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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 13-12-2020


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El Idilio de la Noche

Joaquín Dicenta


Cuento


Al finalizar aquel crepúsculo de fuego durante el cual el sol, convertido en inmensa hoguera, arrojaba sobre el horizonte llamaradas de luz y teñía de rojo las fachadas de los edificios, las ramas de los árboles y la hierba de los paseos, anchas nubes de color gris se extendieron por el espacio, aumentando el bochorno, haciendo más sofocante la temperatura, como si en ellas se condensaran y fundieran el vaho caliente que salía de la tierra abrasada y el humo del incendio que amenazaba consumir el infinito. Vino la noche y dijérase que aún no se había puesto el sol, que aún no se había extinguido la enorme hoguera, que después de arrasarlo todo con sus llamas, de convertirse en montón de brasas cubiertas por las cenizas de la catástrofe, ardía en un rincón del cielo a manera de humeante rescoldo que no acaba de extinguirse nunca, y daba señales de existencia rasgando las nubes con relámpagos cárdenos y con trepidaciones sordas.

Así fueron pasando las horas y llegaron las primeras de la madrugada, sin que una ráfaga de aire puro viniese a refrescar la tierra, a sacudir las hojas inmóviles de los árboles, a introducirse en el fondo obscuro de las casas dormidas, que abrían de par en par, para recoger el oxígeno de la atmósfera, sus anchas bocas de madera y de vidrio. Era aquel un amodorramiento sombrío, una quietud de asfixia, el sueño profundo de una ciudad aletargada por el calor y rendida por el cansancio.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Capuchino

Joaquín Dicenta


Cuento


Llamo celestial a este cuento porque su asunto se desarrolla en el cielo de los católicos, en ese cielo donde, según las descripciones ortodoxas, los ángeles cantan escondidos entre nubes de ópalo y cantan los santos y las vírgenes y los apóstoles (cada grupo desde su nube correspondiente) un himno de alabanzas inacabables al Creador.

En uno de los aposentos más apartados del divino alcázar, celebrábase un juicio de pecadores, juicio presidido por Jesús de Nazaret, el cual tenía a San Juan a la izquierda y a la Virgen a la derecha.

Cristo interrogaba a los pecadores; la Virgen intercedía por ellos, siguiendo los impulsos de su inmensa bondad; y San Juan apuntaba en una pizarra de esmeralda el fallo de su Maestro y el destino que este fallo concedía a los reos.

Los últimos se agrupaban a la izquierda del presidente. Eran autores de pecados leves, y, en clase de tales, libertados por sentencia de la primera instancia celestial del fuego eterno. Tratábase sólo de averiguar en este juicio cuántos años de purgatorio necesitaba extinguir cada uno para entrar en el cielo y poseer el favor celeste y gozar el derecho a vivir cantando desde por la mañana hasta la noche. Era, pues, el de autos, un juicio de faltas.

No obstante ello, los pecadores andaban temerosos en el examen y en la confesión de sus culpas, que aun siendo tan hermoso el porvenir de una bienaventuranza perpetua, no resulta preparación muy grata para realizarlo la de pasarse unos añitos en el purgatorio, socarrándose el alma.

De ahí que los enjuiciados anduviesen acobardadillos y que, a la más insignificante pregunta de Jesús, bajasen los hombres la cabeza, ocultasen las mujeres el rostro entre las manos y temblasen todos con nervioso temblor. Sólo uno de entre ellos permanecía sereno, inmóvil, como seguro de su pureza e inaccesible por consiguiente a las estufas purificadoras del purgatorio.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Del Natural

Rafael Barrett


Cuento


En la casa de los tísicos.

Lo que mató al 4, más que la enfermedad, fue la idea. Apenas entró en el lazareto, le dió la manía de salir, convencido que de lo contrario moriría pronto.

Hablaba todavía menos que nosotros, y en el hospital no se habla mucho; pero le adivinábamos el pensamiento, como sucede donde se piensa demasiado. Las ideas fijas fluyen silenciosamente de los cráneos, y se ciernen sobre las cosas.

A pesar de que los que sufren son por lo común bastante crueles, el 4 nos inspiraba alguna lástima.

Su cama estaba enfrente de la mía. Era un muchachito de diez y seis años, rubio y blanco; parecía el hijo de un príncipe, y su andrajoso uniforme del establecimiento un disfraz inexplicable.

Tenía bucles de oro y admirables ojos azules. Estaba demacrado en extremo; andaba con el paso lento, autómata, propio de los clientes de la casa.

Sin embargo, una circunstancia extraña le distinguía de ellos: caminaba erguido.

Por excepción, su pecho no presentaba esa fúnebre concavidad de los tísicos, hecha por la muerte, que viene a sentarse allí todas las noches.

El 4 enflaquecía y se mantenía derecho; era un tallo cada vez más fino, y siempre gracioso. Sin duda su esqueleto era bonito y brillante como un juguete.

Supimos que era hijo no de un príncipe, sino de un herrero, que la madre estaba enferma y que tenía varios hermanos pequeñitos.

Le habían metido de ganga en un seminario, y se había escapado ansioso de libertad. Había regresado a Montevideo y trabajaba de tipógrafo. El polvo del plomo envenenó aquellos pulmones delicados, y ahora, preso en el «aislamiento», ¿qué le restaba?


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¿Cuál?

Joaquín Dicenta


Cuento


Se hablaba de un marido engañado y, según costumbre, todo eran burlas para la víctima y plácemes para el burlador.

—No os moféis tan sin juicio de un hombre que ignora su engaño —dijo uno de los circunstantes—; no le apliquéis el astado calificativo. Mejor haríais aplicándoselo al amante de su mujer.

—¿Al amante?… —interrumpió otro de los contertulios con tono de asombro.

—Al amante, sí. En la mayoría de los casos, y cuando el esposo no sabe su deshonra, no es él, sino el amante, quien merece el calificativo.

—¿De veras?…

—De veras. Y para que no tengáis dudas respecto de mis afirmaciones, os referiré un suceso del que fui ridículo protagonista.

—Venga de ahí.

—Allá va —repuso.

Y luego de hacer una pausa, invertida en liar un pitillo, encenderlo, llevarlo a la boca y lanzar al espacio unas bocanadas de humo, nos refirió la siguiente historia que puede titularse como yo titulo este cuento.


* * *


Era yo estudiante; vivía en Madrid, usufructuaba, por el módico interés diario de tres pesetas, una casa de huéspedes y concurría todas las noches al café del Callao, situado entonces en la plaza del mismo título y sustituido hoy por un almacén de géneros de punto.

En clase de puntos, y como precursores de los futuros destinos del establecimiento, frecuentábamoslo, cuando ejercía de café, cinco o seis jovenzuelos que, a puro entramparnos con el mozo, podíamos saborear sendas tazas de agua de achicorias con almidón y azúcar. ¡Dichosos tiempos aquellos en que el paladar y el estómago aceptaban como indiscutible moka aquel brebaje!… ¡Oh, santa candidez de la juventud! ¡Cuánto te echo de menos cuando me dan café con leche y otras cosas por el estilo!…


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Casi Monólogo

Joaquín Dicenta


Cuento


Estábamos solos. Ella enfrente de mí, provocadora, incitante, brindándome en silencio sus espléndidos dones; su perfume, que hacía estremecerse mis nervios con avarienta voluptuosidad; sus tonos de color, que excitaban en mí el ansia de acercar los labios e ir absorbiendo entre pausas, prolongadoras del deleite, la esencia de su vida, que yo y nadie más que yo tenía derecho a poseer; su alma, que se trasparentaba bulliciosa y enérgica al través de los múltiples y artísticos estremecimientos que la agitaban cuando mi mano se alzaba por encima de la mesa para tocar la muselina protectora que la envolvía; toda ella, en fin, porque de toda ella necesitaba mi espíritu fatigado y entristecido por esta lucha que, llamándose existencia, eleva el fastidio a la categoría de imposición.

No era posible resistir más; su virginidad esplendorosa me atraía, y a trueque de merecer fama de libertino, extendí el brazo, la ceñí con mi mano temblorosa de deseos y, oprimiéndola cariñosamente, la levanté del sitio que ocupaba con lentitud mimosa, elevándola despacio, muy despacio, hasta que la puse cerca de mi boca y dejé extasiarse la mirada en sus matices de oro, sobre los cuales se quebraban, descomponiéndose en mil y mil luminosas facetas, los rayos de sol que se introducían de contrabando por la entreabierta ventana de aquel cuartucho miserable.

Porque era una copa de Jerez la que yo tenía en la mano, la que excitaba los apetitos de mi carne, la que reflejándose en mis pupilas con sus cambiantes de oro y sus reverberaciones de ámbar, excitaba las fibras todas de mi organismo, anunciándoles placeres y alegrías entrevistos por mí en el fondo trasparente de la copa cuyo limpio cristal acariciaba con los dedos. Mi corazón, henchido de penas, hallábase necesitado de venturas, y el Jerez podía proporcionármelas. ¿Artificiales?, puede; ¿y qué importa? ¿Acaso las que tomamos por verdaderas lo son?


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Baccarat

Rafael Barrett


Cuento


Había mucha gente en la gran sala de juego del casino. Conocidos en vacaciones, tipos a la moda, profesionales del bac, reinas de la season, agentes de bolsa, bookmakers, sablistas, rastas, ingleses de gorra y smoking, norteamericanos de frac y panamá, agricultores del departamento que venían a jugarse la cosecha, hetairas de cuenta corriente en el banco o de equipaje embargado en el hotel, pero vestidas con el mismo lujo; damas que, a la salida del teatro, pasaban un instante por el baccarat, a tomar un sorbete mientras sus amigos las tallaban, siempre con éxito feliz, un puñado de luises.

Una bruma sutilísima, una especie de perfume luminoso flotaba en el salón. Espaciadas como islas, las mesas verdes, donde acontecían cosas graves, estaban cercadas de un público inclinado y atento, bajo los focos que resplandecían en la atmósfera eléctrica.

A lo largo de los blancos muros, sentadas a ligeros veladores, algunas personas cenaban rápidamente. No se oía un grito: sólo un vasto murmullo. Aquella multitud, compuesta de tan distintas razas, hablaba en francés, lengua discreta en que es más suave el vocabulario del vicio. Entre el rumor de las conversaciones, acentuado por toques de plata y cristal, o cortado por silencios en que se adivinaba el roce leve de las cartas, persistía, disimulado y continuo, semejante al susurro de una serpiente de cascabel, el chasquido de las fichas de nácar bajo los dedos nerviosos de los puntos. Hacía calor.

Los anchos ventanales estaban abiertos sobre el mar, y dos o tres pájaros viajeros, atraídos por las luces, revoloteaban locamente, golpeando sus alas contra el altísimo techo.


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Mister Chucker

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


¿Es conveniente transformar el departamento de un vagón en gabinete de tocador?

Es cuestión esta que en ciertos países del continente pronto quedaría resuelta por la negativa, sobre todo cuando los conductores marcan los boletos mientras el tren está en marcha. Pero en Inglaterra, un viajero que quiere cambiar de traje en un departamento de primera clase puede estar seguro de no ser molestado; al menos es lo que pensaba el buen Mister Barnaby Chucker al bajar de un hansom en Paddington, y al atravesar la plataforma del camino de fierro, con su saco en la mano y cargado además con una manta de viaje que contenía un traje completo.

Mister Chucker había recibido una invitación para comer en Windsor, en casa de unos amigos que, por su posición, gozaban de gran influencia; pero como era hombre muy ocupado, no había tenido tiempo para vestirse, ni en su escritorio en la city ni en su casa, en West End.

Al subir al vagón dejó deslizar un shilling en la mano del conductor, diciéndole:

—Hágame usted el favor de dejarme solo en el departamento, quisiera vestirme.

—Muy bien, señor —dijo el conductor, y el tren se puso en marcha.


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Los Matrimonios al Uso

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


DE SOFÍA A SU AMIGA ÍNTIMA

Mi paloma sin mancha, mi corderillo verde, mi ratoncito blanco, ya ves que no te olvido. Mi polluelo recién nacido, mi tortolita mística… quita mejor esa frase que he aprendido de mi hermano, y que tiene por cierto no sé qué olor a blasfemia y herejía. Ya tú sabes que mi señor hermano tiene sus pelos y sus lanas de filósofo. Mamá me dice diariamente que él es la causa de sus aflicciones, pero, ¿qué vamos a hacer? No tiene más que ese solo vicio. Es muy amante, tiene el grado de oficial, no fuma, no bebe: ¿qué vamos a hacer? Yo rezaré por él todas las noches. Éstos son disgustillos de familia a los que es necesario resignarse.

Ahora, dame tu mejilla derecha para que te dé yo un beso, y tu mejilla izquierda para que recibas un suave y cariñoso golpecito.

He recibido las camisas de batista y me han gustado mucho.

Un poco lujosas, ¿verdad? Pero al cabo no se casa una todos los días del año. Anoche escogí las cachemiras. Tomé la de fondo rojo, ¿no te gusta? Las costureras no se dan un punto de descanso. Mi tía me envió ayer el libro de misa, ¡un gran libro por cierto!, ¡una positiva alhaja! Los adornos son de acero —parece que el acero continúa de moda— y en el centro, mis armas de relieve con la corona, el mirlo y la maquinita. ¿Creerás que me pregunto todavía lo que significa la tal maquinita? De todos modos, yo te lo aseguro, soy feliz. Ya te figurarás que, con tantos preparativos, hay para perder la calma y la cabeza. Si no fuera porque mamá me ayuda un poco, yo, hija, estaría de correr, para volverme loca. Se está construyendo en el parque un salón de baile para el día de la boda. Papá quiere obsequiar a mamá con un soberbio tronco de caballos. Monseñor está invitado para decir la misa. En cuanto a la comida, creo que la quieren hacer fuera de la casa. Ya sabes, esas gentes están más habituadas a estas cosas.


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La Tempestad

Rafael Barrett


Cuento


No podía salir de casa sin pasar por la quinta, ni pasar sin entrar en el jardín cuyos cálices, siempre renovados, halagaban mi corazón. La puerta de hierro retorcido cedía confidencialmente a mi presión discreta; mis pasos hacían rechinar demasiado la arena del sendero; las anchas ventanas se abrían entre el verdor jugoso y sombrío de los árboles, y me amenazaban con sus miradas espías y burlonas; una timidez deliciosa me invadía. De pronto una risa juvenil cantaba como un pájaro raro en el aire de oro; una ondulante figura blanca, parecida a una gran flor errante, se desprendía de las flores, y mi amable destino, la señorita Luz, avanzaba hacia mí.

Luz tenía noble estatura y carne de amazona. Su cabellera ardiente la coronaba como un casco de llamas. La pureza de su alma batalladora y alegre resplandecía en sus claros ojos de un gris húmedo y sembrado de polvillo de estrellas. ¡Cuántas veces los había visto de cerca, y había navegado por aquella inocencia profunda y límpida, por aquel doble firmamento transparente que limpiaba mis pensamientos! ¡Cuántas veces había sentido mezclada a mi sangre la voluptuosidad cordial de aquellas manos finas y ágiles, cálidas y robustas, tan dulces, tan buenas! Jamás había dicho a Lux una palabra de ternura y, sin embargo, me confesaba aterrado que sus manos y sus ojos se habían apoderado de mi vida.


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La Risa

Rafael Barrett


Cuento


Se nos fue la risa de los niños, la risa de los dioses; ya no se desborda nuestra alma y nos tortura la sed.

La música de la risa se cambió en hipo; se cambió en mueca la onda pura que resplandecía sobre los rostros nuevos.

La risa ahonda nuestras arrugas, y revela mejor nuestra decrepitud.

La risa noble se volvió alevosa. El signo de la alegría plena se convirtió en signo de dolor. Si oís reír, es que alguien sufre.

Hemos hecho de la risa una daga, un tósigo, un cadalso. Se mata y se muere por el ridículo.

Nuestro patrimonio común parece tan ruin, que el poder consiste en la miseria ajena, y la dicha en la ajena desventura. Nos repartimos aviesamente la vida, y nos reconforta la agonía del prójimo.

Náufragos hambrientos, apiñados sobre una tabla en medio del mar, nos alivia el cadáver amigo que viene a refrescar las provisiones. Entonces reímos enseñando los dientes.

¿Dónde están las carcajadas que no rechinan y rugen y gimen, las que no hacen daño?

Es cómico perder el equilibrio, caer y chocar contra la realidad exterior, que, cómplice de los fuertes, siempre se burla.

Por eso el justo es risible: ignora la realidad, ya que ignora el mal. Por eso no es digna de risa a doblez, sino la confianza; no la crueldad, sino, la blandura de corazón.

Un loco malvado no será nunca tan grotesco como un loco generoso. ¿Quién lavará el celeste semblante de Don Quijote, escupido por las risotadas de los hombres?

También los hombres se rieron de Jesús, y le escupieron.

Aunque no sea más que en efigie, el público necesita risa, necesita sangre. La risa es casi todo el teatro.

Y siendo el dolor de cada uno el dolor de lo demás, manifestado fuera de ellos, la risa universal es un quejido. Escuchadla bien, y descubriréis en ella los espasmos del sollozo.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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