Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento disponibles publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 2

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etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 27-02-2021


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El Clavo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Leocadio Retamoso era lo que se llama un muchacho excelente: hasta unas miajas insignificante, pues no se metía con nadie, no discutía jamás en público, no se le conocían amoríos, no tenía vicios, no se enfrascaba en lecturas, no escribía ni soñaba en lanzarse a conferenciar. Así es que los juicios acerca de él fluctuaban entre cierta indiferencia benévola y cierta indulgencia sin calor. Pertenecía al número de los que no tienen enemigos y de quienes la gente se olvida a los dos minutos de verles.

En realidad, Leocadio era un enfermo del alma. Sus padres —una señora desequilibrada de los nervios y un señor agotado por la vida de juerga constante a que se entregan tantos hombres de acomodada posición entre los cuarenta y los sesenta— le habían transmitido ésa melancolía sorda, ese desasimiento de todo, que en otros tiempos conducían al claustro, donde encontraban alivio y hasta curación: porque el claustro, que nuestra ignorancia llama «soledad», no fue sino compañía, y compañía de personas muy cultivadoras de la amistad, muy amigas de la conversación y muy bienhumoradas generalmente —hablo de los conventos en su período de esplendor, de los conventos que formaban parte de un estado social en el cual eran bien vistos y familiares.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Instinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel año, las monjitas de la Santa Espina se habían excedido a sí mismas en arreglar el Nacimiento. En el fondo de una celda vacía, enorme, jamás habitada, del patio alto, armaron amplia mesa, y la revistieron de percalina verde. Guirnaldas de chillonas flores artificiales, obra de las mismas monjas, la festoneaban. Sobre la mesa se alzaba el Belén. Rocas de cartón afelpadas de musgo, cumbres nevadas a fuerza de papelitos picados y deshilachado algodón, riachuelos de talco, un molino cuya rueda daba vueltas, una fuentecilla que manaba verdadera agua, y los mil accidentes del paisaje, animados por figuras: una vieja pasando un puente, sobre un pollino; un cazador apuntando a un ciervo, enhiesto sobre un monte; un elefante bajando por un sendero, seguido de una jirafa; varias mozas sacando agua de la fuente; un gallo, con sus gallinas, del mismo tamaño de las mozas, y por último, novedad sorprendente y modernista: un automóvil, que se hunde en un túnel, y vuelve a salir y a entrar a cada minuto…

Pero lo mejor, allá en lo alto, era el Portal, especie de cueva tapizada de papel dorado, con el pesebre de plata lleno de pajuelitas de oro, y en él, de un grandor desproporcionado al resto de las figuras, el Niño echado y con la manita alzada para bendecir a unos pastores mucho más pequeños que él, que le traían, en ofrenda, borregos diminutos…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Viaje de Don Casiano

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No podrá decir nadie que don Casiano emprendió a la ligera aquella expedición que había de hacer época en su vida sedentaria y penumbrosa, encerrada entre las cuatro paredes de las Bibliotecas que asiduamente frecuentaba.

Don Casiano frisaba en los cincuenta y cinco años, y a pesar de estudios muy pacientes y de una tenacidad de insecto roedor, no había conseguido que su labor fuese estimada en lo que a su juicio valía.

Para hablar con lisura, nadie se enteraba ni hacía caso de labor semejante. Con menor esfuerzo, otros, eruditos e investigadores alcanzaban fama y hasta un rayito de pálida gloria. Se les otorgaban honores; se les llevaba a puestos lucrativos y cómodos, verdaderas brevas. Él seguía vegetando, guardando en los cajones del escritorio los elementos de una obra magna que proyectaba desde hacía lo menos quince o veinte años, y para la cual, en medio de tanto acopio de materiales, notas, apuntes, extractos y fárragos, le faltaban algunos decisivos. No importa: él sabía dónde desenterrarlos. Diversas noticias le habían hecho sospechar que el tesoro se guardaba en la catedral de Nublosa, una de las más interesantes por su arquitectura de fortaleza y por los recuerdos históricos que a ella iban reunidos.

Tardó, sin embargo, don Casiano un lustro en habituarse a la idea de que era preciso visitar la vieja ciudad, aislada a respetable distancia de la línea férrea. Encaramada en la ladera de un monte escueto, Nublosa apiña su caserío, que parece hincarse de hinojos ante el templo que la sirve de acrópolis, y éste, ceñudo y severo, con sus torreones y su recinto fortificado, desafía el vuelo del tiempo, y se diría que condena la vanidad del presente con la majestad grave del pasado.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Argolla

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sola ya en la reducida habitación, Leocadia, con mano trémula, desgarró los papeles de seda que envolvían el estuche, se llegó a la ventana, que caía al patio, y oprimió el resorte. La tapa se alzó, y del fondo de azul raso surgió una línea centelleante; las fulguraciones de la pedrería hicieron cerrar los ojos a la joven, deliciosamente deslumbrada. No era falta de costumbre de ver joyas; a cada instante las admiraba, con la admiración impregnada de tristeza de una constante envidia, en gargantas y brazos menos torneados que los suyos. Si aquel brillo le parecía misterioso (el de los tachones de una puerta del cielo), es que se lo representaba alrededor de su brazo propio, como irradiación triunfante de su belleza, como esplendor de su ser femenino.

¡Había pasado tantos años ambicionando algo semejante a lo que significaba aquel estuche! Siempre vestida de desechos laboriosamente refrescados (¡qué ironía en este verbo!); siempre calzada con botas viejas, al través de cuya suela sutil penetraba la humedad del enlodado piso; siempre limpiando guantes innoblemente sucios, con la suciedad ajena, manchados en los bailes por otra mujer; siempre cambiando un lazo o una flor al sombrero de cuatro inviernos o tapando el roto cuello de la talma con una pasamanería aprovechada, verdosa, Leocadia repetía para sí con ira oculta: «¡Ah! ¡Cómo yo pueda algún día!». No sabía de qué modo…, pero estaba cierta de que aquel día iba a llegar, porque su regia hermosura, mariposa de intensos colores, rompía ya el basto capullo.

Recibida Leocadia en casa del opulento negociante Ribelles, como señorita de compañía de sus hijas, el hermano del banquero, solterón más rico aún, al regreso de uno de sus frecuentes viajes al extranjero, hallándola sola cuando volvía de escoltar a sus sobrinas, la detuvo, y sin preámbulo le dijo… lo que adivina el lector.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Camarona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Blandos marinistas de salón, que sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que pretendéis coger truchas a bragas enjutas…, no contempléis el borrón que voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo, como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.

¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo mismo que Anfítrite…, pero no de sus cándidas espumas, como la diosa griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada en meses se pusiera a jalar del arte; pero ¡qué quieren ustedes!, esas delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal, entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande, envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Fantaseando

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al fin se arregló; la noche de un día en que ni a Paquito le dolió el vientre, ni Bruno sufrió elevación de temperatura, ni Maleta (Magdalena) tuvo jaqueca, ni Sinsín (Asís) rompió ningún objeto o se revolcó rabiando por la alfombra, el matrimonio Ruyalvar adquirió un palco, invitó a los primos y fue a cumplir el capricho de ver y oír a la famosa cupletista La Bella Dorada.

Se hablaba de ella con ahínco en los círculos de la gente que vive en juerga, no tiene que hacer y está arruinada o camino de arruinarse. De estas esferas se comunicaba la curiosidad a otras más morigeradas y pacíficas, llegaba hasta los hogares y alborotaba la fantasía de los señores formales, hasta de las señoras gordinflonas y apáticas… La Bella Dorada no era parisiense, sino española neta, chispera de Madrid. En sus tiernos años, cuando se llamaba Emeteria Cornejo, ejercía un oficio: aprendiza de fregadora. Después…, lo de todas: rodar. Rodando, la piedra desciende; pero la mujer, en la escala del vicio, puede subir. Y por una serie de azares venturosos y una rara disposición natural, la fregadorcilla subió. En Madrid se hizo ya notoria, al principio entonando canciones de un verde zafio, en cafés humosos y con fuerte vaho a humedad; pasando luego a un music-hall, el Dorado, que acababa de instalarse y que personificó en una revista, luciendo un traje todo de oropel, faldellines de gasa de oro, zapatos de oro, medias de oro y alrededor de la frente un círculo de rayos de oro…, falsísimo… Entonces, por primera vez, sonó en diarios el nombre de La Bella Dorada. Y la mata de pelo negro de la chulapa matritense quedó convertida en blondo tusón de pícara extranjera.


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El Puño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que recuerdan esta historia la sitúan en los años en que Marineda era todavía uno de esos pueblos pacíficos y semiadormilados donde ocurren precisamente las mayores tragedias individuales. La línea sombría de las fortificaciones rodeaba aún a la población como una cintura de hierro; las comunicaciones eran difíciles; se creería que ningún hecho pudiese envolverse en misterio, y que la gente viviese como bajo vidrio; y, sin embargo, latía el drama a favor de la misma calma pantanosa, del yerto sosiego que envolvía a la ciudad, dividida en dos grupos: el pueblo viejo, con sus iglesias, conventos y edificios públicos, Audiencia y Capitanía, y el barrio de los pescadores, con sus casuchas humildes y su naciente comercio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Gemelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La condesa de Noroña, al recibir y leer la apremiante esquela de invitación, hizo un movimiento de contrariedad. ¡Tanto tiempo que no asistía a las fiestas! Desde la muerte de su esposo: dos años y medio, entre luto y alivio. Parte por tristeza verdadera, parte por comodidad, se había habituado a no salir de noche, a recogerse temprano, a no vestirse y a prescindir del mundo y sus pompas, concentrándose en el amor maternal, en Diego, su adorado hijo único. Sin embargo, no hay regla sin excepción: se trataba de la boda de Carlota, la sobrina predilecta, la ahijada… No cabía negarse.

«Y lo peor es que han adelantado el día —pensó—. Se casan el dieciséis… Estamos a diez… Veremos si mañana Pastiche me saca de este apuro. En una semana bien puede armar sobre raso gris o violeta mis encajes. Yo no exijo muchos perifollos. Con los encajes y mis joyas…».

Tocó un golpe en el timbre y, pasados algunos minutos, acudió la doncella.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó la condesa, impaciente.

—Ayudaba a Gregorio a buscar una cosa que se le ha perdido al señorito.

—Y ¿qué cosa es ésa?

—Un gemelo de los puños. Uno de los de granate que la señora condesa le regaló hace un mes.

—¡Válgame Dios! ¡Qué chicos! ¡Perder ya ese gemelo, tan precioso y tan original como era! No los hay así en Madrid. ¡Bueno! Ya seguiréis buscando; ahora tráete del armario mayor mis Chantillíes, los volantes y la berta. No sé en qué estante los habré colocado. Registra.


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El Casamiento del Diablo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Voy a contaros un cuento de viejas, como que lo aprendí de una solterona de sesenta y pico, toda cansadita de llevar a cuestas su amarillenta palma, y tan corrida de envidia y despecho, que en vez de entretenerse cuidando loros y perros de lanas, no tenía más solaz que curiosear y celebrar los infortunios conyugales (ya supondréis que nunca le faltaba diversión). Ahora ya que sabéis la procedencia, oído al cuento.

Es el caso que el demonio, el mismísimo Satanás, a fuerza de padecer los suplicios infernales; a fuerza de ser por tantos miles de años achicharrado, frito, escabechado, tostado, esparrillado y dorado a la brasa, empezaba a sentir menos el dolor, y en cierto modo a habituarse a las torturas. No pudiendo la Justicia Divina tolerar que el ángel rebelde que nos perdió eludiese su castigo, trató de imponerle algún nuevo y desconocido tormento, no probado hasta entonces; y con la admirable previsión que determina los actos del Omnipontente, ordenó que sin pérdida de tiempo se casase Satanás.

El demonio, a quien todo se le podrá negar menos el pesquis, cuando supo el nuevo castigo, aturdió con aullidos de desesperación las negras sendas del averno; pero allí no valían pamemas, y no había, sino que a casarse tocan, porque quien manda, manda. En vista de la necesidad ineludible, avínose Satanás a doblar el cuello al yugo; y únicamente pidió con gran humildad (estilo bien sorprendente en el maestro de la soberbia) que le permitiesen elegir de una terna la esposa que había de compartir con él las lobregueces del Tártaro; pensando para sí que elegiría mujer incapaz de engañarle (cosa difícil, porque rara es la mujer que no sabe engañar al diablo), a toda prueba virtuosa, pues no hay apreciador más refinado de la virtud en la mujer que el muy ladino demonio.


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El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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