Textos más populares este mes etiquetados como Cuento disponibles publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 7

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 27-02-2021


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Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Honor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Norberto tenía amor propio profesional. No era sólo la necesidad de ganarse la vida lo que le sujetaba su oficio de cocinero. Un elogio, la seguridad de haber estado a su altura, valían para él tanto o más que el sueldo, no escaso, que ganaba. Recreábase, con regodeo de artista, en los platos, en las salsas, en las combinaciones que a veces hasta tenía la gloria de inventar. Su pundonor llegaba al extremo de dormir mal el día en que pensaba haber echado a perder un guiso.

Especialmente cuando el señor marqués de Cuéllares convidaba a algunos amigos, preocupábase Norberto de que todo saliese al primor. Así le había sucedido aquella noche de Jueves Santo, en que lo más demostrativo de la superioridad de un jefe, una comida suntuosa de vigilia, afirmaría una vez más sus aptitudes.

Metido en faena, calado el limpio gorro blanco, ceñido el delantal sobre la panza, que empezaba a redondearse, daba vueltas Norberto, atendiendo a que el envío fuese perfecto, ya que los platos, sin duda, lo eran. La oportunidad en trinchar y mandar a la mesa bien presentado, competía en él con la ciencia de la preparación de los manjares. Estaba satisfecho de la sopa bisque, alta de sabor, propia para comida de solteros, que tienen el paladar refinado, y hasta quizás estragado; y creía haberse sobrepujado a sí mismo en la trucha a la Chambord, en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas, las quenefitas de puré de pescado, las ostras y las colas de cangrejo colocadas simétricamente. En esta tarea se enfrascaba, cuando uno de los pinches se le acercó con una especie de murmurio misterioso:

—Ahí está… Dice que quie pasar…

No debía ignorar Norberto a quién se refería el recado, porque no preguntó, y se limitó a encogerse de hombros, silabeando desdeñosamente:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Hombre-cerdo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Testamento del Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante una mesa cubierta de papelotes, sepultado en vasto sillón de cuero inglés, un mozo, pensativo, registra el fárrago. Sus cejas negras, que dibujan sobre la frente sin arrugas un arco de azabache, se fruncen de descontento, y sus ojos sombríos se nublan más al empezar a leer un documento voluminoso, hojas y hojas de letra temblona y confusa: el testamento del año 1920.

Es lo que llaman ológrafo; es decir, escrito de puño del otorgante. Y el mozo reniega de quien tal mamotreto le condenó a descifrar. A la vez, cuanto más claro resultase su texto, siente que acaso fuese mayor su confusión y disgusto. En vez de legar al sucesor fincas, dinero, bienes de todas clases, como era de esperar de tan opulento señor, de un señor en cuyos tiempos de tal suerte había crecido como ola de espuma la riqueza, se encontraba el heredero con que le dejaban únicamente, y a montones, conflictos, miseria y luchas. Y esto de las luchas era lo que más desconcertaba al muchacho, lo que le causaba horror. Cuando, desconocido, recluso en una isla quimérica, le adoctrinaban ciertos brujos espectrales para que luego ejerciese dignamente sus funciones de Año, decíanle los tales brujos que el mundo pertenecía a la paz y que una fraternal corriente de amor unía a los pueblos. Y por el mazorral legajo que en las manos tenía, le era fácil ver al novato que la paz, más que nunca, parecía fantasma de ensueño, y la fraternidad, dogma ya desechado. El primer desengaño, el primer contacto con la realidad de la vida, era lo que envolvía en cendales de tristeza las facciones del Año mozo y crispaba sus dedos al volver con fastidio las hojas del instrumento legal.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Panteón de los Años

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá donde las eternas nieves cubren, como un casquete de plata, la extremidad de la tierra, y existen soledades dilatadísimas, sin rastros de vida, no ya humana, sino de toda clase, con gigantescos bloques de hielo, se ha formado el eterno edificio.

Se alzan colosales sus bóvedas transparentes, y su estilo arquitectónico recuerda en gran parte el de las construcciones atribuidas a los cíclopes. La puerta, la única puerta, es baja, y no existen ventanas, ni cornisas ni adornos. Dentro, salas y más salas, y, abiertos en el mismo hielo, nichos donde descansan los años difuntos. Fue el Padre Tiempo, el viejo temeroso, el siempre joven interiormente, el que se renueva a medida que se consume, quien trazó el plano y erigió los muros deslumbradores de este edificio misterioso, para dar en él sepultura magnífica a sus hijos, según van precipitándose en el abismo del no ser.

Millones de años yacen allí, y el mayor número ha transcurrido sin dejar huellas en la memoria de nadie. Antes de que el hombre, en el período del último terciario y el primer cuaternario, hiciese su aparición sobre la tierra, años infinitos, que no es posible calcular, habían caído silenciosamente en la fosa común, como caen las hojas en las grandes selvas desconocidas, y se amontonan formando capas de mantillo, donde brotará nuevos gérmenes. Padre amoroso, aunque devore a su progenie por necesidad ineludible, el barbado Kronos recogió a esos años oscuros y sin historia, y los llevó al palacio fúnebre y glacial. Ninguna inscripción señaló el sitio que ocuparon. Eran los años anónimos, en que todo fermentaba para las evoluciones y los cataclismos futuros.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Paraguas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaba siempre allí, en el ángulo de la humilde salita, arrinconado, y todos los sábados lo desempolvaba Ángeles cuidadosamente. Era un magnífico paraguas, cuyo origen británico no podía ponerse en duda, y que tenía ese aspecto confortable que caracteriza a los productos de la industria inglesa; y lo elegante del puño, lo rico de la seda, lo recio y bien modelado de las bellotas que, pendientes de un cordón, decoraban el mango, producían una impresión de lujo.

Lo que rodeaba, en cambio, transcendía a pobreza vergonzante. Muebles marchitos y estropeados, que vanamente intentaban recomponer doña Máxima y Ángeles, vestidas también ellas, no diré de andrajos, pero de trapitos ala de mosca —vueltos, recosidos y rezurcidos—, y sujetas a régimen de patatas y sardinas, lo más barato que por entonces salía a la plaza.

Llevaban las señoritas de Broade, que tal era su apellido, con suma dignidad su triste situación. Las había reducido a ella un caso singular: la desaparición del padre y esposo, que tanto pábulo dio a las conversaciones; como que no se extinguió el alboroto en la ciudad hasta pasado un año. El señor Broade, el desaparecido, empleado en el escritorio de una importante casa de banca, era un hombre del cual nada malo se dijo nunca. Una tarde salió, como otras muchas, a dar su paseíto higiénico, y paseíto fue, que iban transcurridos largos años sin que el paseante hubiese vuelto a su domicilio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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