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La Biblioteca Nacional

Armando Palacio Valdés


Cuento


Madrid posee una biblioteca nacional. Esta biblioteca se halla situada en la calle del mismo nombre que desemboca por un lado en la plaza de la Encarnación y por el otro en la de Isabel II. Es fácil reconocer el edificio. Además, posee en el barrio de Salamanca los cimientos de una nueva biblioteca construidos con todo lujo, perfectamente resguardados de la intemperie y rodeados de una bonita verja. Con tales elementos es fuerza convenir en que la capital de España no carece de medios de instrucción y que todo el que desee estudiar puede hacerlo. No obstante, una cosa me ha sorprendido siempre, y es que la biblioteca nacional no está tan concurrida como debiera suponerse, dado el número de habitantes y su reconocida afición a meterse en todos los sitios donde no cueste dinero. Quizá dependa de hallarse cerrada la mayor parte de las horas del día y de la noche. En cuanto a los cimientos, a pesar de ser tan bellos y sólidos, están siempre desiertos, lo cual les da un cierto aspecto de necrópolis pagana, no ciertamente en consonancia con los fines de su instituto, como dijo Pavía el del 3 de Enero hablando de la Guardia civil.

Pero dejando a un lado los cimientos, cuya importancia me complazco en reconocer y acerca de los que no será esta la última palabra que diga, y volviendo a la antigua biblioteca donde el gobierno de Su Majestad distribuye la ciencia por el sistema dosimétrico, esto es, en pequeñas dosis y repetidas, diré primeramente que tiene un portal muy análogo a una bodega, donde los sabios de mañana aguardan, tiritando y dando estériles patadas contra las losas para calentarse los pies, a que les abran la puerta. El frío es por naturaleza anti-científico, y desde los tiempos más remotos se ha ensañado siempre con los sabios. De aquí los sabañones que tanto caracterizan a los hombres de ciencia.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 72 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Minuto Fatal

Armando Palacio Valdés


Cuento


Hay horas para mí negras, amargas como la del huerto de Gethsemaní. Al contemplar la lucha incesante y cruel de todos los seres vivos, al tropezar dondequiera con la hostilidad y el egoísmo, me siento desfallecer como el Hijo del Hombre. Entonces, en este minuto aciago de desaliento y de duda, cuando miro caer pieza por pieza y derrumbarse ese mundo que la fe en Dios y el amor entre los hombres había levantado en mi conciencia, no me bastan los filósofos, no me bastan los poetas. Las palabras, por hermosas y concertadas que sean, no penetran en mi corazón. Quiero oír el acento de Dios, quiero ver su mano poderosa. Y me refugio en los conciertos de Weber o en las sinfonías de Beethoven, o bien corro al Museo y me coloco delante de los cuadros de Rafael y de Tiziano. Si esto no puedo, saco del armario un precioso grabado que allí guardo y representa un naufragio. Un buque de alto bordo, repleto de pasajeros, se va a pique por momentos. Los tripulantes, locos de terror, se encaraman por la borda sobre el aparejo y tratan de apoderarse todos al mismo tiempo de un bote salvavidas. Los más fuertes consiguen tocarlo ya con sus manos. Pero en aquel momento vacilan y vuelven la cabeza hacia un grupo de mujeres y niños que elevan hacia ellos sus débiles brazos suplicantes. Debajo de este admirable grabado hay estampadas en inglés las siguientes palabras:

«¡NIÑOS Y MUJERES, DELANTE!»


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 72 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Último Paseo del Doctor Angélico

Armando Palacio Valdés


Cuento


Aunque la enfermedad había hecho ya progresos terribles, y era grande su debilidad, todavía se obstinaba Jiménez en pasear. En uno de los últimos días fuí a su casa, y, como siempre, me invitó a dar una vuelta por los contornos. Era ya bastante tarde; así que no pudimos alejarnos mucho. Cuando regresamos, la noche estaba cerrando: sólo allá en el horizonte se advertía una débil claridad crepuscular que hacía más negra la llanura. Nos aproximábamos a las casas del barrio habitado por mi amigo, cuando vimos venir hacia nosotros una mujer que con grandes voces festejaba a un niño de pocos meses que llevaba entre los brazos: «¿Quién es el sol de mi vida? ¿Quién es el rey de la tierra? ¡Di, lucero!, ¡di, clavel! ¿A quién adora su madre? ¿Quién es la alegría?, ¿quién es la gloria?»

Y tales gritos iban seguidos de sonoros besos y fuertes zarandeos que el tierno infante soportaba pacíficamente, agradeciéndolos en el fondo de su corazoncito, pero sin manifestarlo de un modo ostensible. Y cuanto más reservado se mostraba el infante, más arreciaba la madre con sus gritos y zarandeos. Cruzó a nuestro lado sin vernos; tal era su entusiasmo. Jiménez y yo nos detuvimos y la seguimos con la vista sonrientes y satisfechos. A larga distancia todavía se escuchaban sus gritos amorosos.

—Contempla a esa madre con su hijo entre los brazos—profirió Jiménez—. ¡Qué fuerte magnetismo los atrae! ¡Cómo suenan sus besos! ¡Cuán ciertos están de su amor!... ¡Ah!, si en esta breve y mísera existencia sólo estamos ciertos de lo que amamos, amando a Dios, no dudaríamos de que existe.

—Pero ¿cómo amar a Dios, Jiménez, suponiéndole autor o causa de nuestros dolores?


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Dominio público
40 págs. / 1 hora, 10 minutos / 72 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Eulalia

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


I

Larga hilera de álamos asomaba por encima de la verja su follaje que plateaba al sol. Allá en el fondo, albeaba un palacete moderno con persianas verdes y balcones cubiertos de enredaderas. Las puertas, áticas y blancas, también tenían florido y rumoroso toldo. Daban sobre la carretera y sobre el río. Cuando Eulalia apareció en lo alto de la escalinata, sus hijas, tras los cristales del mirador, le mandaban besos. La dama levantó sonriente la cabeza y las saludó con la mano. Después permaneció un momento indecisa. Estaba muy bella, con una sombra de vaga tristeza en los ojos. Suspirando, abrió la sombrilla y bajó al jardín. Alejóse por un sendero entre rosales, enarenado y ondulante. El aya entonces retiró a las niñas.

Eulalia salió al campo. Su sombrilla pequeña, blanca y gentil, tan pronto aparecía entre los maizales como tornaba a ocultarse, y ligera y juguetona, volteaba sobre el hombro de Eulalia, clareando entre los maizales como una flor cortesana. A cada movimiento, la orla de encajes mecíase y acariciaba aquella cabeza rubia que permanecía indecisa entre sombra y luz. Eulalia, dando un largo rodeo, llegó al embarcadero del río. Tuvo que cruzar alegres veredas y umbrías trochas, donde a cada momento se asustaba del ruido que hacían los lagartos al esconderse entre los zarzales y de los perros que asomaban sobre las bardas, y de los rapaces pedigüeños que pasaban desgreñados, lastimeros, con los labios negros de moras… Eulalia, desde la ribera, llamó:

—¡Barquero!… ¡Barquero!…

Un viejo se alzó del fondo de la junquera donde adormecía al sol. Miró hacia el camino, y cuando reconoció a la dama, comenzó a rezongar:

—Quédeme en seco… Apenas lleva agua el río… De haberlo sabido…

Arremangóse hasta la rodilla, y empujó la barca medio oculta entre los juncales. Eulalia interrogó con afán:

—¿Hay agua?


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Dominio público
17 págs. / 30 minutos / 72 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Fuerza Omega

Leopoldo Lugones


Cuento


No éramos sino tres amigos. Los dos de la confidencia, en cuyo par me contaba, y el descubridor de la espantosa fuerza que, sin embargo del secreto, preocupaba ya á la gente.

El sencillo sabio ante quien nos hallábamos, no procedía de ninguna academia y estaba asaz distante de la celebridad. Había pasado la vida concertando al azar de la pobreza pequeños inventos industriales, desde tintas baratas y molinillos de café, hasta máquinas controladoras para boletos de tranvía.

Nunca quiso patentar sus descubrimientos, muy ingeniosos algunos, vendiéndolos por poco menos que nada á comerciantes de segundo orden. Presintiéndose quizá algo de genial, que disimulaba con modestia casi fosca, tenía el más profundo desdén por aquellos pequeños triunfos. Si se le hablaba de ellos, concomíase con displicencia ó sonreía con amargura.

—Eso es para comer, decía sencillamente.

Me había hecho su amigo por la casualidad de cierta conversación en que se trató de ciencias ocultas; pues mereciendo el tema la aflictiva piedad del público, aquéllos á quienes interesa suelen disimular su predilección, no hablando de ella sino con sus semejantes.

Fué precisamente lo que pasó, y mi despreocupación por el qué dirán debió de agradar á aquel desdeñoso, pues desde entonces intimamos. Nuestras pláticas sobre el asunto favorito, fueron largas. Mi amigo se inspiraba al tratarlo, con aquel silencioso ardor que caracterizaba su entusiasmo y que sólo se traslucía en el brillo de sus ojos.

Todavía le veo pasearse por su cuarto, recio, casi cuadrado, con su carota pálida y lampiña, sus ojos pardos de mirada tan singular, sus manos callosas de gañán y de químico á la vez.


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Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 72 visitas.

Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.

El Regalo

Leónidas Andréiev


Cuento


I

—¡Vuelve!—suplicó por tercera vez Senista.

Y por tercera vez, Sazonka se apresuró a responder:

—¡Claro que volveré! No tengas cuidado. Ya te he dicho que volveré.

Y callaron de nuevo.

Senista estaba acostado boca arriba, cubierta hasta la barbilla por una sábana gris de hospital, y no apartaba los ojos de Sazonka. Deseaba que su visitante permaneciese allí todo el tiempo posible, que no se marchase. Imploraban los ojos la promesa de no dejarle abandonado a la soledad, al dolor y al miedo.

Sazonka se aburría y quería marcharse; pero no sabía cómo hacerlo sin ofender al muchacho enfermo. Tan pronto empezaba a levantarse de la silla con la intención firme de irse, como se sentaba de nuevo decididamente, cual si lo hiciese para toda la vida. Seguiría aún un rato, si tuviera de qué hablar; pero no sabía qué decirle al enfermo, todos sus pensamientos eran tan estúpidos que le avergonzaban. Se le ocurría, por ejemplo, llamar a Senista Semeño Erofeevith, como a un personaje, lo que sería cómico y tonto; pues Senista no era sino un aprendiz, mientras que Sazonka era el ayudante del maestro, bebía artísticamente "vodka" y si le llamaban Sazonka era por una añeja costumbre, que el tiempo había consagrado. Se consideraba punto menos que jefe del taller, y no hacía quince días que le había dado a Senista la última bofetada. Aquello estuvo mal, pero no era cosa tampoco de ponerse a hablar de ello.

Sazonka empezó, resueltamente, a levantarse de la silla con intención de irse; pero, sin haber acabado de separar las posaderas del asiento, volvió sobre su acuerdo, tomó de nuevo una postura reposada y dijo, con un tono mitad de reproche, mitad de consuelo:

—¡Qué diversión! ¿Te duele?

Senista hizo un signo afirmativo con la cabeza, y dijo suavemente:

—Bueno, tienes que irte ya; si no te reñirán.


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Dominio público
9 págs. / 16 minutos / 72 visitas.

Publicado el 20 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Hidalga Campesina

Aleksandr Pushkin


Cuento


I

La finca de Iwan Petrovitch Berestow estaba situada en una de las provincias más apartadas de Rusia. Bereatow, habia servido durante su juventud. en la guardia imperial pero se retiró á principios del año 1797 y marchó al pueblo de su pertenencia, no volviendo á hacer más viajes. Su mujer, oriunda de familia pobre, murió de resultas de un parto á tiempo de hallarse él bastante lejos del pueblo, pero los cuidados de que había menester su hacienda le consolaron pronto de tan dolorosa pérdida y después de haber edificado una casa conforme á un plan ideado por él, fundó en sus tierras una fábrica de paños; acrecentó sus ingresos y dió en considerarse el hombre de más capacidad de la comarca, en lo que no le llevaban la contraria sus vecinos, puesto que venían á menudo á pasar temporadas en su casa, con sus familias y sus perros. Usaba los días de trabajo un chaquetón de pana y los de fiesta una levita de paño, hecho en casa; él mismo llevaba las cuentas y nunca leía nada, como no fuera la Gaceta del Senado. En general, le querían, aún teniéndole por orgulloso y no había más que un vecino, Gregorio Iwanoviteh Muronsky que estuviera en pugna con él. Este último era el tipo más perfecto que darse puede del señor ruso. Después de dilapidar en Moscou la mayor parte de su fortuna de enviudar casi al mismo tiempo, marchó al último pueblo que le quedaba y siguió malgastando el dinero, aunque de distinta manera. Lo que tenía lo empleó en hacer un jardín á la inglesa; en vestir á sus lacayos, con trajes de jokeys; en tomar para sus hijas una institutriz británica y en labrar sus tierras según el método inglés; pero ha dicho muy bien un poeta que el trigo ruso no crece á la extranjera, y esto lo demostrá el hecho de que aun disminuyendo los gastos considerablemente, los ingresos de Gregorio Iwanovitch no autuentaron y hasta se vió en la necesidad de contraer deudas.


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Dominio público
22 págs. / 40 minutos / 72 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2025 por Edu Robsy.

Don Dimas y su Última Aventura

Arturo Robsy


Cuento


Hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.

Se dice —y no lo suficiente— que 10.000 niños mueren al día de hambre.

De HAMBRE. En Zambia, sin ir más cerca, de cada cuatro recién nacidos, uno muere indefectiblemente. Solamente en Asia hay más de mil millones de analfabetos, un poco menos del tercio de la población mundial. Y, por si fuera poco, diariamente nacen más de 187.000 pequeños terrestres.

Se dicen otras cosas sin el eficaz apoyo de la estadística: subidas de precios; salarios poco, muy poco elásticos; disminuciones en la habitual corriente turística y aumento de contaminadores y contaminantes...

Hemos de reconocer que el mundo va mal, muy mal.

Y si no, pregúnteselo al bueno de Don Dimas. Poquita cosa él. Dueño de un nombre con sonido de campanilla (Don-Di-mas); siempre agazapado tras su sonrisa de conejito bueno; con los ojos continuamente abiertos, quizá de miedo... Y eso que Don Dimas ni era analfabeto ni nació en Asia ni se murió de hambre.

Le mató el corazón. De golpe. El corazón mata de diversos modos. A veces presenta su tarjeta de visita y aguarda pacientemente. En ocasiones se contenta con un par de timbrazos previos. En otras... nada: echa abajo la puerta y no da tiempo ni a decir "Jesús".

Don Dimas tuvo una muerte de este tercer tipo, que es el más cómodo para el que se va y el más incómodo para los que se quedan. ¡Qué de sobresaltos! El corazoncito de Don Dimas estaba fatigado ya: sesenta años de esfuerzos más o menos intensos y, por supuesto, de sinsabores.


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Licencia limitada
5 págs. / 9 minutos / 71 visitas.

Publicado el 31 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

Un Triunfo Más

Joaquín Dicenta


Cuento


Fue una verdadera desgracia para la condesa el fallecimiento de su marido.

Eran tan felices, formaban tan encantadora pareja, el uno con su bigotillo negro vuelto hacia arriba, sus ojos pardos y asombrados, su talle elegante y su aristocrático monocle, y la otra con sus pupilas azules, sus cabellos rubios, su cutis blanco y fino, su impertinente de concha, que resultaba difícil tropezar con matrimonio más igual en su clase.

Uníales su origen, por línea directa, a familias de rancio y empingorotado abolengo, llevaban cinco o seis títulos nobiliarios a la cola de sus apellidos, y tenían un par de millones de renta entre los dos; a ella la trajeaba la modista más famosa de París; a él el sastre más caro de Londres; ella poseía las mejores joyas de la corte; él los mejores caballos, y ambos un palacio magnífico y dentro del palacio habitaciones separadas.

En punto a cultura, no hay que decir; había visitado las principales capitales y los balnearios más lujosos de Europa; la condesa sabía cuatro idiomas; el conde cinco; de castellano no andaban muy bien; pero ¿para qué lo querían ellos? En el Real, su teatro predilecto, se habla, o mejor dicho, se canta en italiano; sus conversaciones particulares eran un pisto lingüístico, en el cual pisto entraba el castellano de contrabando y vergonzosamente; cuando por casualidad o por compromiso veíanse obligados a asistir a los teatros serios donde se representa en español, sus nociones, aunque rudimentarias, eran suficientes a entender, ya que no comprender, lo que los cómicos decían. En punto a lecturas tampoco echaban de menos el lenguaje patrio, porque la condesa no ojeaba más que la «Mode de París» y alguna novelita, francesa también; y el conde con la revista hípica que le remitían de Inglaterra todas las semanas tenía más que sobrado pasto para su entendimiento; las facultades digestivas de sus cerebros no toleraban otro género de manjares.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 71 visitas.

Publicado el 21 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

Historia Verdadera

Manuel Payno


Cuento


Dos jóvenes románticos

Era una tarde nublada; el sol se había ocultado entre las nubes, y se reflejaba en las aguas del Sena un cielo opaco y triste: un joven de dieciséis a veinte años estaba en pie en un puente con los ojos fijos en el río; en sus siniestras miradas se advertía que luchaba con una grande agitación, y padecía su alma violentos combates. Una mano que le tocó al hombro suavemente le arrancó de su meditación.

—Amadeo, ¿qué te ha sucedido? ¿En qué piensas?

—Pienso, Eduardo, en este momento remover con mi cuerpo las aguas tranquilas del Sena.

—Loco, ¿tú te chanceas? No serías capaz de hacerlo.

—¿Que no sería? ¡Oh!, si tú quieres presenciarlo, no gustaré morir dejando la fama de embustero o charlatán.

Y al decir esto hizo un hincapié para precipitarse en el río; pero su compañero logró asirlo de un faldón de su huácaro; el cuerpo de Amadeo estaba balanceándose, y su compañero hacía esfuerzos prodigiosos para sostenerlo, gritó, acudió gente y lograron poner en salvo al desventurado que estaba tan peleado con la vida.

Amadeo quedó sin sentido, respiraba apenas, y aunque se había resuelto al parecer con tanta frialdad, a perder la vida, se conocía en esto claramente el esfuerzo que hace el hombre sobre sí mismo al privarse de la existencia. Eduardo lo condujo a su casa, donde le suministró todos los auxilios necesarios para que recobrara el uso de los sentidos.

—Parece que te vas recuperando un poco, Amadeo —le dijo su amigo cuando lo vio entreabrir los ojos.

—Sí, algún tanto, Eduardo, gracias, gracias, es algo salada la maldita agua del Sena, y aún tengo el estómago lleno… Dios me ampare, qué agonía tan horrible se siente cuando uno se está ahogando: por cierto escogeré mañana otro género de muerte más violenta.

—Duerme, y descansa, Amadeo; cuando despiertes encontrarás tu estómago más vacío.


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6 págs. / 11 minutos / 71 visitas.

Publicado el 19 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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