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Un Carácter

Federico Gana


Cuento


A Gustavo Valledor S.


Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maulé, vecina al pueblo donde yo vivía.

El reo está frente al juez. Es un hombre como de cuarenta y cinco a cincuenta años, de larga y espesa barba negra, nariz aplastada, frente estrecha, carnosa, surcada de arrugas, ojos bizcos y mandíbula inferior saliente y temblorosa. Su cuerpo es fuerte y robusto, aunque deforme: los brazos extremadamente largos, las espaldas anchas y gruesas y las piernas muy cortas, torcidas en forma de arco. Viste un raído y manchado pantalón de mezcla, una camisa de tocuyo y un harapo en forma de manta. Los pies desnudos. Ha entrado cojeando a causa de los grillos y de su natural deformidad, con la cabeza baja y la frente contraída, como sumergido en una profunda abstracción.

Al llegar al medio de la sala, ha levantado la vista y paseado una larga mirada por toda la habitación.

El juez lo contempla fijamente y le pregunta:

—¿Cómo te llamas?

Tarda un instante en contestar y, al fin, responde con voz ruda y sonora:

—No sé.

—¡Cómo! ¿No sabes?

—En el pueblo me llaman Juan, «Juanito», contesta con indiferencia.

—¿Y tu padre?

—No tengo padre.

—¿Y tu madre?

—No tengo madre.

—¿No tienes pariente alguno, entonces?

—Soy solo —dice sencillamente y vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho.

El juez permanece un instante en silencio. En seguida le dice:

—¿Tú mataste al señor Gómez?


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 251 visitas.

Publicado el 16 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Flor Seca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El conde del Acerolo no había dado mala vida a su esposa; hasta podía preciarse de marido cortés, afable y correcto. Verificando un examen de conciencia, en el gabinete de la difunta, en ocasión de hacerse cargo de sus papeles y joyas, el conde sólo encontraba motivos para alabarse a sí propio: ninguno para que la condesa se hubiese ido de este mundo minada por una enfermedad de languidez. En efecto; el matrimonio —según el criterio sensatísimo del conde— no era ni por asomos una novela romántica, con extremos, arrebatos y desates de pasión. ¡Ah, eso sí que no podía serlo el matrimonio! Y el conde no recordaba haber faltado jamás a estos principios de seriedad y cordura. Se le acusaría de otra cosa; nunca de poner en verso la vida conyugal. La respetaba demasiado para eso. No hay que confundir los devaneos y los amoríos con la santa coyunda. Y no los confundía el conde.

Abiertos el secrétaire y los armarios de triple luna, su contenido aparecía patente, revelando todos los hábitos de una señora elegante y delicada. La ropa blanca, con nieve de encajes sutiles; las ligeras cajas de los sombreros; las sombrillas de historiado puño; el calzado primoroso, que denuncia la brevedad del estrecho pie; las mantillas y los volantes de puntos rancios y viejos, en sus saquillos de raso con pintado blasón; los abanicos inestimables en sus acolchadas cajas; los guantes largos de blanda Suecia, que aún conservan como moldeada la redondez del brazo y la exquisita forma de la mano..., iban saliendo de los estantes, para que el viudo, de una ojeada sola, resolviese allá en su fuero interno lo que convenía regalar a la fiel doncella, lo que debía encajonarse y remitirse al Banco, por si andando el tiempo..., y lo que, a título de recurso cariñoso, debía ofrecer a las amigas de la muerta, entre las cuales había algunas muy guapas... ¡Ya lo creo que sí!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 247 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 243 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Quinto Evangelio

Clemente Palma


Cuento


A don Juan Valera


Era de noche. Jesús, enclavado en el madero, no había muerto aún; de rato en rato los músculos de sus piernas se retorcían con los calambres de un dolor intenso, y su hermoso rostro, hermoso aun en las convulsiones de su prolongada agonía, hacía una mueca de agudo sufrimiento… ¿Por qué su Padre no le enviaba, como un consuelo, la caricia paralizadora de la muerte?… Le parecía que el horizonte iluminado por rojiza luz se dilataba inmensamente. Poco a poco fue saliendo la luna e iluminó con sarcástica magnificencia sus carnes enflaquecidas, las oquedades espasmódicas que se formaban en su vientre y en sus flancos, sus llagas y sus heridas, su rostro desencajado y angustioso…

—Padre mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué esta burla cruel de la Naturaleza?

Los otros dos crucificados habían muerto hacía ya tiempo, y estaban rígidos y helados, expresando en sus rostros la última sensación de la vida; el uno tenía congelada en los labios una mueca horrorosa de maldición; el otro una sonrisa de esperanza. ¿Por qué habían muerto ellos, y él, el Hijo de Dios, no? ¿Se le reservaba una nueva expiación? ¿Quedaba aún un resto de amargura en el cáliz del sacrificio?…

En aquel momento oyó Jesús una carcajada espantosa que venía de detrás del madero. ¡Oh! Esa risa, que parecía el aullido de una hiena hambrienta, la había él oído durante cuarenta noches en el desierto. Ya sabia quién era el que se burlaba de su dolorosa agonía: Satán, Satán que infructuosamente le había tentado durante cuarenta días, estaba allí a sus espaldas, encaramado a la cruz; sentía que su aliento corrosivo le quemaba el hombro martirizando las desolladuras con la acción dolorosa de un ácido. Oyó su voz burlona que le decía al oído:


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 240 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Ganadera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No podía el cura de Penalouca dormir tranquilo; le atormentaba no saber si cumplía su misión de párroco y de cristiano, de procurar la salvación de sus ovejas.

Ni tampoco podría decir el señor abad si sus ovejas eran realmente tales ovejas o cabras desmandadas y hediondas. Y, reflexionando sobre el caso, inclinábase a creer que fuesen cabras una parte del año y ovejas la restante.

En efecto, los feligreses del señor abad no le daban qué sentir sino en la época de las marcas vivas y los temporales recios; los meses de invierno duro y de huracanado otoño. Porque ha de saberse que Penalouca, está colgado, a manera de nidal de gaviota, sobre unos arrecifes bravíos que el Cantábrico arrulla unas veces y otras parece quererse tragar, y bajo la línea dentellada y escueta de esos arrecifes costeros se esconde, pérfida y hambrienta de vidas humanas, la restinga más peligrosa de cuantas en aquel litoral temen los navegantes. En los bajíos de la Agonía —este es su siniestro nombre— venían cada invernada a estrellarse embarcaciones, y la playa del Socorro —ironía llamarla así— se cubría de tristes despojos, de cadáveres y de tablas rotas, y entonces, ¡ah!, entonces era cuando el párroco perdía de vista aquel inofensivo, sencillote rebaño de ovejuelas mansas que en tanto tiempo no le causaba la menor desazón (porque en Penalouca no se jugaba, los matrimonios vivían en santa paz, los hijos obedecían a sus padres ciegamente, no se conocían borrachos de profesión y hasta no existían rencores ni venganzas, ni palos a la terminación de las fiestas y romerías). El rebaño se había perdido, el rebaño no pacía ya en el prado de su pastor celoso..., y este veía a su alrededor un tropel de cabras descarriadas o —mejor aún— una manada de lobos feroces, rabiosos y devorantes.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 235 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Niña Chole

Ramón María del Valle-Inclán


Cuento


(Del libro «Impresiones de Tierra Caliente», por Andrés Hidalgo)

Hace bastantes años, como final a unos amores desgraciados, me embarqué para México en un puerto de las Antillas españolas. Era yo entonces mozo y algo poeta, con ninguna experiencia y harta novelería en la cabeza; pero creía de buena fe en muchas cosas de que dudo ahora; y libre de escepticismos, dábame buena prisa a gozar de la existencia. Aunque no lo confesase, y acaso sin saberlo, era feliz con esa felicidad indefinible que da el poder amar a todas las mujeres. Sin ser un donjuanista, he vivido una juventud amorosa y apasionada; pero de amor juvenil y bullente, de pasión equilibrada y sanguínea. Los decadentismos de la generación nueva no los he sentido jamás; todavía hoy, después de haber pecado tanto, tengo las mañanas triunfantes, como dijo el poeta francés.

El vapor que me llevaba a México era el Dalila, hermoso barco que después naufragó en las costas de Galicia. Aun cuando toda la navegación tuvimos tiempo de bonanza, como yo iba herido de mal de amores, los primeros días apenas salí del camarote ni hablé con nadie. Cierto que viajaba para olvidar, pero hallaba tan novelescas mis cuitas, que no me resolvía a ponerlas en olvido. En todo me ayudaba aquello de ser yankee el pasaje, y no parecerme tampoco muy divertidas las conversaciones por señas.


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Dominio público
22 págs. / 39 minutos / 218 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Noche de Navidad

José María de Pereda


Cuento


I

Está apagando el sol el último de sus resplandores, y corre un gris de todos los demonios. Á la desnuda campiña parece que se la ve tiritar de frío; las chimeneas de la barriada lanzan á borbotones el humo que se lleva rápido el helado norte, dejando en cambio algunos copos de nieve. Pía sobresaltada la miruella, guareciéndose en el desnudo bardal, ó cita cariñosa á su pareja desde la copa de un manzano; óyese, triste y monótono, de vez en cuando, el ¡tuba!, ¡tuba! del labrador que llama su ganado; tal cual sonido de almadreñas sobre los morrillos de una calleja…; y paren ustedes de escuchar, porque ningún otro ruido indica que vive aquella mustia y pálida naturaleza.

En el ancho soportal de una de las casas que adornan este lóbrego paisaje, y sobre una pila de junco seco, están dos chicuelos tumbados panza abajo y mirándose cara á cara, apoyadas éstas en las respectivas manos de cada uno.

Han pasado la tarde retozando sobre el mullido lugar en que descansan ahora, y por eso, aunque mal vestidos, les basta para vencer el frío que apenas sienten, soplarse las uñas de vez en cuando.

De los dos muchachos, el uno es de la casa y el otro de la inmediata.

De repente exclama el primero, en la misma postura y dándose con los talones desnudos en las asentaderas:

—Yo voy á comer torrejas … ¡anda!

—Y yo tamién—contesta el otro con idéntica mímica.

—Pero las mías tendrán miel.

—Y las mías azúcara, que es mejor.

—Pues en mi casa hay guisao de carne y pan de trigo pa con ello….

—Y mi padre trijo ayer dos basallones … ¡más grandes!…


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 198 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Huevos Arrefalfados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué compasión de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?

Martina criaba los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado; Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola…, y con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 195 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Eucaristía

Antonio de Hoyos y Vinent


Cuento


Ah! le douceur de vivre indeciblement pur!

Edmond Harancourt (L’âme nue)


A don Carlos Octavio Bunge


Genuflexos, ante el altar del Santo Gonzaga, oraban en la gloria de la mañana de mayo, bañados en polícroma fanfarria de luz, con que el Sol, filtrándose al través de las historiadas vidrieras, inundaba la capilla. En la iglesia, de ese risueño gótico, todo blanco y oro, típico de las residencias de la orden, la Santa Virgen María fulguraba envuelta en un nimbo de llamas. La cabeza de la imagen se inclinaba ambigua, sin que pudiese saberse si era fatigada por el peso de la corona empedrada de diamantes y zafiros —los heráldicos gules símbolo del amor y de la alegría celestiales— o en un gesto amable de gran dama recibiendo un homenaje mientras con una mano sostenía un Jesús mofletudo, y recogía con la otra su manto de rara magnificencia zodiacal. A sus pies la imagen andrógina del franco príncipe Luis, el Santo, alzaba hacia la bóveda tachonada de luceros sus ojos pintados de azul. En búcaros de irisado vidrio, azucenas litúrgicas erguían sus tallos y abrían el virginal enigma de sus flores mientras a entrambos lados del altar descendían como por la escala de Jacob, angélica procesión de concertantes.

Arrodillados en sus reclinatorios, Juan y Jesús, oraban en espera de la reconciliación con que sus almas puras hallaríanse dignas de recibir la visita de Dios hecho hombre. Cruzados los bracitos lazados de blanco, sobre el pecho, alzadas hacia la imagen las cabezas donde aún no anidara el ave siniestra de un mal pensamiento, eras las preces en sus labios como cándidas palomas que dejando el nido volaban hacia el trono de Dios.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 194 visitas.

Publicado el 27 de abril de 2019 por Edu Robsy.

La Comendadora

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

Hará cosa de un siglo que cierta mañana de marzo, a eso de las once, el sol, tan alegre y amoroso en aquel tiempo como hoy que principia la primavera de 1868, y como lo verán nuestros biznietos dentro de otro siglo (si para entonces no se ha acabado el mundo), entraba por los balcones de la sala principal de una gran casa solariega, sita en la Carrera de Darro, de Granada, bañando de esplendorosa luz y grato calor aquel vasto y señorial aposento, animando las ascéticas pinturas que cubrían sus paredes, rejuveneciendo antiguos muebles y descoloridos tapices, y haciendo las veces del ya suprimido brasero para tres personas, a la sazón vivas e importantes, de quienes apenas queda hoy rastro ni memoria…

Sentada cerca de un balcón estaba una venerable anciana, cuyo noble y enérgico rostro, que habría sido muy bello, reflejaba la más austera virtud y un orgullo desmesurado. Seguramente aquella boca no había sonreído nunca, y los duros pliegues de sus labios provenían del hábito de mandar. Su ya trémula cabeza sólo podía haberse inclinado ante los altares. Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que dondequiera que ella imperase no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.

Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.

Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones, pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra en uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 190 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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