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Historia de Estilicón

Horacio Quiroga


Cuento


Esa noche llegó mi gorila. Habían sido menester cinco cartas seguidas para obtener el cumplimiento de la promesa que arranqué a mi amigo en vísperas de su gran viaje. Iba a Camarones, quería ver las grandes selvas, las llanuras amarillas, las noches estrelladas y sofocantes que brillan impávidas sobre cabezas (le negros. ¿Cómo maniobró aquel perfecto loco para no dejar la vicia entre una turba de traficantes, cuarenta leguas más allá de las últimas factorías? No lo sé. Mi gorila estaba allí, un divino animalito pardo de cincuenta centímetros. Se mantenía en pie, gracias sin duda a los oficios de los pasajeros que durante la travesía distrajeron sus ocios enseñando a la huraña criatura las actitudes propias de un hombre. Se había recostado contra la pared, los brazos grandemente abiertos. Chirriaba sin cesar, llevando la vista de mí a la lámpara con extraordinaria rapidez.

Dimitri, el viejo sirviente asmático que a la muerte de mi padre sacudió tristemente la cabeza cuando le anuncié que podía si quería dejar nuestra casa, le observaba con atento estupor. El bien conocía estos monitos del Brasil que rompen nueces y son difíciles de cuidar; le eran familiares. Pero su asombro entonces era despertado por las proporciones de la bestia. Sin duda a sus ojos albinizados por las estepas lituanas de fauna extremadamente fácil, chocaba este oscuro animal complicado, en cuyos dientes creía ver aún trozos de cortezas roídas quién sabe en qué tenebrosa profundidad de selva. No obstante se acercó a mi pequeña fiera, no para acariciarla —¡oh, no!— sino para verla mejor. El animal se tiró al suelo chillando. Como me aturdía con sus gritos, advertí a Dimitri lo dejara en sosiego. Solo con él, lo observé bien.


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Dominio público
12 págs. / 21 minutos / 32 visitas.

Publicado el 23 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Más Oveja que la Oveja

Javier de Viana


Cuento


Y sin hacerse rogar más, don Indalecio comenzó de esta manera:

—La justicia lo condenó pa treinta años... Yo no sé; ninguno de nosotros sabemos de esas cosas, porque la ley es muy escura y más enredada que lengua de tartamudo... pero pa mí qu’el pobre Sabiniano no era merecedor d’esa pena... ¿A ustedes que les parece? ...

—¡Qué nos va a parecer!... ¡Que p’abrír sentencia carece conocer el hecho; y hast’aura usté, se lo pasó escarsiando sin largar la carrera!

—Jué cosa simple. A Graciana, la mujer de

Sabiniano, se le antojó un día que se juese a comprar una botella'e miel de caña ...

—¿Se habrá cansao de la caña con ruda?

—No interrumpás... Ella dijo que se l’había mandao la entendida p’al mal de riñones, por culpa del cual se l'hinchaban bárbaramente los pieses.

Ese día era domingo, llovía como mundo, la pulpería distaba tres leguas, y Sabiniano había largao la víspera su lobuno cansadazo dispués de haber trabajao de sol a sol en el aparte del Rodeo Grande de la Estancia.

—«Tené pasencia hasta mañana —propuso él; y ella, enfurecida, l'escupió esto:

—«¡Siempre has de ser el mesmo cochino!... ¡Sos capaz de dejarme morir por no tomarte una molestia y gastar unos centavos pa mi salú!... ¡Y eso que yo echo los bofes pa servirte como si juese una piona! ...

Sabiniano recordó que desde veinte días atrás llevaba la misma ropa interior porque su mujer «no había tenido tiempo» de lavarle y plancharle otra muda; y que tuvo que coser él mismo el rasgón que le hizo una «uña de ñapinday» mientras «leñaba» en el monte; y que la mayor parte de los atardeceres, cuando volvía cansao del trabajo, tenía que hacer juego y calentar la comida, porque ella cenaba temprano pa tener tiempo de dir a casa de alguna comadre de la ranchería pa prosiar desollando vivos a conocidos y conocidas...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 30 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Caja de Cerillas

Nilo Fabra


Cuento


Rico, viejo, achacoso, sin hijos que le heredasen, y solo con parientes, lejanos y codiciosos, era Samuel Rodríguez el más infeliz de los avaros. Ni el afán de acapararlo todo, ni el placer de contar y recontar el fruto de sus granjerías, ni la necia vanidad de que podía poseer lo que otros inútilmente ambicionaban, hacíanle llevaderas las angustias, zozobras y fatigas que producía en su ánimo, naturalmente pusilánime, el temor de perder el bien alcanzado con tantas privaciones.


* * *


No ha mucho tiempo que Samuel recorría a pie una comarca, donde acababa de sentar los reales para esquilmarla y empobrecerla con sus negocios usurarios, cuando le sorprendió la noche junto a un río, a la sazón infranqueable sin el auxilio de barca, porque repentina avenida había destruido el puente o inutilizado el vado. Lleno de mortal congoja, temiendo a cada paso la sorpresa de imaginarios bandoleros, pues llevaba en el seno un fajo de billetes de Banco, seguía la margen del río, hasta que la suerte le deparó una barca medio varada en la arena. Su primer intento fue ponerla a flote; mas faltándole fuerzas, y coligiendo por varios y manifiestos indicios que aquel debía de ser lugar frecuentado de pescadores, comenzó a dar voces en demanda de socorro. Acudió solícito a prestarlo uno de aquellos, dueño de la barca, a quien Samuel, con lágrimas en los ojos, suplicó que, por caridad y amor de Dios, le pasase a la orilla opuesta. Era el barquero muy pobre, y de suyo compasivo para con los menesterosos, y tomando por tal a Rodríguez, a juzgar por lo roto, raído y mugriento del traje, accedió, sin estipendio alguno, a lo que pedía, y comenzó a poner en obra su buena intención.


* * *


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 26 visitas.

Publicado el 19 de febrero de 2023 por Edu Robsy.

Dos Viejos

Juan José Morosoli


Cuento


Fue una amistad que se inició en la ventanilla de una oficina de pagos para jubilados.

Don Llanes tenía que escribir algunos datos personales.

—¿Y usted no me la puede escribir? —preguntó al empleado.

—No. Pero aquel hombre tal vez le ayude.

Señaló a un hombre que estaba esperando. Este se paró y se acercó a la ventanilla, cobró y luego fue a hacerle el trabajo a Llanes.

A fin éste presentó el papel, recibió el dinero y salió con el otro de la oficina.


* * *


Ya en la calle Llanes invitó:

—¿Vamos a tomar una copa?

—Le agradezco, pero no bebo.

—Entonces acépteme unos bizcochos.

—Mire, le digo la verdad, pero a esta hora no apetezco.

Don Llanes lo miró de frente. Advirtió que era un "viejo poquito". Suave. Delgado. Atildado. Tenía buena corbata. Buenos botines lustrados. Y unas manos finas y blancas. Parecían de mujer.

—Ta bien —dijo—. Yo cuando cobro, como alguna golosina y me paso alguna caña para adentro...


* * *


La mañana estaba linda. Bien soleada la plaza. Bajo las acacias de sombra redonda, medallones de sol se hamacaban suavemente. Había un silencio agujereado por los píos de los gorriones. Don Llanes miró hacia los árboles. Sacó lo tabaquera y se la tendió al otro.

—Haga uno. Es de contrabando.

—Gracias, no fumo.

Entonces Llanes preguntó:

—¿Es enfermo usted?

—No señor, pero me cuido.

Se hizo una pausa.

En el centro de la plaza, bajo una acacia dorada, el banco donde siempre se sentaba a comer bizcochos, parecía esperarlos.

—¿Qué le parece si nos sentamos a prosear?

—Sí. Eso sí.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 22 visitas.

Publicado el 10 de junio de 2025 por Edu Robsy.

El Avispero y la Colmena

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


Anidaron las avispas en un corcho de colmena, y revoloteaban sin cesar alrededor, y entraban y salían y defendían su casa como hacen las abejas.

—¿Qué os parece nuestra casa? —dijo una avispa a una abeja vecina.

—Es de igual construcción y tamaño que la nuestra; pero ¿tenéis muchos panales, cera y miel?

—¿Qué son cera y miel?

—Son la riqueza que elaboramos con nuestro trabajo.

—No; nuestra casa está vacía...

—¿Y para eso tenéis tanta casa? Yo creo que os bastaría un agujero.

Entre el pueblo que produce y el que imita sin producir, hay la diferencia que entre el avispero y la colmena.


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Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 18 visitas.

Publicado el 14 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En la Puerta del Cielo

Jacinto Octavio Picón


Cuento


En esas regiones superiores, en esos espacios misteriosos que los ojos de la materia no alcanzan y que sólo puede fingirse la mirada del espíritu; en esa gloria que la religión promete al justo, por la que muere el mártir y de que duda el sabio, vive, según dice la doctrina católica, una vida eterna y bienaventurada aquel apóstol Pedro, á quien Cristo dio, con las llaves de su reino, la facultad de conceder ó negar la entrada en el Paraíso á cuantos pecadores lleguen á sus puertas cargados con el pesado fardo de la culpa ú orgullosos de su virtud.

Estaba un día Pedro recordando la noche en que negó á su Divino Maestro por tres veces, cuando vio que hacia él venía, con paso firme, una mujer vestida con esos hábitos tristemente poéticos, de color sombrío y de grosero aspecto, que llevan las hermanas de la Caridad. Iba ya el apóstol á preguntarle quién era y cómo había vivido, antes de darle ingreso en el reino de los cielos, cuando por el lado opuesto apareció otra mujer que caminaba lentamente, con la frente baja y como temerosa de haber andado en vano y de tener que deshacer lo andado. Venía completamente desnuda; había sido en la vida cortesana, y al empezar ese viaje que el alma emprende cuando muere, había renunciado á las galas que cubrían sus formas, ganadas con los besos del pecado y realzadas por el brillo de la hermosura.

Chocaron, desde luego, al varón santísimo la actitud resuelta, segura y decidida de la una para entrar en el cielo, y la cortedad é incertidumbre de la otra; el que una viniera á reclamar su parte de Paraíso, cual si tuviera el billete comprado de antemano, y el que otra pareciera, en su ademán, y su postura, implorar, como limosna de la gracia divina, su asiento entre los elegidos.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 18 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.

El Camino

Juan José Morosoli


Cuento


Nuestro rancho estaba en el fondo del campo. Era el último “puesto” de la estancia.

La escuela quedaba lejos.

Como no había caminos, para llegar a ella hubiéramos tenido que hacer un rodeo muy largo.

Nosotros oíamos hablar de aquel camino que nos acercaría a la escuela; a los otros niños y a los libros. Acaso cruzaran por él carretas y tropas y caballadas.

Pero al dueño del campo no le gustaban los caminos.

Camino, camino, camino. Ya era él una presencia llena de nuestra simpatía. Sabíamos que era algo más que una huella. Que estaba siempre quieto entre los alambrados tensos y derechos.

Que por él andaba nuestro padre y encontraba amigos y veía casas sucesivas y almacenes con jarras pintadas y recados y golosinas. Que por él iba al pueblo donde había como mil casas todas juntas...

Un día llegaron unos hombres. Clavaron banderines rojos por toda la extensión ilimitada...

Después llegaron más hombres y máquinas y carros y fueron haciendo el camino.

Por él fuimos a la escuela.

Éramos seis hermanos galopando alegres y felices.

El camino traía y llevaba gentes que hablaban con mi padre. Hablaban del propio camino y de ellos mismos y de nosotros y de la ciudad.

Un día mi padre y mi hermano partieron hacia ella.

Después lo hicimos nosotros. LLevábamos lo que teníamos. Al rancho le sacamos las ventanas y la puerta.

Desde el camino nuestra casa parecía una cosa muerta, sin ojos y sin boca.

El camino nos llevaba y huía de la tapera.

No mirábamos para atrás por miedo de que la tierra nos llamara.


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1 pág. / 1 minuto / 11 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Demonio de la Perversidad

Edgar Allan Poe


Cuento


Al examinar las facultades é inclinaciones, — móviles primordiades del alma humana, — los frenólogos han dejado de enumerar una tendencia que, aunque visiblemente existe como sentimiento primitivo, radical é indestructible, no ha sido tampoco enumerada por ninguno de los moralistas que han precedido á aquellos. Todos, en la infatuacion completa de la razon, nos hemos olvidado de ella. Hemos consentido que su existencia se ocultase á nuestros ojos solo por falta de creencia, — de fé, — otra fuese la fé fundada en la revelacion ó ya en la cábala. Su idea no nos ha ocurrido jamás por efecto simplemente de su carácter especial.


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7 págs. / 13 minutos / 4.451 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mancha Hiptálmica

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Qué tiene esa pared?

Levanté también la vista y miré. No había nada. La pared estaba lisa, fría y totalmente blanca. Sólo arriba, cerca del techo, estaba oscurecida por falta de luz.

Otro a su vez alzó los ojos y los mantuvo un momento inmóviles y bien abiertos, como cuando se desea decir algo que no se acierta a expresar.

—¿P... pared? —formuló al rato.

Esto sí; torpeza y sonambulismo de las ideas, cuánto es posible.

—No es nada—contesté—. Es la mancha hiptálmica.

—¿Mancha?

—... hiptálmica. La mancha hiptálmica. Éste es mi dormitorio. Mi mujer dormía de aquel lado... ¡Qué dolor de cabeza!... Bueno. Estábamos casados desde hacía siete meses y anteayer murió. ¿No es esto?... Es la mancha hiptálmica. Una noche mi mujer se despertó sobresaltada.

—¿Qué dices? —le pregunté inquieto.

—¡Qué sueño más raro! —me respondió, angustiada aún.

—¿Qué era?

—No sé, tampoco... Sé que era un drama; un asunto de drama... Una cosa oscura y honda... ¡Qué lástima!

—¡Trata de acordarte, por Dios!—la insté, vivamente interesado. Ustedes me conocen como hombre de teatro...

Mi mujer hizo un esfuerzo.

—No puedo... No me acuerdo más que del título: La mancha tele... hita... ¡hiptálmica! Y la cara atada con un pañuelo blanco.

—¿Qué? ...

—Un pañuelo blanco en la cara... La mancha hiptálmica —¡Raro! —murmuré, sin detenerme un segundo más a pensar en aquello.

Pero días después mi mujer salió una mañana del dormitorio con la cara atada. Apenas la vi, recordé bruscamente y vi en sus ojos que ella también se había acordado. Ambos soltamos la carcajada.

—¡Si... sí! —se reia—. En cuanto me puse el pañuelo, me acordé...

—¿Un diente? ..

—No sé; creo que sí...


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 2.290 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

En la Administración de Correos

Antón Chéjov


Cuento




La joven esposa del viejo administrador de Correos Hattopiertzof acababa de ser inhumada. Después del entierro fuimos, según la antigua costumbre, a celebrar el banquete funerario. Al servirse los buñuelos, el anciano viudo rompió a llorar, y dijo:

—Estos buñuelos son tan hermosos y rollizos como ella.

Todos los comensales estuvieron de acuerdo con esta observación. En realidad era una mujer que valía la pena.

—Sí; cuantos la veían quedaban admirados —accedió el administrador—. Pero yo, amigos míos, no la quería por su hermosura ni tampoco por su bondad; ambas cualidades corresponden a la naturaleza femenina, y son harto frecuentes en este mundo. Yo la quería por otro rasgo de su carácter: la quería —¡Dios la tenga en su gloria!— porque ella, con su carácter vivo y retozón, me guardaba fidelidad. Sí, señores; érame fiel, a pesar de que ella tenía veinte años y yo sesenta. Sí, señores; érame fiel, a mí, el viejo.

El diácono, que figuraba entre los convidados, hizo un gesto de incredulidad.

—¿No lo cree usted? —preguntóle el jefe de Correos.

—No es que no lo crea; pero las esposas jóvenes son ahora demasiado..., entendez vous...? sauce provenzale...

—¿De modo que usted se muestra incrédulo? Ea, le voy a probar la certeza de mi aserto. Ella mantenía su fidelidad por medio de ciertas artes estratégicas o de fortificación, si se puede expresar así, que yo ponía en práctica. Gracias a mi sagacidad y a mi astucia, mi mujer no me podía ser infiel en manera alguna. Yo desplegaba mi astucia para vigilar la castidad de mi lecho matrimonial. Conozco unas frases que son como una hechicería. Con que las pronuncie, basta. Yo podía dormir tranquilo en lo que tocaba a la fidelidad de mi esposa.

—¿Cuáles son esas palabras mágicas?


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 1.185 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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