El sonido vibrante y argentino de la campana, anunciando el fin del
trabajo de aquel día, último de la semana, produjo en el taller de
serrería mecánica un movimiento general de expansión y alegría, del que
sólo podría dar alguna idea la algarabía y bullicio que á la salida de
la escuela arman los chiquillos, después de las tres horas de encerrona
reglamentaria.
Al eco de aquella voz metálica que en su lengua y á su manera decía á los obreros: Basta, id con Dios y descansad unas horas,
todos soltaron las herramientas del trabajo, requirieron el grasiento
sombrerillo ó la democrática gorra, y después de pasar por el despacho
del principal para percibir la paga de la semana, fueron saliendo á la
calle en grupos de dos en dos ó de tres en tres, hablando recio y
accionando mucho, alegres, satisfechos y sonrientes, haciendo sonar, al
andar, con dulce y sabroso retintín en el fondo de sus bolsillos, los
cinco duritos recién cobrados, fruto de los sudores de aquellos seis
días.
Detrás de todos, solitario, lento el paso y el aire pensativo, Pepe
Fernández, que de propósito parecía haberse quedado el último por
esquivar la conversación y alegría de sus compañeros, abandonó el
taller, y cerca de la puerta de salida, encontróse de manos á boca con
el jefe del establecimiento, el cual le dijo afectuosamente tendiéndole
la mano:
—Que los tengas muy felices ya de víspera, Pepe.
—Gracias, maestro, contestó éste, apretando con fuerza la mano
aquella vigorosa y peluda que el maestro le presentaba con franqueza. Y
sin más palabras ni cumplidos, añadió en seguida: Hasta mañana.
—Qué, ¿te vas sin cobrar?...
—Toma, y es verdad... ¿pues no se me había metido en la cabeza que hoy era viernes?
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