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El Baile del Querubín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi infancia ha sido de las más divertidas y alegres. Vivían mis padres en Compostela, y residían en el caserón de nuestros mayores, edificio vetusto y ya destartalado, aunque no ruinoso, amueblado con trastos antiguos y solemnes, cortinas de damasco carmesí, sillones de dorada talla, biombos de chinos y ahumados lienzos de santos mártires o retratos de ascendientes con bordadas chupas y amarillentos pelucones. Próxima a nuestra morada —si bien con fachada y portal a otra calle— hallábase la de la hermana de papá, a la cual también favoreciera el Cielo otorgándole descendencia numerosa —nueve éramos nosotros, cinco hermanos y cuatro hermanas—. Con docena y media de compañeritos y socios, ¿qué chiquillo conoce el aburrimiento?

No inventa el mismo enemigo del género humano las diabluras que sabíamos idear, cuando nos juntábamos los domingos y días de asueto en alguna de las dos casas. No dejábamos títere con cabeza; y comoquiera que entonces no se estilaba aún lo de sacar a los chicos al campo, para que esparzan el hervor de la sangre rusticándose y fortaleciéndose, nosotros, con la vivienda por cárcel, nos desquitábamos recorriéndola en todos sentidos, de alto a bajo y de parte a parte, a carreras desatinadas y con gritos dementes; rodando las escaleras, disparándonos por los pasamanos, empujándonos por los pasillos, columpiándonos en el alféizar de las ventanas y hasta saliendo por las claraboyas de las buhardillas a disputar a los zapirones de la vecindad el área habitual de sus correteos.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 70 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Guapeza Valenciana

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del Cubano. La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a su estilo de caballero andante por la fuerza de su brazo, los que formaban la guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de tenor en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.

El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta, mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos de la vecindad que asomaban curiosos, a la puerta, señalando con el dedo a los más conocidos.

La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! Que era un verdadero acontecimiento ver reunidos en una sola familia bebiendo amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las Casas de Socorro y no menos fatiga de la Policía, que echaba a correr a los primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 93 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Los Dos Memoriales

Fernán Caballero


Cuento


En una de las humildes casas cobijadas por techos de anea o chamiza, de los que en casi su totalidad se compone el pueblo de Dos Hermanas, estaba, a fines del verano de 1862, una anciana, en cuyo expresivo rostro se pintaba la aflicción y la angustia, ocupada en reunir unas sillas bastas, unos cuadritos y otros enseres de poco valor, pero de gran precio para su dueña, pues constituían todo su ajuar.

—¿Qué está usted haciendo, tía Manuela? —la preguntó otra mujer joven y alta, cuyas ropas raídas demostraban suma pobreza, y cuyo semblante abatido atestiguaba también en ella pesares—. ¿Se va usted a mudar?

—Yo, no, Josefa, hija —contestó la anciana—, pero voy a mudar mi ajuar. Arrepara el techo de mi casa, que se ha vencido y está para desplomarse, por lo que voy a pedirle a Rosalía que me recoja estos chismes en su casa.

—Yo ayudaré a usted a mudarlos —repuso la joven, y cargando con parte del ajuar, precedida por la dueña, que llevaba lo restante, atravesaron la calle y entraron en la casa de la indicada vecina.

—¿Qué es esto, tía Manuela? —exclamó ésta al verla entrar—. ¿La echan a usted de su casa?

—Sí, hija —contestó la interpelada—; me echan y con cajas destempladas, esas nubes, que si les da gana de descargar, van a hacer de mi casa un lodazal, pues el techo, que es más viejo que yo, se ha vencido y está hecho una criba. Quiero, al menos, resguardar mi ajuar, y para eso déjame, hija, que lo meta en tu sobrado, y Dios te premiará la buena obra.

—Sí, señora, con mil amores; pero usted, ¿qué se va a hacer sin su ajuar?

—No lo sé, hija; pero como tenerlo en casa es lo mismo que tenerlo en la calle, preciso era buscar donde cobijarlo.

—El caso es, tía Manuela, que si usted no ve de componer el techo de su casa, se le va a desplomar a las primeras aguas de la otoñada, y ya no será mojados, sino aplastados, como van ustedes a hallarse.


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12 págs. / 22 minutos / 99 visitas.

Publicado el 2 de enero de 2019 por Edu Robsy.

Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.


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12 págs. / 22 minutos / 58 visitas.

Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Las Dos Noblezas

Antonio de Trueba


Cuento


Este era un Rey muy bueno y querido de sus vasallos; pero tenía sus rarezas, como á todos nos sucede; entre ellas, la de no permitir en su reino, y menos en su corte, el ejercicio de artes mecánicas, tales como la zapatería, porque decía que tales artes eran opuestas á la nobleza que quería conservar en su reino en toda su pureza y esplendor. Reyes así serán muy buenos, pero á mí no me gustan, acaso porque yo no entiendo de estas cosas. Preguntando al buen anciano que me contó este cuento que pensaba de tales Reyes y que de los que pecaban en el extremo opuesto, se limitó á contestarme: «¡Mal año para ellos!»

El Rey era viudo y tenía una hija por quien deliraba, creyéndola la chica más hermosa de este mundo. La Princesa era, en efecto, un prodigio de hermosura y gracia; sobre todo, su pie era una maravilla por lo chiquirritito y mono; y era de suponer que de allí arriba todo correspondiese al pie, inclusa la pantorrilla, que era preciosa, según decían todos los que habían logrado ver un poquito de ella al levantar la Princesa el vestido con mucha monería para pasar algún charco.

Allí todos los artefactos se traían de tierra extranjera, porque no se permitía fabricar ninguno en el reino, y, por consiguiente, también el calzado era allí extranjero. Como el pie de la Princesa era un pie de ángel, era casi imposible que hombres le hiciesen zapatos como es debido, y mucho más imposible haciéndolos sin medida.

El Rey estaba disgustadísimo con esto último, y por más que preguntaba á sus nobles ministros y cortesanos cómo se podría remediar tan grave inconveniente, no acertaba á remediarle, porque todos sus cortesanos y ministros se encogían de hombros cuando S. M. los consultaba sobre asunto tan importante y transcendental.


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12 págs. / 22 minutos / 46 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre Pájaro

Antonio de Trueba


Cuento


I

Niños, decía un maestro de escuela á sus discípulos, no hagáis porquerías, porque los cerdos las aprenden, y hartas saben ellos sin enseñarles más.

Recuerdo esto para que se me perdone el que calle el nombre del pueblo donde pasó lo que voy á contar, porque hartas cosas saben los pueblos para darse mate unos á otros, sin que les enseñemos más los que nos dedicamos á recoger cuentos populares para pulirlos y aderezarlos de modo que regocijen y enseñen un poco y no sean indignos de ingresar en la literatura patria, como lo son cuando los recogemos baboseados de boca del vulgo.

Erase un pueblecillo, no se si de la Rioja ó de Navarra ó de Aragón, cuyo nombre pertenece á los innumerables geográíicos de España que, hijos de la primitiva lengua ibérica, aun subsistente como por milagro de Dios en un rinconcillo sombreado por los montes Pirineos, no los conoce ya como talos ni la madre que los parió, que hasta pasa por el dolor de que cuando por instinto maternal ó por rasgos fisonómicos que observa en ellos sospecha que son sus hijos y quiero cerciorarse de si lo son ó no, la echan enhoramala hasta los más presumidos de sabios, diciéndole que no sea mentecata, pues aquellos nombres son griegos, ó árabes, ó celtas, ó liebre os, ó latinos, ó cualquiera otra cosa que la pobre señora no sospecha, cegada por preocupaciones de la tierra donde se refugió huyendo de invasiones extranjeras.

El pueblecillo de mi cuento está situado en un valle tan estrecho, que carece casi en absoluto de tierra siquiera un poco llana para el cultivo de cereales que no gusten de la costanera como gusta la vid, según el proverbio latino Bacus amat colles: y así los vecinos tienen que subsistir casi exclusivamente del cultivo de esta última planta, que se extiende por ambas vertientes del vallejuelo.


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12 págs. / 22 minutos / 64 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Doctor Pértinax

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


I

El sacerdote se retiraba mohíno. Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.

—¡Perro judío! ¡Si no fuera por la manda, ya iría yo aguantando el olor de azufre que sale de tu cuerpo maldito!... ¡No confesará ni a la hora de la muerte!...

Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo.

—¡Agua! —exclamaba el mísero filósofo.

—¡Vinagre! —contestó la vieja, sin moverse de su sitio.

—Mónica, buena Mónica —prosiguió el doctor, hablando como pudo—, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel..., tu conciencia te lo premie...; esto se acaba... llegó mi hora, pero no temas...

—No, señor; pierda usted cuidado...

—No temas; la muerte es una apariencia; sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte...

Yo expiro, es verdad, nada queda de mí..., pero la especie permanece... No es sólo eso: mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame agua.

Mónica vaciló, y, ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no se qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.

Mónica, gracias, y adiós; es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos, que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque ésta es la hora de las grandes verdades.

Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.


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Publicado el 27 de noviembre de 2016 por Edu Robsy.

El Espíritu Moderno

José María de Pereda


Cuento


I

Hace doce años, hallándome de visita en casa de una señora respetable (adjetivo con que se expresaba entonces en Santander cuanto de finura, prosapia, posición social y talento cabía en una mujer), hablaba con ella de la vida del campo, en el cual acababa yo de pasar unos días.

—¿Es posible—me decía la culta dama—que una persona de cierta educación se resigne á vivir en la soledad de una aldea?

—Sí, señora—le respondí yo,—y encontrando en ella goces tan grandes como los que proporciona la ciudad.

—No lo creo. Empiece usted por las malas condiciones de la habitación.

—Perdone usted, señora: la casa de una persona acomodada de aldea es más espaciosa, y hasta más cómoda, que la mejor de la ciudad.

—¿Qué está usted diciendo?… Las casas de aldea…. ¡Jesús!, unas tejavanas miserables, obscuras, lóbregas…, sin un mal balcón….

—Tres tiene la en que yo nací…, y bien grandes, por cierto.

—¿Es posible?

—Y en el menor salón de aquella casa cabe muy holgadamente ésta en que ahora estamos.

—Usted se burla.

—No vendría muy al caso.

—Pues digo bien. ¿No estoy yo cansada de ver casas de aldea en Miranda, en Cueto, en San Juan?… Y eso que, según me han dicho, estas casas son palacios, comparadas con las de las aldeas del interior.

—Vuelvo á repetir á usted que la mía, si no tan lujosa como ésta y otras semejantes, es bastante más cómoda que todas ellas, pudiendo también asegurar, pues las he visto, que hay casas de aldea en esta provincia que contienen cuanto puede apetecer la persona más escrupulosa y exigente.

—Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!…

—Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo.


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12 págs. / 22 minutos / 51 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Última Calaverada

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Tengo la seguridad (dijo el Marqués, encendiendo otro cigarro) de que, si se examinara la vida de todos los grandes calaveras arrepentidos, se encontraría que perdieron su última batalla; quiero decir, que su última calaverada fue un chasco, una derrota, un Waterlóo.

—¡Qué reaccionario es este Marqués! ¡Miren Vds. con qué arte, en el símil de que se ha valido, la virtud hace el papel de la Santa Alianza, restauradora de Luis XVIII y del antiguo régimen!

—También se podría decir (replicó el preopinante) que, en mi símil, la virtud hace el papel de la árida roca de Santa Elena, dado que ese fue el camino que tomó Napoleón después de su derrota…

—¡Pero no lo tomó sino a la fuerza, señor Marqués, e intentó muchas veces escaparse!

—Pues entonces, Duque, prescindamos del símil. En cambio estoy más decidido que nunca a sostener mi tesis: «Nadie ha dejado de ser calavera al día siguiente de un triunfo. Todos los Lovelaces se han abrazado a la virtud al día siguiente de un descalabro».

—Marqués (exclamó el General X., que hasta entonces había callado): ¡mucho insiste usted en esa idea; lo cual me hace presumir si hablar a V. por experiencia propia! —¡Usted fue muy calavera en su juventud!

—¡Nada más que lo puramente necesario!

—Y luego, de pronto, se convirtió V. en hombre de bien cuando aún podía aspirar a nuevas glorias…

¡Ya lo creo! Todavía no contaba treinta años cuando me retiré del mundo y me casé con Eloísa… ¡No esperé, como Carlos V, a estar lleno de reumas para abandonar los campos de batalla!…

—Pues vamos a ver: compruébenos la tesis, contándonos la derrota que precedió a su retirada de V. a Yuste.

—Sí, sí… ¡que la cuente!


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12 págs. / 22 minutos / 82 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Chiflón del Diablo

Baldomero Lillo


Cuento


En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.


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12 págs. / 21 minutos / 1.083 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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