No en París, en toda Francia era imposible encontrar un corazón más limpio y un carácter más dulce que el del señor Ramón.
Aquel pantalón azul pálido; aquella levita color de castaña,
descolorida por los años y abotonada a todas horas, pero dejando ver el
cuello y los puños de la camisa irreprochablemente limpios y brillantes
siempre, envolvían el compendio más perfecto de la bondad y de la
mansedumbre.
Desde el director de la compañía, desde el empresario hasta el
último de los tramoyistas del teatro de La Gaité, adonde tenía un
empleo, todos le llamaban papá Ramón, y ni hubo superior que tuviera
motivo de reñirle, ni compañero a quien diese ocasión de disgusto.
Papá Ramón vivía para servir a los demás, y a pesar de sus
cincuenta y cinco años y de su exterior endeble, porque era de pequeña
estatura, tenía resistencia para trabajar todo el día, y no contaba ni
con hora fija siquiera para almorzar, pero en la noche, cuando terminaba
la función, papá Ramón recobraba su autonomía y comenzaba a
pertenecerse a sí mismo.
Todas las noches, y era ya costumbre inveterada, al salir del
teatro entraba en un modesto pero aseado restaurante, ocupaba siempre la
misma mesa, a la derecha de la puerta de entrada, y allí, instalándose
cómodamente, sacaba del bolsillo El Fígaro del día, y comenzaba
la lectura, en tanto que el criado, que conocía el invariable gusto de
papá Ramón, después de darle las buenas noches, iba colocando unos tras
otros los platos que constituían aquella cena cotidiana.
Papá Ramón no abandonaba el periódico; leía mientras estaba
comiendo, o mejor dicho, comía instintivamente, mientras que saboreaba
la lectura.
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