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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 15-11-2020


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El Ahogado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Dentadura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube. ¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella declaración!

Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor sin miedo a indigestarse, quiso recoger aquella florecilla semicampestre, la más perfumada del vergel femenino: un corazón de veinte años, nutrido de ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones.

Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba. Águeda se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre iluminado para solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una plenitud inmensa de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y de cuanto no fuese su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su carteo, su ventaneo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y Águeda lo era mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben ser felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto la oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal agüero; no ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto emigraría a Madrid, donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y triunfos; y en medio de la mayor exaltación advertía en sí misma repentino decaimiento, la convicción de lo efímero de su ventura.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Borgoñona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día que encontré esta leyenda en una crónica franciscana, cuyas hojas amarillentas soltaban sobre mis dedos curiosos el polvillo finísimo que revela los trabajos de la polilla, quédeme un rato meditabunda, discurriendo si la historia, que era edificante para nuestros sencillos tatarabuelos, parecería escandalosa á la edad presente.—Porque hartas veces observo que hemos crecido, sino en maldad, al menos en malicia, y que nunca un autor necesitó tanta cautela como ahora para evitar que subrayen sus frases é interpreten sus intenciones y tomen por donde queman sus relatos más inocentes. Así todos andamos recelosos y, valga esta impropia metáfora, con la barba sobre el hombro, de miedo de escribir algo funesto para la moral y las costumbres.

Pero acontece que si llega á agradarnos ó á producirnos honda impresión un asunto, no nos sale ya fácilmente de la cabeza, y diríase que bulle y se revuelve allí cual el feto en las maternas entrañas, solicitando romper su cárcel oscura y ver la luz. Así yo, desde que leí la historia milagrosa que, dejando escrúpulos á un lado, voy á contar no sin algunas variantes, viví en compañía de la heroína, y sus aventuras se me aparecieron como serie de viñetas de misal, rodeadas de orlas de oro y colores y caprichosamente iluminadas, ó á modo de vidriera de catedral gótica, con sus personajes vestidos de azul turquí, púrpura y amaranto. ¡Oh quién tuviese el candor, la hermosa serenidad del viejo cronista, para empezar diciendo: «En el nombre del Padre!...»

I

Era muchos, muchos años, ó por mejor decir, muchos siglos hace; el tiempo en que Francisco de Asís, después de haber recorrido varias tierras de Europa exhortando á la pobreza y á la penitencia, enviaba sus discípulos por todas partes á continuar la predicación del Evangelio.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Puñalada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso que sólo llevan los amantes.

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como Onofre.

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:

—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la cabeza!


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Príncipe Amado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


I

El rey Bonoso y la reina Serafina gobernaban pacíficamente, hacía veinte años largos de talle, uno de los reinos más fértiles y ricos del continente Oceánido, que se llamaba el reino de Colmania. No aconsejo á los lectores, si estudian Geografía, que se molesten en buscar en mapa ni en atlas alguno este reino y este continente, porque hace tantos siglos que ocurrió lo que voy contando que, ó mudarían de nombre aquellas regiones, ó se las tragaría el mar, como aseguran que sucedió con otra muy grande que nombran Atlántida.

Pues, como digo, los vasallos del rey Bonoso eran muchos y vivían felices, porque el rey y la reina tenían el genio más dulce y la pasta mejor del mundo, y ni los agobiaban á contribuciones, ni perdonaban medio de prodigarles beneficios. Colmania gozaba de un clima igual y templado, y era abundante en trigo, en vino, en toda clase de productos agrícolas, con lo cual los colmanienses no tenían que temer la miseria, y andaban alegres como unas Pascuas por aquellas ciudades y aquellos campos, cantando cada villancico y cada seguidilla que daba gusto.


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La Sed de Cristo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando desde la altura de su patíbulo, abriendo las desecadas fauces, exhaló Cristo la más angustiosa de las Siete Palabras, María Magdalena, que estaba como idiota de dolor, estrechamente abrazaba al tronco de la cruz, se estremeció y, recobrando energía y actividad, a impulsos de una compasión que la penetraba toda, se lanzó en busca de agua que aplacase la sed del moribundo Maestro.

No muy lejos del Calvario, sabía Magdalena que manaba, entre peñascos, purísimo y cristalino manantial. Pidió prestada una taza de arcilla a un hombre del pueblo de Jerusalén, de los que en tropel rodeaban la cruz, y se encaminó hacia la escondida fuente. Poco tardó en encontrarla, sintiendo profundo regocijo al pensar que aquella linfa fresquísima calmaría, siquiera momentáneamente, los sufrimientos del mártir. Surtía el chorro, más claro que cristal, de una grieta tapizada de musgo y finos helechos, y el rumor de su corriente lisonjeaba el oído y el corazón. Al recoger en el cuenco de barro el agua, Magdalena notó que estaba fría, helada, casi, y de nuevo se alegró, pensando lo refrigerante que sería para Jesús el sorbo. Con su taza rebosante corrió al lugar del suplicio, y a fuerza de ruegos logró que le permitiesen los sayones amontonar unas piedras y encaramarse hasta acercar el agua a los labios cárdenos del crucificado. Y cuando esperaba verle paladear el agua consoladora, he aquí que Jesús la rechaza, moviendo la cabeza y repitiendo en un soplo imperceptible: «Sed tengo».


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La Moneda del Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase un emperador (no siempre hemos de decir un rey) y tenía un solo hijo, bueno como el buen pan, candoroso como una doncella (de las que son candorosas) y con el alma henchida de esperanzas lisonjeras y de creencias muy tiernas y dulces. Ni la sombra de una duda, ni el más ligero asomo de escepticismo empañaba el espíritu juvenil y puro del príncipe, que con los brazos abiertos a la Humanidad, la sonrisa en los labios y la fe en el corazón, hollaba una senda de flores.

Sin embargo, a su majestad imperial, que era, claro está, más entrada en años que su alteza, y tenía, como suele decirse, más retorcido el colmillo, le molestaba que su hijo único creyese tan a puño cerrado en la bondad, lealtad y adhesión de todas cuantas personas encontraba por ahí. A fin de prevenirle contra los peligros de tan ciega confianza, consultó a los dos o tres brujos sabihondos más renombrados de su imperio, que revolvieron librotes, levantaron figuras, sacaron horóscopos y devanaron predicciones; hecho lo cual, llamó al príncipe, y le advirtió, en prudente y muy concertado discurso, que moderase aquella propensión a juzgar bien de todos, y tuviese entendido que el mundo no es sino un vasto campo de batalla donde luchan intereses contra intereses y pasiones contra pasiones, y que, según el parecer de muy famosos filósofos antiguos, el hombre es lobo para el hombre. A lo cual respondió el príncipe que para él habían sido todos siempre palomas y corderos, y que dondequiera que fuese no hallaba sino rostros alegres y dulces palabras, amigos solícitos y mujeres hechiceras y amantes.


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El Aviso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No desconfiemos nunca —decía el padre Baltar, curtido ya en las lides del confesionario—, no desconfiemos nunca de la salvación de un alma, porque sería desconfiar también, ¡qué horror y qué absurdo! de la inefable Misericordia. ¿No han oído ustedes de unos granitos de trigo que se encontraron en el fondo de las Pirámides, allá en la cámara sepulcral de los Faraones, donde al parecer sólo existía la lobreguez de la muerte? Pues alguien que pasó por loco sembró ese trigo, y el grano, con sus dos mil años de fecha, germinó, echó espiguita y de aquella espiguita pudo amasarse una hogaza de pan. ¿Qué digo «pan»? ¡Se pudo amasar «una hostia», el cuerpo de Cristo sacramentado! Si los que registramos las tinieblas de las almas, que a veces son cámaras sepulcrales con hedor de muerte, dejásemos apagarse la lámpara de la esperanza, ¿qué haríamos?... ¡Sentarnos a llorar en las tinieblas!

Voy a referirles a ustedes —prosiguió— un sucedido, que puedo contar porque no lo aprendí en los dominios del sigilo absoluto, o sea en la confesión. El mismo protagonista de la historia se la confió a algún amigo, y aunque no hemos de considerarla pública, tampoco es hoy ningún secreto.


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La Penitencia de Dora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque Alejandría fuese entonces una ciudad de corrupción y molicie, pagana aún, y pagana con terca furia, contenía matrimonios cristianos unidos por el amor más acendrado y tierno. Dora era del número de esposas fieles que, cerrando su cancilla al anochecer, pasaba la velada con su marido hasta que un mozo perverso, menino del emperador, todo perfumado de esencias, de rizada barba, después de rondarla mucho tiempo y enviarle mensajes y presentes por medio de cierta vieja hechicera zurcidora de voluntades, logró sorprenderla en una de esas horas en que la virtud desfallece, y ayudado de mal espíritu, triunfó de la constancia de Dora.

Vino el arrepentimiento pisando los talones al delito, y Dora, avergonzada, resolvió dejar su casa, su hogar, su compañero, y condenarse a soledad perpetua y a perpetuo llanto. Cortó sus largos y finos cabellos; rapó sus delicadas cejas; vistióse de hombre y fue a llamar a las puertas de un monasterio que distaba como seis leguas de Alejandría, suplicando al abad que la admitiese en el noviciado. Por probar su vocación, el abad ordenó al postulante pasar la noche en el atrio del monasterio.

Era el lugar solitario y hórrido: el aire traía a los oídos de Dora el rugir de las fieras, que bajaban a beber al río, y a su nariz la ráfaga de almizcle que despedían los caimanes emboscados entre cañas y juncos. Con los brazos en cruz, se dispuso a morir; pero amaneció: una faja de anaranjada claridad anunció la salida de un sol de fuego, y las puertas del monasterio se abrieron, resonando el esquilón que convocaba a la primera misa.


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El Camafeo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras corrió su primera juventud, Antón Carranza se creyó nacido y predestinado para el arte. El arte le atraía como el acero al imán, y le fascinaba como el espejuelo a la alondra. Donde sus ojos encontraban una línea elegante, una forma bella, un tono de color intenso y original, allí se quedaban cautivos en éxtasis de admiración, mientras luchaba en su alma noble pena de no haber sido el creador de aquella hermosura, y una ilusión arrogante de llegar a producirla mayor, más original y poderosa por medio del estudio y el trabajo.

Años y desengaños necesitó para adquirir el triste convencimiento de que carecía de inspiración, de genio artístico. Sus tentativas fueron reiteradas, insistentes, infructuosas. Crispáronse en vano sus dedos alrededor del pincel, de la gubia, del palillo, del buril, del barro húmedo. Si no podía ser pintor ni escultor, a lo menos quería descollar como adornista, como grabador, como tallista; por último, desesperanzado ya, intentó resucitar los primores de orfebrería de Benvenuto Cellini; y si bien por cuenta propia no hizo nada digno de eterno olor, con la joyería, su vocación artística desalentada se convirtió en provechosa especulación industrial; se asoció a un joyero de fama, montó el taller a gran altura y se dedicó a negociar, escondiendo la incurable herida de su ardiente aspiración y sus mil fracasos.


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