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La Resucitada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena... Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Horma de su Zapato

Vicente Riva Palacio


Cuento


Con sólo que hubiera tenido talento, instrucción, dinero, buenos padrinos y una poca de audacia, habría hecho un gran papel en la sociedad el amigo que me refirió lo que voy a contar. Pero aunque de escasa lectura, como es viejo y no ha salido de Madrid, tiene mucho mundo, y debe creer que es una verdad cuanto me dijo, y allá va ello.

Hay en el infierno jerarquías, lo mismo que en el cielo y en la tierra; y hay diablos que ocupan encumbrados puestos, mereciéndolos o no; al paso que hay otros que se llevan de cesantes, sin tener ni una mala alma de usurero a quien dar tormento, ni reciben siquiera la comisión de pervertir en el mundo, para llevar al reino de las tinieblas el espíritu de algún desesperado mortal.

Uno de éstos, de quien se decía que por pasarse de listo había sido dado de baja, andaba siempre en pretensiones sin poder alcanzar empleo; entre los diablos mejor informados y que estaban al corriente de las intrigas políticas, se aseguraba que este infeliz, que tenía por nombre Barac, que en hebreo tanto quiere decir como Relámpago, debía todos sus infortunios a la enemistad de otro diablo llamado Jeraní (engañador), que le tenía jurado odio mortal y que se había propuesto ponerle siempre en ridículo.

Pero a pesar de este odio y esa mala voluntad, Barac alcanzó al fin contar con buenos padrinos, seguro ya de burlar todas asechanzas de Jeraní, que con esto quedaba vencido.

Un día, Luzbel, aunque poniendo mal ceño, llamó a Barac y le dijo:

—Si usted quiere —porque también en el infierno hay urbanidad— que se le reponga en su destino de tostador de malcasadas, que yo sé que es bastante alegre y socorrido, va usted a salir al mundo, y dentro de quince días, a las doce en punto de la noche, del lugar en que usted estuviese, ha de traer usted un alma de mujer, joven y bonita.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente: «Vente a pasar la Navidad conmigo. Te daré golosinas de las que te gustan». Y obteniendo de mi padre el permiso, y algo más importante aún, el dinero para el corto viaje, me trasladé a Estela, por la diligencia, y, a boca de noche, me apeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edificios, donde abre su irregular puerta cochera el parador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada de mi tía, en demanda de hospedaje; después, por uno de esos impulsos que nadie se toma el trabajo de razonar —tan insignificante creemos su causa—, decidí no aparecer hasta el día siguiente. A tales horas, la casa de mi tía se me representaba a modo de coracha oscura y aburrida. De antemano veía yo la escena. Saldría a abrir la única criada, chancleteando y amparando con la mano la luz de una candileja. Se pondría muy apurada, en vista de tener que aumentar a la cena un plato de carne: mi tía Elodia suponía que los muchachos solteros son animales carnívoros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisado, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían las llaves: había que sacar sábanas para mí... Y, sobre todo, ¡era una noche libre! A un muchacho, por formal que sea, que viene del campo, de un pazo solariego, donde se ha pasado el otoño solo con sus papás, la libertad le atrae.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Hijo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Contemplativo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Gitana Redentora

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Prólogo

Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.


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8 págs. / 15 minutos / 36 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Director de Veraneo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud, de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina, asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de diciembre amenazado de una neurastenia.

Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero, Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución, Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache, Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo, Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo veraniego.

Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de saludarme, dijo como para sí:


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dura Lex

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas —las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio—, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.

Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.

—El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos —decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes—, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! —repetía Igor en torno enfático—. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Psicología del Intruso

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.


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8 págs. / 14 minutos / 179 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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