Textos más populares este mes etiquetados como Cuento disponibles publicados el 1 de octubre de 2018 | pág. 3

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 01-10-2018


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La Danza del Peregrino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era la función religiosa solemnísima, y tenía además un carácter tradicional que no tendrán nunca las que hoy se consagran a devociones nuevas, pues también en la devoción cabe modernismo, y hay santos de cepa vieja, de más arraigo, de sangre más azul.

En aquel templo extraordinario, ante aquel apóstol bizantino, engastado en plata como una perla antigua, de plata el revestimiento del altar, la pesada esclavina, la enorme aureola, destacándose sobre un fondo de talla dorada inmenso retablo, con figurones de ángeles que tremolan banderas de victoria y moros que en espantadas actitudes se confiesan derrotados, mientras el colosal incensario vuela como un ave de fuego, encandiladas sus brasas por el vuelo mismo, y vierte nubes de incienso que neutralizan el vaho humano de tanta gente rústica apiñada en la nave, había algo que atrajo mi atención más que el cardenal con sus suntuosas vestiduras pontificales, más que las larguísimas caudas de los caballeros santiaguistas, majestuosamente arrastradas por la alfombra del presbiterio. Lo que me interesaba era una persona que, apoyada en un pilar, reclinada en la románica efigie de Santa María Salomé, asistía a la ceremonia como en éxtasis.

Parecía hombre de unos cincuenta años, no muy alto, descolorido, de entrecana barba rojiza. La barba se veía antes que todo, pues llenaba el rostro, por decirlo así, y descendía, luenga y ondulosa, sobre el pecho. Algo más arriba se quedaban las guedejas, pero no subían de los hombros, y completaban el carácter profundamente místico de la faz, donde ardían dos ojos pacíficamente calenturientos, con la mansa fiebre del entusiasmo.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Esperanza y Ventura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos primas, descalzas, bajo el sol ardoroso de julio, iban camino del Santuario.

Lo de la descalcez era una de las condiciones de la oferta. Las rapazas vestían su mejor ropa, sus buenos dengues y mantelos de rico paño a la antigua, que ya no se estilan ahora, iban repeinadas, lustrosa la tez de tanto fregarla con agua y jabón barato; hasta lucían una sarta de cuentas azules, Esperanza; de granos de coral falso, Venturiña; pero tenían que sentar sobre los guijarros y el polvo el pie desnudo; y esto sería lo de menos, que avezadas estaban a guardar los zapatos para días de repique gordo; el caso era la vergüenza, el corrimiento de ir así, y que todos los mozos y aun los viejos preguntasen entre maliciosas cucadas de ojo la razón de un voto tan solemne y estrecho.

La razón... no les daba la gana de decirla. Cada uno tiene sus males, ¡qué diaño!, y no se los cuenta al vecino para que se adivierta... Ellas, conferenciando entre sí, se quejaban de sus males indinos, que se agarran como lapas y no hay medicina en la botica que los cure; y por eso, desesperadas ya, apelaban como supremo recurso al gran Curandero, que con sus manos enclavadas hace más que la reata de médicos, aunque vengan de Compostela alabándose de mucha sabiduría.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

En Babilonia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Apenas —empujado por el gentío, aturdido por el vocerío, quebrantado del largo viaje— se vio en la estación, miró alrededor con una curiosidad insaciable, ardiente. ¡Babilonia! Diferente debía de ser allí hasta el aire que se respirase, en el cual flotarían, de seguro, partículas de embriagadora esencia. Tan preocupado y absorto se quedó, que un mozo de la estación tuvo que darle un grito, llamándole a la realidad. Era preciso verificar el salvamento del equipaje, pensar en maletas, sacos y portamantas... Luis se avispó, y diez minutos después rodaba en fiacre, camino del hotel de primer orden.

Las luces y las sombras de la ciudad; esa grandeza misteriosa que adquieren las hiladas de edificios en las horas nocturnas; las masas imponentes de los jardines de arrogante arbolado, entrevistas a derecha e izquierda; el espejear del río, ancho y majestuoso bajo la espaciada diadema de sus regios puentes... Todo habló al alma de Luis, pero distinto lenguaje del que esperaba. Aquello no era la Babilonia diabólica de pérfido atractivo, la Babilonia «inquietante». Esta palabrilla la tenía Luis clavada en el pensamiento. «¡Inquietante!». Los veintiún años de Luis suspiraban por inquietudes, como los sesenta suspiran por la paz...


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Engaño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Acababa de fumarme el más sabroso de los cigarros del día, el que fumo meciéndome en el cierre de cristales de mi casa, después de la comida a la española embalsamada la boca por el gusto dominador del café y recreados los ojos por la vista, siempre nueva de la bahía, donde los barcos se cuelan como alciones en su nido; y una pereza deliciosa embargaba mis potencias cuando se entreabrió la portier y entró, agitado, mi amigo y consocio en varios círculos. Valentín Beleño. Sólo con mirarle comprendí que algo extraordinario le ocurría. Como yo, Valentín lleva una vida apacible y grata, en llana prosa; despacha su labor oficinesca, da su paseíto higiénico diariamente, conoce al dedillo la chismografía del pueblo de Marineda y ostenta el campeonato del juego de dominó. Comprendo, pues, que el caso será de muerto, o punto menos para que Beleño se propine tal sofoco.

En palabras picadas, descosidas, me informa. Tiene la culpa de toda esta ganga de viceconsulado que le ha caído encima y le trae atareadísimo, mientras no llega el nuevo cónsul a sustituir al que, envuelto en la bandera inglesa, duerme el sueño sin despertar, en el cementerio disidente, llamado por el vulgo «de los canes». A cada momento necesita Beleño lidiar con pasajeros y viandantes británicos, que desembarcan infaliblemente, aunque sólo dispongan de dos horas para hacerlo.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Los Escarmentados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La helada endurecía el camino; los charcos, remanente de las últimas lluvias, tenían superficie de cristal, y si fuese de día relucirían como espejos. Pero era noche cerrada, glacial, límpida; en el cielo, de un azul sombrío, centelleaba el joyero de los astros del hemisferio Norte; los cinco ricos solitarios de Casiopea, el perfecto broche de Pegaso, que una cadena luminosa reúne a Andrómeda y Perseo; la lluvia de pedrería de las pléyades; la fina corona boreal, el carro de espléndidos diamantes; la deslumbradora Vega, el polvillo de luz del Dragón; el chorro magnífico, proyectado del blanco seno de Juno, de la Vía Láctea... Hermosa noche para el astrónomo que encierra en las lentes de su telescopio trozos del Universo sideral, y al estudiarlos, se penetra de la serena armonía de la creación y piensa en los mundos lejanos, habitados nadie sabe por qué seres desconocidos, cuyo misterio no descifra la razón. Hermosa también para el soñador que, al través de amplia ventana de cristales, al lado de una chimenea activa, en combustión plena, al calor de los troncos, deja vagar la fantasía por el espacio, recordando versos marmóreos de Leopardi y prosas amargas y divinas de Nietzsche... ¡Noche negra, trágica, para el que solo, transido de frío, pisa la cinta de tierra encostrada de hielo y avanza con precaución, sorteando esos espejos peligrosos de los congelados charcos!

Es una mujer joven. La ropa que la cubre, sin abrigarla, delata la redondez de un vientre fecundo, la proximidad del nacimiento de una criatura... Muchos meses hace que Agustina vive encorvada, queriendo ocultar a los ojos curiosos y malévolos su desdicha y su afrenta; pero ahora se endereza sin miedo; nadie la ve. Ha huido de su pueblo, de su casa, y experimenta una especie de alivio al no verse obligada a tapar el talle y disimular su bulto, pues las estrellas de seguro la miran compasivas o siquiera indiferentes. ¡Están tan altas!


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Gloriosa Viudez

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todo el fervor del neófito y toda la devoción del seide hacían temblar mi mano cuando la puse en el llamador de la casa del ilustre Sofías, señalada con una lápida de honor, y donde continuaba residiendo su viuda.

Me llevaba allí el deseo de documentarme para escribir un estudio o, más bien, un elogio de las obras de aquella lumbrera, en las cuales había yo bebido ampliamente la enseñanza y la doctrina. Por cierto que Gaspar Roelas, uno de mis amigos, en un círculo intelectual, hizo todo lo posible para disuadirme de la visita al domicilio de Sofías. «Si piensas elogiar —repetía—, no te documentes. Los documentos son un estorbo para los panegíricos. Siempre que ahondamos, socavamos cimientos.» No hice caso de estas blasfemias; mi entusiasmo por el maestro era superior a insinuaciones tan malignas.

Confieso que en el momento de dar los golpes y de oírlos resonar sordamente en las profundidades de la vivienda, me oprimía el corazón un temor muy natural. Iba a encontrarme frente a frente con la amante compañera de Sofías, con la que le asistió, cuidó y veló en sus últimos años. ¿No sería un desencanto inmenso que aquella señora, favorecida por la suerte con honra tan señalada, apareciese indiferente a ella y se creyese viuda de un hombre como los demás? ¿Iba yo a encontrar dentro del templo de mis devociones el piadoso culto o la indiferencia impía?


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Gipsy

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel día los laceros del Ayuntamiento de Madrid hicieron famosa presa. En el sucio carro donde se hacinan mustios o gruñidores los perros errantes, famélicos, extenuados de hambre y de calor, fue lanzada una perrita inglesa, de la raza más pura; una galga de ese gris que afrenta al raso, toda reflejos la piel, una monería; estrecho el hocico, delicadas como cañas las patitas, y ciñendo el pescuezo flexible un collarín original: imitado en esmalte blanco sobre oro un cuello de camisa planchado con las dos pajaritas dobladas graciosamente, y una minúscula corbata azul, cuyo lazo sujetaba un cuquísimo imperdible de rubíes calibrés; todo ello en miniatura, lo más gentil del mundo.

Atónita, crispada de miedo, se apelotonó la galga en un rincón del hediondo carro, aislándose, a fuer de señorita que se respeta, de los tres o cuatro chuchos que lo ocupaban desde antes. El instinto de hallarse en poder de un enemigo superior impedía que aquellos canes armasen camorra, que se amenazasen enseñando los dientes fuertes y blancos. Ni aun les preocupaba que la galguita perteneciese a otro sexo, y menos que procediese de esferas sociales para ellos inaccesibles. Mohínos, zarandeados por el saltar de las ruedas del carrángano sobre el pavimento, los bordoneros se engurruminaban y encogían, esperando a ver qué giro iba a tomar la aventura.

No sabían ellos, a pesar de su experiencia de golfos hambrones, que aventuras tales siempre terminan en el depósito, en aquel gran patio cercado de un muro de ladrillo, con sus tres corralillos separados, revestidos de cemento, de los cuales el tercero es ya antesala del suplico por asfixia...


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El Error de las Hadas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se encontraron las dos hadas a orillas de una presa de molino, la más encantadora que puede soñarse. El agua era fina, pura, bajo el espumarajeo que levantaba la rueda, y en la superficie, en los momentos de calma, las efímeras, en un rayo de sol, tejían sus contradanzas, y las argironetas o arañas acuáticas jugaban, con sus luengas patitas, a ver quién rasaba el agua con más agilidad y presteza. Espadañas lanceoladas y poas de velludo marrón revestían las márgenes. Flores no había, porque era invierno; caía la tarde del 31 de diciembre.

Al verse, las hadas se sonrieron como buenas amigas. Representaban, sin embargo, dos cosas en apariencia inconciliables: la una era el hada de la vida, y la otra el hada de la muerte.

—Hemos llegado al mismo tiempo —dijo la rosada a la pálida—. ¡Y cuidado que tenemos quehaceres las dos! Crece tanto el género humano, que no se sabe cómo hacer para atender a todo. Yo he solicitado del Ser Supremo unas hadas auxiliares...

—¡Qué casualidad! —exclamó la descolorida—. Yo lo mismo. Pero, a pesar de eso, no puedo descansar ¡buenas cosas harían si me descuidase! He de andar siempre vigilando, y a ti, hermana, te sucederá dos cuartos de lo mismo.

—¡Vaya! ¡Cualquiera se fía! Hay que ocuparse en persona, sobre todo en caso como éste. Ahí, detrás de esta puerta carcomida, en el molino antiquísimo de la Eternidad, va a expirar el año viejo y a nacer el nuevo. La pobre, caduca Eternidad (entre nosotros sea dicho, hermana), creo que ya no está para estos trotes. ¡Muchos años dura la faena de la infeliz! Nadie ha podido contar el número de sus hijos: mejor se contarían las arenas del mar y el polvillo cósmico del firmamento...

—Pues el caso es que parece una muchachita, declaró alegremente el hada de la vida.

—¡Sí, fíate de apariencias!, marmoteó la fúnebre.


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Error de Diagnóstico

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La profesión médica tiene horas terribles, y por muy curtido que esté el corazón, se pasan las de Caín. Los materialmente compasivos y bondadosos sufren al ver dolores y agonías; los más refinados sufren en especial al comprobar los límites de la ciencia, lo nulo del saber, lo fatal de las leyes naturales... A los primeros les duele la carne; a los segundos, el espíritu.

El doctor Cano era de estos últimos. Estudió lleno de ilusión. El ídolo de nuestra edad le contaba entre sus devotos. Soñaba mucho, y no daba forma poética, sino científica, a sus sueños. Descreído y hasta unas miajas enemigo personal del que nos mandó amar a nuestros enemigos, se forjaba en su fantasía planes de sustituir a la Providencia por el conocimiento. Era estrictamente leal, estrictamente honrado, y su culto a la verdad rayaba en fanatismo. Dos o tres veces había arriesgado la vida oscuramente, en secreto, inoculándose sueros y cultivos microbianos para experimentar esto o lo de más allá. La abnegación propia de su labor la tenía en grado sublime, y el desinterés y el desprendimiento que demostraba siempre le valían una aureola de respeto; entre sus mismos compañeros no se decían de él sino bienes.

Un día recibió por teléfono urgente recado. Su cliente la condesa de Arista le avisaba de que pasase a verla sin demora. El coche de la condesa había salido ya a buscarle.

«Será el cólico nefrítico de costumbre», pensaba el doctor, reclinado en la berlina azul, tan confortable y flamante, de la aristocrática señora.


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El Desaparecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En aquella calle popular, transitada, llena de tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era formidable hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar, cerró las maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los beodos, el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la gente está contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.

La familia Sampedro no vestía luto; era algo peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo menor, Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión —¡o vaya usted a saber!—, determinaron severidades del padre, honrado industrial, dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.

Abrumada por mortal pesadumbre, suponía la madre que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra, tragadora de gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los incidentes y pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su imaginación doña Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía en el hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y roja cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado, ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón, loco, aullando...


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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