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El Espejo de Matsuyama

Juan Valera


Cuento


Mucho tiempo ha vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en la provincia de Echigo.

Hubo de acontecer, cuando la niña era aún muy pequeñita, que el padre se vio obligado a ir a la gran ciudad, capital del Imperio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles, a la vuelta, muy lindos regalos.

La madre no había ido nunca más allá de la cercana aldea, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde el rey y los magnates habitaban, y donde había que ver tantos primores y maravillas.

En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje azul que sabía que a él le gustaba en extremo.

No atino a encarecer el contento de esta buena mujer cuando vio al marido volver a casa sano y salvo. La chiquitina daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto, durante la peregrinación, y en la capital misma.

—A ti—dijo a su mujer—te he traído un objeto de extraño mérito; se llama espejo. Mírale y dime qué ves dentro.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Alma Enferma

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Toda la tarde estuvo Eudoro, la cabeza entre las manos, los ojos perdidos en no sé cuál lejanía de ensueño, muy lejos de sí mismo, en una escapada melancólica al país de los recuerdos.

Estaba triste, muy triste. Por la primera vez amaba de veras, y su amor era la causa de su pena. Ese amor no podía vivir. Lo mataba la inopia. Y el pensamiento del joven, adolorido, se fue á los buenos tiempos de la infancia.

El recuerdo es amargo y embriagador como el ajenjo. La memoria de las cosas pasadas, de los amores muertos, de las viejas alegrías, es de una voluptuosidad dolorosa. Eudoro pensó en su padre, en el gallardo militar muerto de cara al enemigo, en pro de su bandera. Tuvo envidia de aquella desaparición luminosa. El hijo del héroe sintió la nostalgia de la gloria. Sentía vagas aspiraciones hacia esa dulce quimera. Retoño de una aristócrata, que despreció siempre las clases bajas, y de un soldado, que despreció siempre la vida, Eudoro sentía cómo se alzaban en su corazón desdenes atávicos, cumbres de orgullo, doradas nieblas de vanidad. Estas nieblas, ahora rompidas por la miseria, no eran sino trágicos girones; estas cumbres, fulminadas por el dolor, ardían; estos orgullos, enfrenados, se encabritaban como potros cerriles.

Nacido en cuna de oro, criado en la opulencia, gozando una primera juventud color de rosa, Eudoro, como la Porcia de Musset, vivió:


Ignorant le besoin, et jamais, sur la terre,
Sinon pour l'adoucir, n'ayant vu de misère.
 


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento de Italia

Rufino Blanco Fombona


Cuento


I

Lucio, el zapatero de viejo, es un joven. Sus primaveras brillan al sol de la tarde. La luz entra en el tabuco, besa el lomo de un angora, perezoso como un viejo poeta, y en la frente á la madre de Lucio, suerte de Margarita anciana, vejezuela adorable, de blancura risueña y sonrisa de amor.

La viejecita hace calceta; el gato sueña un poema de ratones, mientras recibe un baño de sol; Lucio trabaja, junto á la puerta, encapotado el ceño y en la boca un gesto de amargura. De hito en hito, echa ojeadas fuera, á la calle.

Discurren gentes, á las cuales ve el zapatero sin mirarlas. Una mujer, flor de la plebe, gentil de persona, muy maja, cruza rozando su faldellín, de exprofeso, con el quicio de Lucio; y lanza adentro una mirada, insolente como una provocación. El zapatero fulmina su martillo sobre la suela. Al golpe violento la viejecita, asustada, lo reprocha:

—Caramba, Lucio.

Pero nada advierte la anciana. Desde su mullido sitial del fondo, y el pensamiento muy distante, no mira qué pasa en la calle, á su puerta.

La mujer de mirada atrevida como una provocación, repasa. Lucio finge no verla; y asume un aire distraído. La provocadora cruza una vez más; ésta con un hombre. A la mirada y sonrisa de la hembra, el zapatero responde cantando:


La donna è mobile
qual piuma al vento....
 

La vejezuela escucha, regocijada, á su hijo. Del corazón de la anciana, como de un nido, salen volando recuerdos. Y no penetra la blanca viejecita cuánto es dolorosa la figura de aquel joven, la pena en el alma, y en los labios una canción fingida.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Filosofías Truncas

Rufino Blanco Fombona


Cuento


De esas raras equivocaciones tiene el destino. Aquella dama, nacida para musa ó para novia de poeta, no vivía en las estrofas de alguna gentil canción, vivía, gran señora, en un mundo del cual ella no amaba sino la pompa; y esa dulce desterrada de los poemas, consolaba su ostracismo reuniendo en su torno, músicos, novelistas, poetas, espíritus enamorados de la gloria, almas que deslumbra la verde visión de una hoja de laurel.

Esa noche parloteaban alegremente los invitados, en el saloncito carmesí. Eran hasta cinco personas: la señora, tres escritores y un viajero, recomendado de un amigo distante, y que venía de países muy remotos.

Se hablaba de todo. Se narraron sensaciones de libros y de viajes. Se picó en las ideas, como colibríes en cálices de flores.

La dama presidía. Su gentileza dejaba caer sonrisas, rosas de sus labios; y repartía miradas, besos de luz. Y eran, miradas y sonrisas, lauro lisonjero de aquella como justa.

Los escritores, á las veces, no se entendían. Bañados en el resplandor de una estrella, se tropezaban al buscar, los ojos en el cielo, la misma luz bienhechora.

Se habló de vanidad.

El novelista no negaba la suya.

—Mi vanidad es sonora como un órgano, decía.

El crítico, alma escéptica, se comparaba con Leonardo de Vinci, con Miguel Angel, con los más hermosos genios latinos y concluía porque nada que él hiciese valdría la pena.

El escéptico no se daba cuenta de su yerro. En su confesión de humilde había un rayo cegador de vanidad. El no se comparaba con los mediocres, ni siquiera con los buenos; se comparaba con los mejores y negaba la luz de su ingenio porque no ardía como un sol.

El crítico exclamaba:


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Caballero del Azor

Juan Valera


Cuento


I

Hará ya mucho más de rail afios, habla en lo más esquivo y fragoso de los Pirineos una espléndida abadía de benedictinos. El abad Eulogio pasaba por un prodigio de virtud y de ciencia.

Las cosas del mundo andaban muy mal en aquella edad. Tremenda barbarie había invadido casi todas las regiones de Europa. Por donde quiera luchas feroces, robos y matanzas. Casi toda España estaba sujeta a la ley de Mahoma, salvo dos o tres Estadillos nacientes, donde entre breñas y riscos se guarecían los cristianos.

En medio de aquel diluvio de males, pudiera compararse la abadía de que hablamos al arca santa en que se custodiaban el saber y las buenas costumbres y en que la humana cultura podía salvarse del universal estrago. Gran fe tenían los monjes en sus rezos y en la misericordia de Dios, pero no desdeñaban la mundana prudencia. Y a fin de poder defenderse de las invasiones de bandidos, de barones poderosos y desalmados o de infieles muslimes, habían fortificado la abadía como casi inexpugnable castillo roquero, y mantenían a su servicio centenares de hombres de armas de los más vigorosos, probados y hábiles para la guerra.

La abadía era muy rica y famosa: rica por los fertilísimos valles que en sus contornos los monjes habían desmontado, cultivándolos con esmero y recogiendo en ellos abundantes cosechas; y famosa, porque era como casa de educación, donde muchos mozos de toda Francia y de la España que permanecía cristiana acudían a instruirse en armas y en letras. Entre los monjes había sabios filósofos y teólogos y no pocos que habían militado con gloria en sus mocedades antes de retirarse del mundo. Estos enseñaban indistintamente las artes de la paz y de la guerra; cuanto a la sazón se sabía. Y luego, según la índole de cada educando, los pacíficos y humildes se hacían sacerdotes o monjes, y los belicosos y aficionados a la vida activa salían de allí para ser guerreros y aun grandes capitanes.


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9 págs. / 17 minutos / 48 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Perro del Regimiento

Daniel Riquelme


Cuento


Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de la marcha por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo, tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo entre sus hijos.

Imagen viva de tantos ausentes, muy pronto el aparecido se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que de ese modo fuera algo de todos y de cada uno.

Sin embargo, no pocas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de grandes alborotos y por ellos tratose en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» no apareció. Se había hecho humo como en todos los casos en que presentía tormentas sobre su lomo. Porque siempre encontraba en los soldados el seguro amparo que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía, humilde y corrido, cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que el día memorable del alto de la alianza, conquistó su regimiento a las órdenes del comandante Pinto Agüero, a quién pasó el mando, bajo las balas, en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de ese modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno, en su esfera, había alcanzado en ellas...

Pero mejor será referir el cuento tal como pasó, a fin de que nadie quede con la comezón de esos puntos y medias palabras, mayormente desde cada hay que esconder.


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6 págs. / 10 minutos / 133 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Carta de Amor

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Aunque escribo esta carta pensando en tí, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.

Me dirijo á tí, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro á tí, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.

Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho á mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de tí no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.

Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.

Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, á la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?

¡Hoy, cuán distinto! nos separámos, huyéndonos. Tú correrás á tus amigas, ó al parque, ó al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula á mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.

¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.


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3 págs. / 6 minutos / 108 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pájaro Verde

Juan Valera


Cuento


I

Hubo, en época muy remota de esta en que vivimos, un poderoso Rey, amado con extremo de sus vasallos, y poseedor de un fertilísimo, dilatado y populoso reino, allá en las regiones de Oriente. Tenía este Rey inmensos tesoros y daba fiestas espléndidas. Asistían en su corte las más gentiles damas y los más discretos y valientes caballeros que entonces había en el mundo. Su ejército era numeroso y aguerrido. Sus naves recorrían como en triunfo el Océano. Los parques y jardines, donde solía cazar y holgarse, eran maravillosos por su grandeza y frondosidad, y por la copia de alimañas y de aves que en ellos se alimentaban y vivían.

Pero ¿qué diremos de sus palacios y de lo que en sus palacios se encerraba, cuya magnificencia excede a toda ponderación? Allí muebles riquísimos, tronos de oro y de plata, y vajillas de porcelana, que era entonces menos común que ahora; allí enanos, jigantes, bufones y otros monstruos para solaz y entretenimiento de S. M.; allí cocineros y reposteros profundos y eminentes, que cuidaban de su alimento corporal, y allí no menos profundos y eminentes filósofos, poetas y jurisconsultos, que cuidaban de dar pasto a su espíritu, que concurrían a su consejo privado, que decidían las cuestiones más arduas de derecho, que aguzaban y ejercitaban el ingenio con charadas y logogrifos, y que cantaban las glorias de la dinastía en colosales epopeyas.

Los vasallos de este Rey le llamaban con razón el Venturoso. Todo iba de bien en mejor durante su reinado. Su vida había sido un tejido de felicidades, cuya brillantez empañaba solamente con negra sombra de dolor la temprana muerte de la señora Reina, persona muy cabal y hermosa a quien S. M. había querido con todo su corazón. Imagínate, lector, lo que la lloraría, y más habiendo sido él, por el mismo acendrado cariño que le tenía, causa inocente de su muerte.


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27 págs. / 48 minutos / 96 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Dolor de Pedro

Rufino Blanco Fombona


Cuento


Era la media noche. Pedro acababa de matar la luz de su lámpara. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era sonrisa de la luz, en la estancia, cuanto devolvía el beso de oro de la lámpara en nota luminosa, entraba en la obscuridad. La habitación, paramentada de sombra, yacía en la mudez. La luz no cantó más su canto de notas risueñas. En el centro del dormitorio, Pedro, en pie, parecía una estatua cubierta de un paño fúnebre.

Y el joven entró en el lecho, y se arrebujó en las frazadas, gustoso de respirar aquel ambiente de soledad bienhechora.

Apenas reclinaba la frente, satisfecho de sí mismo, aquella noche consagrada al estudio, apenas oreaba sus párpados el ala del sueño, cuando escuchó un ruidecillo. Se puso á oír: el ruidecillo era como de patas de mosca sobre una cuartilla de papel; como de un vuelo susurrante de cínife; como de enjambre de hormigas arrastrando un ala de mariposa.

Y desde el propio lecho acechó el sitio del rumoreo. En una pata del escritorio que simula una garra de león, miró lucir una chispa como de astro, intensa, de luz amable y generosa.

Pedro creyó ver un brillante, rico regalo de algún duende; pensó que alguna hada munífica le hacía, por manera curiosa, aquel gentil presente. Pero el diamante comenzó á titilar como un Véspero, al pie del escritorio, y temblante, movía su luz bajo la zarpa de caoba.

Pedro comprendió que mal podía ser un diamante la lucecilla vivaz y móvil. Y encendió la bujía de cera encarnada.

Entonces pudo ver una cosa épica. En una red de araña, de tenue urdimbre gris, un gusano de luz, un cocuyo, se debatía prisionero, acometido por inmunda cucaracha.

Pedro se llenó de piedad y de ira.


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Adiós a Lurín

Daniel Riquelme


Cuento


Era el inolvidable 12 de enero de 1881.

El Ejército alzaba sus reales para marchar sobre Lima.

El día, desde el toque de diana —ese canto de diucas puesto en música— había tenido los afanes de una gran mudanza: la emigración de veintitrés mil hombres que se lanzaban a lo desconocido, a esos siniestros desconocidos, la noche, el desierto y la muerte.

Cada encuentro era una lluvia de adioses, promesas y apresurados encargos. Las niñas de Chile no pueden presumir cuántos de sus nombres fueron allí recordados entre suspiros que remedaban un beso. En el fondo de todo, aun de la extraña alegría de muchos, vibraba una nota e ternura cuyo desborde contenía vigoroso apretón de manos.

¡Y cuántas manos estrechamos entonces por última vez!

Larraín Alcalde con una barba nazarena de campaña, sentado sobre los huesos de ballena que servían de taburete en el rancho del comandante Pinto Agüero —en plena arena— excusaba los muebles y la pobreza del almuerzo por «motivos de viaje», prometiendo ¡ay! Otro de desquite en Lima.

Camilo Ovalle, con su mimbrosa talla y hermoso perfil de joven griego, fumaba cachimba en su ruca de cañas, esperando el toque de marcha.

Aquella ruca recordaba un encierro de colegio.

Sobre el suelo una estera, encima unos ponchos y por almohada un capote enrollado que escondía una caja de habanos, único lujo que lo ligaba a las elegancias de la vida de Santiago, que había abandonado por la ruda pobreza el campamento.

¡Cuánta vida y cuánta hermosura en esa cara de 22 años!

Y se lo llevó la gloria, temerosa de que en Lima el amor matara a besos a ese niño heroico y austero, digno de morir por la Patria, honrando con su sangre la victoria.

¡Y tantos otros!


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Publicado el 30 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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