Éramos diez. Habíanos reunido la casualidad y nos retenía en un
salón, en torno a una estufa improvisada, el más fuerte aguacero del
pasado invierno.
En aquel heterogéneo círculo doblemente alumbrado por el gas y las
brasas del hogar, el tiempo estaba representado en su más lata acción.
La antigüedad, la edad media, el presente, y aun las promesas de un
riente porvenir, en los bellos ojos de cuatro jóvenes graciosas y
turbulentas, que se impacientaban, fastidiadas con la monotonía de la
velada.
El piano estaba, en verdad, abierto, y el pupitre sostenía una linda
partitura y valses a discreción; pero hallábanse entre nosotros dos
hombres de iglesia; y su presencia intimidaba a las chicas, y las
impedía entregarse a los compases de Straus y las melodías de Verdi. Ni
aun osaban apelar al supremo recurso de los aburridos: pasearse cogidas
del brazo, a lo largo del salón; y cuchicheaban entre ellas ahogando
prolongados bostezos.
—Hijas mías —díjoles el venerable vicario de J., que notó su
displicencia—, no os mortifiquéis por nosotros. Os lo ruego, divertíos a
vuestra guisa. Yo, de mí, sé decir que me placería oíros cantar.
¡Cantar! Bien lo quisieran ellas; pero arredrábalas el repetido io
t’amo de los maestros italianos, en presencia de aquellas adustas
sotanas, y se miraban sin saber cómo excusarse.
—¡Y bien! —continuó el vicario—, si os detiene la elección, que lo decida la suerte.
Y levantándose, fue a tomar del repertorio el primer cuaderno que le vino a la mano.
—¡Coincidencias! —exclamaron las niñas, riendo—. Ea, pues, hijas mías, a cantar las coincidencias.
Las jóvenes rieron de nuevo.
—Bueno, ¡os alegráis al fin!
—Señor, el cuaderno está en blanco —dijo la niña de la casa—. Su
inscripción es el proyecto de una fantasía para dedicarla al profesor
que me enseña el contrapunto.
Leer / Descargar texto 'El Emparedado'