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El Sorbo del Heroísmo

Gabriel Alomar


Cuento


La gran ciudad donde vivíamos atravesó unos días trágicos. Una huelga enconada por la estulta dureza patronal y por la inhabilidad parcíalísima del Gobierno ensangrentó las calles. Recuerdo la mañana del entierro de uno de los compañeros, muerto á los dos días de ser herido por la fuerza pública. Era en una pobre casa de los arrabales. En la pequeña sala, un grupo nutrido de trabajadores esperaba. En medio de ellos, dos hombres cerraban el ataúd. De pronto, la viuda, desgreñada, lívida, ronca de imprecaciones y lamentos, salió de la mísera alcoba vacía. En brazos llevaba una criatura de tres años. Dominando su desesperación, acercóse al féretro y sobre la tapa, recién colocada, puso de pie al pequeño huérfano, sobrecogido y sin voz. La madre lo levantó no sé si como una bandera ó como una antorcha, sobre el cadáver del padre, y gritó:

—¡Es su hijo! ¡Vengadlo!

Puedes creer que aquel grito tenía una eficacia mucho mayor que todas las proclamas y todos los discursos.

Aquella noche, Alejo salió de su pisito miserable guardando una bomba en el bolsillo de su blusa. Se encaminó al teatro. Estaba decidido. Sentíase el vengador de los odios seculares amontonados sobre su carne de esclavo. Desde que había tomado su decisión no sé qué bienestar le inundaba, como si fuese el contragolpe de una justicia consumada... ¿La vida? ¿Qué le importaba perder la vida? Vagamente, á través de sus lecturas de azar mal comprendidas, pudo beber el ansia de la gloria como un veneno mortal: y la idea del propio sacrificio le parecía una mísera ofrenda para la humanidad de los suyos, eternamente invengada.

Llegó al teatro. Compró una entrada de quinto piso. Arriba ya, se enquistó como pudo entre un señor en quien se adivinaba al viejo filarmónico, al habituado de cada noche, y un estudiante para quien la asistencia á la ópera nueva de Strauss era un inexcusable deber de snob.


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5 págs. / 9 minutos / 32 visitas.

Publicado el 1 de febrero de 2022 por Edu Robsy.

La Semana de los 3 Jueves

Francisco Campos Coello


Cuento


I

—Caballero, os aseguro que vuestro discurso me ha probado que sois hombre de ciencia y hombre de mundo. Pero, al mismo tiempo, os digo también, que mi hija no se casará con vos.

—¡Pero si yo amo a Ernestina!

—No lo dudo. Ernestina, sin embargo, es muy joven, y por otra parte, yo tengo ofrecida mi palabra a otro.

—¡Es posible!

—Muy posible. De manera que, con harto sentimiento mío, me veo en la necesidad de no aceptaros por yerno.

—¿Es esa vuestra última resolución, señor don Pancracio?

—La última, amigo Luis. Esto no impedirá que seamos buenos amigos, y que vengáis con frecuencia a mi casa.

—No vendré más, don Pancracio. Por el contrario, pienso poner el diámetro de la Tierra, entre esta casa y mi persona.

—¿Partís?

—Al otro mundo.

—¿Vais a mataros?

—No, digo al otro mundo, refiriéndome al otro hemisferio. Voy a visitar a los senegaleses de Yolof, a los mandingas del Sudán, a los árabes del desierto, a los cafres y los hotentotes, a los enanos de las selvas del Congo, a los zelandeses y a los habitantes de Papuaria.

—¡Me traeréis un álbum con los retratos de todos aquellos tipos de pueblos raros!

—No volveré, don Pancracio. Mi pensamiento era casarme con Ernestina. Y como vos os oponéis, voy a dar la vuelta al mundo, una vez en cada paralelo, tanto al Norte como al Sur, y estar así viajando, constantemente, hasta que llegue la hora de pasar al…

—¿A dónde?

—Al gran cristalino.

—¿Qué es eso del gran cristalino?

—Es un círculo, una zona, un espacio, que se encuentra después del tercer móvil.

—¿Tercer móvil? ¿Sabe usted, que estas palabras son nuevas para mí?


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Dominio público
13 págs. / 22 minutos / 32 visitas.

Publicado el 17 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

La Experiencia

José Echegaray


Cuento


Don Tomás Barrientos era persona de juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolución alguna sin meditarla largo rato y sin pesar antes las ventajas y los inconvenientes en balanza de precisión.

No, hombre precipitado no lo era don Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus impulsos naturales, ni de su instinto, sino que pesaba y medía las cosas y las contrastaba en la experiencia propia y en la ajena.

A la experiencia le profesaba don Tomás Barrientos culto respetuoso.

En lo pasado decía él que estaba escrito lo porvenir, y que allí debía buscar todo hombre las reglas de su conducta.

El raciocinio á priori era engañoso, propio solo de idealistas insustanciales y de los viejos siglos de la Metafísica.

Y así él, siempre que había de tomar una resolución en asuntos de cierta importancia, buscaba en su memoria ó en los apuntes de su diario algún caso análogo, y en él tomaba enseñanza, y por sus enseñanzas se decidía á ejecutar tales ó cuales actos.

Pero como el diablo es travieso y á quien más le gusta atormentar es al hombre prudente, la experiencia le solía dar soberanos chascos á don Tomás Barrientos.

Vaya de ejemplos:

Llegaba el 15 de Octubre, y el diario le decía que el día 15 del Octubre anterior había hecho frío, y que por no llevar ropa de invierno había cogido un terrible catarro, que á poco más se gradúa de pulmonía.

Pues aunque el termómetro marcaba 18º á la sombra y algunos más al sol, don Tomás vestía ropa de invierno, mediante cuya precaución sudaba más de lo justo, y se acatarraba también.

Pero no por esto perdía confianza en la experiencia, porque observaba que el año anterior había sido bisiesto y que el corriente no lo era, con lo que corregía de este modo el precepto experimental; en los años bisiestos hay que ponerse ropa de invierno el 15 de Octubre; cuando no lo son, hay que consultar el termómetro.


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5 págs. / 10 minutos / 25 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

Juan Ramón y el Otro

Manuel Chaves Nogales


Cuento


Paré en seco y me quedé escuchando. La calle estaba silenciosa y desierta. Me pareció haber oído unos pasos que me seguían muy de cerca. Pero debió ser una alucinación. Eché a andar de nuevo, pegado a las fachadas de las casas, negras y altas como las cortaduras de un abismo, por cuyo fondo iba yo divagando. Sólo había luz en una ventanita alta como el firmamento, detrás de cuyos cristales una figura de hombre aparecía inmóvil. ¿Qué haría aquel tipo allí a aquellas horas?

Seguí caminando a la deriva y volví pronto a sumirme en mis imaginaciones. Había estado trabajando penosamente durante todo el día en beneficio de mi patrón; después, en casa, había consagrado un par de horas a los míos; luego, en el café, me dediqué a los amigos. Ahora, mientras callejeaba, me adjudicaba un poco de tiempo a mí mismo, al pobre Juan Ramón, a mi inevitable compañero de siempre, Juan Ramón.

Me entretenía en ir poniendo un poco de orden en mis asuntos, mientras recorría de madrugada las calles solitarias. Tenía muchos problemas que resolver; problemas económicos, problemas espirituales, problemas de conducta. ¡Pobre Juan Ramón, tan insignificante dentro de su gabancillo y con tan graves preocupaciones! Al dar la vuelta a una esquina volví a detenerme súbitamente. Juraría que alguien caminaba junto a mí. Me quedé quieto y callado, atento a los leves ruidos de la ciudad en el conticinio. Un «auto» runruneaba débilmente a lo lejos, y a mi lado el mechero de un farol de gas se distraía aprendiendo a silbar.

—Bah –pensé–. Debe ser el eco de mis propios pasos. Seguí caminando sumido en mis preocupaciones y sin hacer caso ya de aquellos pasos que sonaban claros y distintos a compás de los míos. Iba preguntándome cómo era tan insensato que soportaba aquella vidilla afanosa y triste de pobre hombre que llevaba, cuando sentí que me cogían suavemente del brazo, y con un tono tan familiar, que no me causó la menor sorpresa, me decían:


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4 págs. / 8 minutos / 18 visitas.

Publicado el 9 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

Los Boyeros

Juan José Morosoli


Cuento


Al caer la tarde, Pololo, el negrito, y yo íbamos al arroyo. Marchábamos monte adentro siguiendo los senderos trazados por el ganado que iba a abrevar. Hasta el borde de la laguna llegaban las vacas, tranquilas y lentas, y hundían el belfo en el agua. Parecían beber las ramas de los molles que el poniente acostaba en la laguna.

Allí arrojábamos migajas a las mojarras para ver el juego de sus cuchillitos y sus fugas eléctricas.

El monte se iba durmiendo con la canción del agua y el canto, cada vez más lento y espaciado, de los pájaros que regresaban del campo.

Cuando las estrellas bajaban a la laguna, los boyeros acunaban la tarde con su silbo y ésta se dormía.

Camino de vuelta veíamos salir de sus nidos, en la tierra profunda, como avisadas de nuestro paso, a las lechucitas de ojos redondos y dorados.

Un día llegaron los monteadores.

Sentíamos los golpes de sus hachas, las quejas de los troncos heridos y la caída brutal de los árboles.

Por el aire vagaba el olor a savia muerta.

Vimos caer los últimos árboles de la jornada. Tras el derrumbe se precipitaban sobre el horror de la pichonada deshecha y el desorden de plumas de los nidos, los perros hambrientos.

Fue entonces que Pololo vio partir los boyeros.

Con ellos se iba la canción de cuna de la tarde.

Fue la última vez que vimos boyeros.


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1 pág. / 1 minuto / 10 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

La Mancha Hiptálmica

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Qué tiene esa pared?

Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.

Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.

—¿P... pared? —formuló al rato.

Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.

—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.

—¿Mancha?

—... hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.

—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.

—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.

—¿Qué era?

—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!

—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro...

Mi mujer hizo un esfuerzo.

—No puedo... No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.

—¿Qué? ...

—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica —¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.

Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.

—¡Si... sí! —se reia—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...

—¿Un diente? ..

—No sé; creo que sí...


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2 págs. / 4 minutos / 2.290 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Poema Perdido

José de la Cuadra


Cuento


Aquel ilustre poeta que, con sus hermosos versos de sabor romántico, conmovió hasta el llanto a las mujeres de las tres Américas, escribió cierta noche, de un tirón, un poema que reputó y reputa como el mejor que salir pudiera de su estro.

Lo escribió en la amable soledad de su despacho privado, cómodamente sentado a su escritorio de época y estilo Primer Imperio; y, como cuando inició la faena andaría el sol justamente en el nadir, cuando lo concluyó, hacia la madrugada, estaba el hombre literalmente molido, y no pensó en otra cosa que en retirarse a su alcoba, a reponer con un sueño reparador el dispendioso gasto de fósforo, que lo había dejado exhausto.

Las cuartillas en que estaba escrito el poema que su autor juzgaba por maravilloso, quedaron desparramadas sobre el escritorio, y el viento que se filtraba por los visillos se dió en el juego de distribuirlas asimétricamente por el suelo.

Cuando el criado que cada mañana cuidaba de hacer el arreglo del despacho violas así, túvolas por inservibles papeles de desecho y las arrojó al cesto de basura. Por desgracia, ese día pasó muy temprano, antes de que el bardo dejara el lecho, el camión recolector de basuras, y a éste fueron, —confundidas con los humildes desperdicios de la cocina del poeta, que más se parecía, esta es la verdad, a la de Petronio que a la de Virgilio,— las cuartillas en que se contenía aquel poema —“El singular coloquio de las altas cimas andinas”—, destinado, según su autor, a asombrar a los futuros siglos por la entereza de su factura y el vivo ardor de genio que lo animaba.

El dolor del celebérrimo lirida por la pérdida de lo que calificaba de su obra maestra, no tuvo límites. Ni el de sus amigos y admiradores.

Cada vez que podía, y podía siempre, hablaba en marcha fúnebre del desgraciado acaecido.

—¿Por qué no trata de rehacerlo? —apuntaba alguien—.


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2 págs. / 4 minutos / 1.403 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

La Noche-Buena

Julia de Asensi


Cuento


I

Eran las ocho de la noche del 24 de Diciembre de 1867. Las calles de Madrid llenas de gente alegre y bulliciosa, con sus tiendas iluminadas, asombro de los lugareños que vienen a pasar las Pascuas en la capital, presentaban un aspecto bello y animado. En muchas casas se empezaban a encender las luces de los nacimientos, que habían de ser el encanto de una gran parte de los niños de la corte, y en casi todas se esperaba con impaciencia la cena, compuesta, entre otras cosas, de la sabrosa sopa de almendra y del indispensable besugo.

En una de las principales calles, dos pobres seres tristes, desgraciados, dos niños de diferentes sexos, pálidos y andrajosos, vendían cajas de cerillas a la entrada de un café. Mal se presentaba la venta aquella noche para Víctor y Josefina; solo un borracho se había acercado a ellos, les había pedido dos cajas a cada uno y se había marchado sin pagar, a pesar de las ardientes súplicas de los niños.

Víctor y Josefina eran hijos de dos infelices lavanderas, ambas viudas, que habitaban una misma boardilla. Víctor vendía arena por la mañana y fósforos por la noche. Josefina, durante el día ayudaba a su madre, si no a lavar, porque no se lo permitían sus escasas fuerzas, a vigilar para que nadie se acercase a la ropa ni se perdiese alguna prenda arrebatada por el viento. Las dos lavanderas eran hermanas, y Víctor, que tenía doce años, había tomado bajo su protección a su prima, que contaba escasamente nueve.

Nunca había estado Josefina más triste que el día de Noche-Buena, sin que Víctor, que la quería tiernamente, pudiera explicarse la causa de aquella melancolía. Si le preguntaba, la niña se contentaba con suspirar y nada respondía. Llegada la noche, la tristeza de Josefina había aumentado y la pobre criatura no había cesado de llorar, sin que Víctor lograse consolarla.


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6 págs. / 10 minutos / 1.387 visitas.

Publicado el 28 de marzo de 2020 por Edu Robsy.

El Don Juan

Benito Pérez Galdós


Cuento


«Esta no se me escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que aquella aventura ofrecía.

¡Cuánto me acuerdo de ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas, suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.


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5 págs. / 9 minutos / 1.325 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mula y el Buey

Benito Pérez Galdós


Cuento


I

Cesó de quejarse la pobrecita, movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban su lecho, extinguiose poco a poco su aliento, y espiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el vuelo y se fue.

La infeliz madre no creía tanta desventura; pero el lindísimo rostro de Celinina se fue poniendo amarillo y diáfano como cera; enfriáronse sus miembros, y quedó rígida y dura como el cuerpo de una muñeca. Entonces llevaron fuera de la alcoba a la madre, al padre y a los más inmediatos parientes, y dos o tres amigas y las criadas se ocuparon en cumplir el último deber con la pobre niña muerta.

La vistieron con riquísimo traje de batista, la falda blanca y ligera como una nube, toda llena de encajes y rizos que la asemejaban a espuma. Pusiéronle los zapatos, blancos también y apenas ligeramente gastada la suela, señal de haber dado pocos pasos, y después tejieron, con sus admirables cabellos de color castaño obscuro, graciosas trenzas enlazadas con cintas azules. Buscaron flores naturales, mas no hallándolas, por ser tan impropia de ellas la estación, tejieron una linda corona con flores de tela, escogiendo las más bonitas y las que más se parecían a verdaderas rosas frescas traídas del jardín.

Un hombre antipático trajo una caja algo mayor que la de un violín, forrada de seda azul con galones de plata, y por dentro guarnecida de raso blanco. Colocaron dentro a Celinina, sosteniendo su cabeza en preciosa y blanda almohada, para que no estuviese en postura violenta, y después que la acomodaron bien en su fúnebre lecho, cruzaron sus manecitas, atándolas con una cinta, y entre ellas pusiéronle un ramo de rosas blancas, tan hábilmente hechas por el artista, que parecían hijas del mismo Abril.


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14 págs. / 24 minutos / 1.285 visitas.

Publicado el 1 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

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