en un rincón de su sala de estar?

Allí, el herrero de guardia manejaba el fuelle a la vieja usanza y batía el hierro con la repetida cadencia del martillo mientras el viejo Delicado, enteco y aristocrático, se abismaba en las llamas y pensaba casi en verso, acompasando las sílabas al ritmo de los golpes.


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Licencia limitada
6 págs. / 11 minutos / 67 visitas.

Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Snob

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que estaban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 276 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Caballos de Abdera

Leopoldo Lugones


Cuento


Abdera, la ciudad tracia del Egeo, que actualmente es Balastra y que no debe ser confundida con su tocaya bética, era célebre por sus caballos.

Descollar en Tracia por sus caballos, no era poco; y ella descollaba hasta ser única. Los habitantes todos tenían a gala la educación de tan noble animal, y esta pasión cultivada a porfía durante largos años, hasta formar parte de las tradiciones fundamentales, había producido efectos maravillosos. Los caballos de Abdera gozaban de fama excepcional, y todas las poblaciones tracias, desde los cicones hasta los bisaltos, eran tributarios en esto de los bistones, pobladores de la mencionada ciudad. Debe añadirse que semejante industria, uniendo el provecho a la satisfacción, ocupaba desde el rey hasta el último ciudadano.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Los Tesoros de la Alhambra

Serafín Estébanez Calderón


Cuento


La carrera del Darro es la que, arrancando de la Plaza Nueva, va a dar en la rambla del Chapizo, subida del Sacro Monte de Granada.

Por el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados por los fauces de las calles que bajan de lo más alto del Albaicín, y a la derecha mano, por su álveo profundo, copioso en invierno, nunca exhausto en el estío y siempre sonante y claro, viene el Darro ensortijándose por los anillos que le ofrecen los puentes pintorescos que lo coronan. De ellos, el principal es el de Santa Ana, en cuyo ámbito, y de la misma mampostería del puente, hay asientos o sitiales siempre llenos de curiosos, que en las noches calurosas de junio y julio se empapan allí del ambiente perfumado y voluptuoso que en pos de sí lleva la corriente.

Eran las vacaciones, y mi amigo y compañero don Carlos, cerradas ya nuestras tertulias, nos citábamos en tal sitio a cierta hora para ir juntos, y después de girar y vagar otros momentos al rayo de la luna, retirarnos a nuestra posada, a repasar los estudios que tanto nos afanaban y que después tan poco nos valieron.

Una noche (ya muy cercana a su partida para pasar el verano con sus padres) dieron las doce sin haber acudido al sitio acostumbrado. Ya principiaba yo a tomar cuidado por su tardanza, cuando lo vi llegar más alegre y estruendosamente que nunca, y apoderándose de mi mano con el afecto más cordial, se me excusó de su descuido, y, como siempre, enderezamos hacia nuestra posada.

Aquella noche fuéme imposible hacerle entablar discurso alguno de interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas.

—Estudiemos por placer y no por obligación—me decía—. ¿Piensas que se apreciarán nuestros desvelos aunque descollemos en la Universidad y logremos todos los lauros de Minerva? Si tal sucediera, ¿cómo quedarían los necios?; y ya está decidido que ellos han de campear siempre por el mundo.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 70 visitas.

Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Llamado

Horacio Quiroga


Cuento


Yo estaba esa mañana, por casualidad, en el sanatorio, y la mujer había sido internada en él cuatro días antes, en pos de la catástrofe.

—Vale la pena —me dijo el médico a quien había ido a visitar— que oiga usted el relato del accidente. Verá un caso de obsesión y alucinación auditivas como pocas veces se presentan igual.

»La pobre mujer ha sufrido un fuerte shock con la muerte de su hija. Durante los tres primeros días ha permanecido sin cerrar los ojos ni mover una pestaña, con una expresión de ansiedad indescriptible. No perderán ustedes el tiempo oyéndola. Y digo ustedes, porque estos dos señores que suben en este momento la escalera son delegados o cosa así de una sociedad espiritista. Sea lo que fuere, recuerde usted lo que le he dicho hace un instante respecto de la enferma: estado de obsesión, idea fija y alucinación auditiva. Ya están aquí esos señores. Vamos andando.

No es tarea difícil provocar en una pobre mujer, que al impulso de unas palabras de cariño resuelve por fin en mudo llanto la tremenda opresión que la angustia, las confidencias que van a desahogar su corazón. Cubriéndose el rostro con las manos:

—¡Qué puedo decirles —murmuró— que no haya ya contado a mi médico…!

—Toda la historia es lo que deseamos oír, señora —solicitó aquél—. Entera, y con todos los detalles.

—¡Ah! Los detalles… —murmuró aún la enferma, retirando las manos del rostro; y mientras cabeceaba lentamente—: Sí, los detalles… Uno por uno los recuerdo… Y aunque debiera vivir mil años…

Bruscamente llevose de nuevo las manos a los ojos y las mantuvo allí, oprimidas con fuerza, como si tras ese velo tratara de concentrar y echar de una vez por todas el alucinante tumulto de sus recuerdos.

Un instante después las manos caían, y con semblante extenuado, pero calmo, comenzó:

—Haré lo que usted desea, doctor. Hace un mes…


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 225 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Último Bohemio

Armando Palacio Valdés


Cuento


No hace todavía dos años que pasando por la Carrera de San Jerónimo di con un amigo periodista, que me dijo al tiempo de saludarme:—Vaya usted por la calle de Sevilla y verá V. a Pelayo del Castillo acostado en la acera.

Había oído hablar muchísimo de este personaje y tenía la cabeza llena de sus extravagancias y proezas tabernarias: había visto en los teatros una pieza suya titulada El que nace para ochavo, no desprovista enteramente de gracia: no quise, pues, perder la ocasión de conocerle. A los pocos pasos encontré a Urbano González Serrano, conocido seguramente de todos mis lectores, y le invité a venir conmigo, lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigimos al lugar que me habían designado, o sea, la acera de la calle de Sevilla colocada en el sitio de los recientes derribos, donde tumbado boca arriba, con la cabeza apoyada en una piedra y expuesto a los rigores del sol, vimos a un mendigo sucio y desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocurrir que aquel hombre fuese Pelayo del Castillo! Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas.

Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin nuestros ojos se encontraron y le pregunté recelosamente designando al mendigo:

—¿Será ese?

—¡Imposible!—replicó Serrano.

No obstante, en la frente de aquel hombre había algo que no suele verse en las de los braceros; era una frente degradada, pero era una frente donde se había pensado. Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente:

—Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo?


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 75 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, Siete, Ocho, Nueve y Diez

Arturo Robsy


Cuento


¿Cómo? Así de fácil: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez: lo que se tiene que decir en voz alta antes de enfadarse, antes de tomar una decisión importante. Así la ira se toma un respiro y el seso dispone de un poco más de tiempo para restablecer el orden de lo conveniente y de lo inconveniente.

¿Es que nadie le ha dicho a usted que cuente hasta diez antes de enfadarse? Naturalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.

Esto es, más o menos, lo que cientos de españolitos se repiten en el exilio social y económico en que viven más allá de nuestras fronteras. Es, sin duda, el encantamiento del que se valen (uno, dos, tres, cuatro, etcétera) para pasar, por unas tragaderas bastante anchas ya, insultos e injusticias que reciben en el extranjero solo por ser españoles, solo por haber tenido que emigrar en busca de dinero, ya que no en busca de una vida mejor y más digna.

Existe un catálogo de las cosas que diariamente degluten los españolitos en el extranjero, una lista de insultos y desdenes que se ven obligados a soportar una considerable cantidad de miserias a que les someten sus compadres europeos de los países subdesarrollados. Superdesarrollados —entendámonos— en algunas cosas que nada tienen que ver con la buena educación.

Todo esto —y algo más— se lo decía un hombre de experiencia; un tipo seco, bajito y moreno, con una incipiente calva en el occipucio, superviviente de unas cuantas aventuras emigratorias de las que no volvió ni más rico, ni más culto, ni más rubio, ni más nada... salvo, quizá, más explotado, más decepcionado y, si se me permite decirlo, más cabreado que nunca.

Este hombre está de vuelta ahora. Tiene siete u ocho años más que cuando atravesó la frontera por primera vez y muy poca confianza en los milagros económicos que, según él, se hacen con el sudor y las manos de los obreros importados.


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Licencia limitada
6 págs. / 11 minutos / 131 visitas.

Publicado el 2 de abril de 2019 por Edu Robsy.

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