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En Candelero

José María de Pereda


Cuento


—Que va a Alicante; que prefiere a Valencia; que acaso se decida por Barcelona.

—Que ya no va a Barcelona, ni a Valencia, ni a Alicante, porque viene a Santander.

—Que ya no va a ninguna parte.

—Que le son indispensables los baños de mar, y que tiene que tomarlos.

—Que se decide por la playa del Sardinero.

—Que vendrá en julio; que acaso no pueda venir hasta principios de agosto; que lo probable es que ya no venga hasta muy cerca de setiembre.

—Que ya no viene ni en julio, ni en agosto, ni en setiembre.

—Que, por fin, viene, y se cree que se hospedará en una fonda del Sardinero.

—Que es cosa resuelta que llegará el tantos de julio, y que no se hospedará en el Sardinero, sino en la ciudad.

—Que no se sabe si le tendrá en su casa el marqués de X, o el conde de Z, o don Pedro, o don Juan, o don Diego.

—Que resueltamente se hospedará en casa del señor de Tal.

Eso, y mucho más por el estilo, cuentan, corrigen, desmienten, rectifican y aseguran todos los días estos periódicos locales, con el testimonio de los de Madrid y algunas correspondencias particulares, desde mayo a fin de julio, casi en cada año, refiriéndose a alguno de los personajes que a la sazón se hallen en candelero.

Un día vemos conducir a hombros, por la calle, una lujosa sillería, un espejo raro, una mesa de noche muy historiada... algo, en fin, que no se ve en público a todas horas; observamos que las señoras indígenas transeúntes se quedan atónitas mirando los muebles, y hasta las oímos exclamar: «Son para el gabinete que le están poniendo. El espejo es de Fulanita, la mesa de Mengaño y la sillería de Perengaño».

Y llega el tantos de julio; y por la tarde se ven fraques, levitas y tal cual uniforme, camino de la Estación, y además el carruaje que envía el señor de Tal, propio, si le tiene, y si no, prestado.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 40 visitas.

Publicado el 17 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

En Tiempo de Guerra...

Javier de Viana


Cuento


A Domingo Arena.


Avanzaban cortando campo, rehuyendo los caminos y los pasos reales, deslizándose por quebradas, internándose en serranías, aventurándose por picadas, entre montes espesos y pajonales cerrados. De día marchaban apareados, cambiando raras palabras de tarde en tarde; más al llegar la noche—noches obscuras, toldadas, sin luna, salpicadas apenas de escasas estrellas pálidas—Donato se adelantaba, ordenando silencio, por precaución y por evitar distracciones que hubieran podido hacerle perder el rumbo.

Policarpo, el hijo único del rico estanciero de Mazangano, había abandonado precipitadamente la ciudad, donde cursaba su estudios, para correr en busca del ejército revolucionario. Llegado a la estancia, puesto de acuerdo con el negrillo Donato, su compañero de infancia, confió a éste la dirección de la aventura, reconociéndole una superioridad campera, adquirida en los cuatro años que él había permanecido en la ciudad.

Y el negrillo ordenaba con insolente rigidez.

La noche estaba terriblemente obscura y el trote continuaba con su fatigosa monotonía. Policarpo había aflojado las riendas al zaino y dormitaba con las manos apoyadas en la cabecera del recado, el torso hecho un arco y la cabeza caída sobre el pecho. Pero un tropezón de la bestia, una sacudida demasiado violenta, lo obligaban a erguirse, a mirar, a pensar.


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Dominio público
1 pág. / 3 minutos / 40 visitas.

Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Primer Rancho

Javier de Viana


Cuento


Hubo una vez un casal humano nacido en una tierra virgen. Como eran sanos, fuertes y animosos y se ahogaban en el ambiente de la aldea donde torpes capitanejos, astutos leguleyos, burócratas sebones disputaban preeminencias y mendrugos, largáronse y sumergiéronse en lo ignoto de la medrosa soledad pampeana. En un lugar que juzgaron propicio, acamparon. Era en la margen de de un arroyuelo, que ofrecía abrigo, agua y leña. Un guanaco, apresado con las boleadoras, aseguró por varios días el sustento. El hombre fué al monte, y sin más herramienta que su machete, tronchó, desgajó y labró varios árboles. Mientras éstos se oreaban a la intemperie, dióse a cortar paja brava en el estero inmediato. Luego, con el mismo machete, trazó cuatro líneas en la tierra, dibujando un cuadrilátero, en cada uno de cuyos ángulos cavó un hoyo profundo, y en cada uno clavó cuatro horcones. Otros dos hoyos sirvieron para plantar los sostenes de la cumbrera. Con los sauces que suministraron las "tijeras” y las ramas de "envira” que suplieron los clavos, quedó armado el rancho. Con ramas y barro, alzó el hombre animoso las paredes de adobe; y luego después hizo la techumbre con la “quincha” de paja, y quedó lista la morada, construcción mixta basada en la enseñanza de dos grandes arquitectos agrestes: el hornero y el boyero.

Y así nació el primer rancho, nido del gaucho.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 40 visitas.

Publicado el 11 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Vencedura

Javier de Viana


Cuento


I

Continuas y copiosas habían sido las lluvias durante aquel invierno. Poco habían podido hacer los estancieros para reorganizar sus propiedades asoladas por la guerra. Los que llevaron ganados y tropillas al Brasil, regresaron con ellos flacos y enfermos. Los que tomaron parte en la lucha tenían sus campos despoblados: apenas una majadita para el consumo diario, unos cuantos jamelgos escuálidos y derrengados, y la esperanza en la primavera próxima para ver el engorde de los escasos vacunos, comprados á peso de oro, á pesar de su flacura.

De las huertas no quedaban más que uno que otro horcón del valladar de palo-á-pique, y el terreno desigual, rugoso, cuya fecundidad aprovechaban el cepa-caballo y la cicuta, la manzanilla cimarrona y el yugo colorado. Vacíos estaban los galpones, tapizados de polvo y ornados con grandes cenefas de telarañas.

Las lluvias y los vientos habían trabajado de firme en los techos de paja y en los muros de adobe de los ranchos que, respetados por el salvajismo partidario, no fueron reducidos á escombros por el fuego. En el redondel de las "mangueras" había crecido hierba, y el extenso playo que existió frente á la tranquera, cubierto de gramillas, se confundía con el terreno verde, no dejando más que una mancha blanca, á un lado, donde, en los ya distantes tiempos de labor, encendíanse los fogones para calentar los hierros de las marcas.

Ya no pacía cerca de las casas el ganado tambero, ni hozaban los porcinos, rodeados de patos y gallinas; y hasta la trillada senda que conducía á la enramada se había casi borrado, invadida por el pasto.

Dura había sido la prueba, y duro debía de ser el trabajo para recuperar lo perdido. El país era un enfermo que entraba en convalecencia tras los sacudimientos de dos años de convulsiones histéricas que agotaron sus fuerzas.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 40 visitas.

Publicado el 21 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

El Perro

Juan José Morosoli


Cuento


Martiniano rara vez se acercaba al fogón de la estancia como lo hacían frecuentemente los otros puesteros. Y cuando lo hacía era para sentarse y quedarse callado, fumando, la cabeza medio levantada como haciendo un esfuerzo para acordarse de algo. No parecía oír ni ver. Recibía el mate, lo devolvía, lo volvía a recibir, y de repente, como si alguien lo llamara, salía al campo, montaba y partía.

Le acompañaba siempre el perro.

Con decir "el perro" ya se sabía que era el de Martiniano, pues los otros perros tenían nombre, o se distinguían por "el perro de tal o cual". El perro se parecía a Martiniano en muchas cosas. Ni al llegar ni al partir se acercaba a los otros perros. Ni los otros a él. Alguna cosa rara había en aquel perro que le alejaba de los demás.

Los dos —hombre y perro— parecían siempre encerrados dentro de ellos mismos. Una soledad que les salía de adentro los alejaba de hombres y cosas.

El único que solía conversar con Martiniano —lo necesario entre peón y patrón— era don Ramón, el dueño de la estancia.

Y para eso don Ramón iba al puesto, pues Martiniano no consideraba una obligación suya ir a dar cuenta de cómo iban las cosas en el campo a su cargo.

* * *

Al fondo del puesto estaba el pastoreo oficial a cuyo frente cruzaba el camino real. Algún carrero conocido que largaba allí la boyada, conversaba con él. Es decir, tomaba mate y hacía preguntas a Martiniano.

Fue en uno de esos encuentros que un carrero mirando el perro dijo esto:

—¡Mire que el perro es animal de buen aprender!... ¡Este parece hecho pa usté...!

Martiniano calló un segundo y respondió:

—¡Psss!... El perro es sin fin...

Hizo otra pausa y agregó:

—Al cristiano lo entiende aunque no hable...

El otro preguntó:

—¿Será verdad que es al único animal que no lo come ningún bicho?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 40 visitas.

Publicado el 25 de febrero de 2025 por Edu Robsy.

La Nota Cómica

José Pedro Bellán


Cuento


—¡Cuidado! Rían Vds. más despacio, que pueden oirnos...

—¿Y qué quieres que haga, sino puedo impedirlo? —repuso Juana un tanto fastidiada, —que no cuente más.—Y una nueva carcajada ahogada por el pañuelo los unió indisolublemente. Sentados los cinco, habían formado una especie de círculo cerca del féretro, donde hablaban en voz baja, casi furtivamente, obligados por la seriedad del acto, del cual eran simples acompañantes.

Luis lograba al fin hacerse interesante. Cuando quedaron solos, el aburrimiento empezó a cortejarlos de tal manera que, si no mediara una vieja amistad con los de la casa, se hubieran ido con sus mamás en busca de Morfeo. Empezaron primero por sentir picazones en el cuerpo, luego el bostezo, después la pereza y ya llegaban al sueño involuntariamente, cuando a Luis, que había charlado de todo sin lograr entretenerlas, se le ocurrió contar un cuento gracioso y picaresco.

Al principio desesperó un poco de su intento; pero después, como sacara una consecuencia ocurrente de su narración, las muchachas sonrieron y se enderezaron en sus sillas. El éxito hizo que siguiera contando y una hora después la escena había cambiado. Recuerdos de cosas ridículas, exageraciones buscadas, observaciones del caso, todo se ríe y se festeja. El ánimo predispuesto a la risa lo encuentra todo de una comicidad inagotable. Del cuento a la anécdota, de la anécdota a la mentira, de la mentira a lo imbécil; etapa de la risa donde son los nervios los que ríen, los nervios desbocados, insoportables, a quienes se les ha dado demasiada fuerza y corren como correría una locomotora sin el cerebro que la dirige. Pero a pesar del contraste, a pesar de esa risa ahogada que escandaliza el silencio, la escena es lúgubre.


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4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Campanillita

Arturo Reyes


Cuento


I

Como claveteado en la típica montura jerezana, recto en ella como una pica; en una mano las riendas y la otra apoyada en la cadera; bañado en luz; luciendo el flamante marsellés de pana, el encarnado ceñidor y el amplísimo pavero, avanzaba el señor Joseito el Campanillea por la carretera de Almería una mañana de estío, ginete en una yegua, grande como la del Apóstol, que con la boca en el pretal, rectas como rehiletes las orejas, enarcado el robusto cuello y ondulante la larguísima cola, movía como por música los finísimos remos cuando...

—¿Aonde vá lo más retepinturero de los de pámpana amarilla de mi tierra?—preguntóle afectuosamente Isabel la Gallardota, asomándose á la puerta del ventorrillo que resguardaba del sol un enorme parral, del que pendían aterciopelados racimos.

—Hola, ¡primor de los primores! pos pá Cala der Morá; voy á ver si arrecojo unos pencos en sarmuera!—repúsole aquél, refrenando el paso de su cabalgadura.

—Y ¿no quiee su mercé hoy ni catar, tan siquiera, la sargalona?

—Pos ¿cuándo dije yo que nones arguna vez á cosas tan de mi gusto?—murmuró el señor Joseito; y después, arrojando una mirada escrutadora en el interior del establecimiento, continuó:—Pero tu hombre ¿por donde anda? ¿se lo han llevao los civiles?

—Mi hombre—repúsole la Gallardota dejando escapar un hondo suspiro—mi hombre anda aventao, desde jace ya cuatro días no le veo ni el pelo de la ropa, ni le jurgo los carcetines.

—Y eso ¿cómo y por qué? ¿es que le ha tocao la quinta?

¡Otra cosa es la que le debía tocar! pero ¿por qué no desmonta usté, y se sienta usté y se bebe usté un par de cholos, der que tenemos pá cuando vienen los príncipes?


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6 págs. / 12 minutos / 39 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

El Ángel

Gabriel Miró


Cuento


Eternamente volaba en lo recóndito del cielo. Lo más encandecido de la gloria circulaba como sangre por su naturaleza, y de lo mismo era el aire que levantaban sus alas y sus vestiduras.

Cuando fueron sumergidos en la condenación los ángeles rebeldes, se deslizó a las otras estancias celestiales que ellos habían perdido, y no se dió cuenta de su tránsito. Era dichoso en su vuelo de silencio y de indiferencia de espíritu puro.

Los querubines vibraban como élitros de oro; los serafines se abrasaban embelesadamente contemplando sin pestañear el trono del Señor; los arcángeles, estruendosos, terribles y magníficos, pasaban y volvían con sus atributos y misiones; y los hermanos del Ángel, los ángeles, volaban tendidos, verticales, arrodillados, en actitudes y ruedos graciosos de guirnaldas, glorificando la misma gloria con su felicidad, porque precisamente en su felicidad se cifraba su motivo y su valor eterno y su cántico sin garganta.

Poco a poco envejecía el mundo, según afirmaban los querubines, que siendo de cerebro alado podían saberlo todo. Y comenzaron a subir las almas de los escogidos. Tantas llegaban, que hasta el Ángel las vió. Y dijo: «¿Quién será esta gente?»

Entonces un querubín que cabeceaba entre la talla de un pilar, le explicó:

—Son criaturas bienaventuradas que vienen de la tierra.

—¿Para qué?

—Vienen a gozar del premio que han logrado con sus buenas obras.

—¿Y nosotros?

—Nosotros, no. Nosotros ya estamos sin haber hecho nada. ¡En cambio, repara cómo llegan esos!


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5 págs. / 9 minutos / 38 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Piedad Divina

José Antonio Román


Cuento


Por delante del supremo Tribunal de la Justicia Divina desfiló lentamente la procesión de almas, contritas las unas, meditativas las otras, todas cubiertas de largos sayales. El Padre Eterno estaba sentado en una enorme amatista; su augusta cabeza ceñida por una diadema de zafiros y su amplia barba infundían santo temor.

El Pensador fué á colocarse en la última fila, esquivo y receloso. Tanta magnificencia le mortificaba, y con los ojos dilatados por el asombro miraba aquel vasto salón que tenía por techumbre la bóveda estrellada y esos sitiales dispuestos en semicírculo, donde se instalaba ceremoniosa la Corte Celestial que venía á presenciar el juicio de las almas.

Principió el juzgamiento. Entonces se vió un espectáculo demasiado impresionador; las infelices almas á quienes el inapelable fallo de Dios condenaba al fuego eterno, se entregaban á lastimosos extremos de desesperación, ya se retorcían las manos hasta el crujimiento de los huesos, ya se humillaban en el polvo desgarrando sus vestiduras y haciendo sangrar sus carnes, siempre implorando piedad. Impasible, sin la menor muestra de compasión, en hierática actitud la vengadora diestra, Dios les indicaba la puerta Por ahí salían en tropel las desventuradas almas estremeciendo los aires con sus lamentos de dolor. Algunas, convencidas de la inutilidad de sus esfuerzos, tenían súbitas rebeliones y se erguían á manera de víboras pisoteadas; pero fulminadas por el fulgor de las miradas divinas se doblegaban y partían á su vez sollozantes y gemebundas. La sala se iba quedando desierta; apenas si restaban unas pocas que temblaban de terror.


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4 págs. / 8 minutos / 38 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre Malo

Javier de Viana


Cuento


Era día de hierra y el sol derramaba luz aquella mañana hasta enceguecer las cachillas.

En el gran corral de palo-a-pique, en medio de nubes de polvo, giraban inquietos los novillos de pezuña nerviosa y de mirada de fuego, rabiosos con el encierro.

Afuera, los pialadores escalonados en dos filas formando calle, esperaban, firmes sobre los garrones de acero, el lazo pronto, la vista alerta.

A un lado de la puerta, el inmenso fogón lanzaba llamaradas.

De pronto, el enlazador salía arrastrando un novillo, que al pisar la playa, enloquecido por el griterío del gauchaje, bajaba el testuz y emprendía la fuga. Diez, doce armadas silbaban en el aire, y la gran bestia, dando un bramido, se desplomaba ruidosamente. Un segundo despúes, los hombres estaban encima, lo liaban, lo oprimían...

—¡Marca! —gritaba uno.

Y desde el fogón, corriendo, el marcador acudía. El hierro, hecho ascua, hacía chirriar la piel, levantando una nubecilla de humo blanco y hediondo. Luego, mientras el animal, sangrante; dolorido y humillado, libre de los lazos, huía campo afuera, los gauchos, riendo y dicharachando, se acercaban al fogón en busca del trago, premio del pial.

En medio de la general alegría encendida en el alma de los gauchos por aquella ruda y arriesgada faena que formaba su diversión favorita, Mauro Núñez era la sola nota discordante. Alto, recio, algo cargado de espaldas, tenía una enorme cabeza boscosa, y de la cara, el único rasgo visible era la formidable nariz, que emergiendo de entre la frondosidad capilar, parecía una peña amarillenta en medio de un matorral de molles negros y enmarañados.

Mientras los otros hablaban, él gruñía; y cuando se reían los otros, él bramaba.

—¡Marcá! —gritábanle con apremio.

Y Mauro respondía furioso:

—¡Ya va, canejo! ¡No soy fierrocarril!...


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 38 visitas.

Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.

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