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Bola de Sebo

Guy de Maupassant


Cuento




Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos el terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.


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Dominio público
41 págs. / 1 hora, 12 minutos / 1.842 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Memento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles —dijo el doctor sonriendo a la evocación— no es el de varios amorcillos y lances parecidos a los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, lo que a cada paso veo con mayor relieve, es… la tertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha, a quien acompañaban todas las tardes otras tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes a la palma sobre el ataúd.

Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde, pues de noche las cohibían miedos, achaques y devociones, en el gabinetito, desde cuyas ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la catedral; y yo solía abandonar el paseo, a tal hora lleno de muchachas deseosas de escuchar piropos, para encerrarme entre aquellas cuatro paredes vestidas de un papel rameado que fue verde y ya era blancuzco, sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una cascada voz murmuraba:

—Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de gozo Candidita.

De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita lozaneaba, jamás descolló por su belleza.


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4 págs. / 8 minutos / 138 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Voces Queridas que se Han Callado

Horacio Quiroga


Cuento


Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.

El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquél se echó a reír con su portentosa gravedad local.

—¡Pero es sorprendente! —le dije—. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?

—¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!

—Sí, y una voz querida…

—Y de mujer…

—Muerta ya…

Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo —con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando— tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?

Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo…


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3 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.


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5 págs. / 10 minutos / 148 visitas.

Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.

La Canción de Oro

Rubén Darío


Cuento


Aquel día un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizás un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios, donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cúpulas doradas, reciben la caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros de mujeres gallardas y de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre orintal hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego las lunas venecianas, los palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá el cuadro valioso dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bonnat, y las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la yerba trémula y humilde. Y más allá…

* * *

( Muere la tarde.

Llega a las puertas del palacio un break flamante y charolado, negro y rojo. Baja una pareja y entra con tal soberbia en la mansión, que el mendigo piensa: decididamente, el aguilucho y su hembra van al nido. El tronco, ruidoso y azogado, a un golpe de fusta arrastra el carruaje haciendo relampaguear las piedras. Noche ).

* * *


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4 págs. / 7 minutos / 808 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Horacio Kalibang

Eduardo Ladislao Holmberg


Cuento


A José María Ramos Mejía

Acabas de publicar un libro, delicia de los materialistas, adeptos de una escuela formidable, que vá derrumbando muchas informalidades de los que se glorifican de la estacion bípeda y de cierta tercera circunvolucion en el lóbulo izquierdo del cerebro.

Te miro, por ello, no ya con el cariño del antiguo amigo, sinó con el respeto del discípulo, y me glorifico tanto más al dedicarte, como un homenage, este juguete discutible, cuanto que pienso en el gran número de los que habrán escupido los venenos de su alma sobre tus páginas de luz.

Puedes creer en mi sinceridad y leer el Horacio Kalibang para convencerte. Los que solemos escribir obras de este género no dejamos de dar á alguno de los personajes siquiera sea un rasgo de nuestro propio carácter.

Eduardo Ladislao Holmberg.

Buenos Aires, Enero de 1879.

I

—.... Es completamente falso,—dijo el Burgomaestre, llevando á sus lábios la copa verde, en la que su sobrino acababa de servirle el delicado vino del Rhin.

—¿Y lo creis fuera de los límites de lo concebible?—preguntó Hermann, con malicia.

—Lo concebible! lo concebible! todo es concebible, sobrino, pero no todo es posible.

—Así he oido decir más de una vez; pero desde que conocí el hecho, con su aterradora realidad, he llegado á comprender que existen fenómenos extraños, que la ciencia humana no explica y que talvez no podrá nunca explicar.

—Tu opinion no es más que la de un niño de escuela.

—Mi tio!


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18 págs. / 33 minutos / 418 visitas.

Publicado el 16 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Viajero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.

Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase compadecida:

—¿Quién llama?

Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:

—Un viajero.

Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.


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3 págs. / 6 minutos / 126 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Simún

Horacio Quiroga


Cuento


En vez de lo que deseaba, me dieron un empleo en el Ministerio de Agricultura. Fui nombrado inspector de las estaciones meteorológicas en los países limítrofes.

Estas estaciones, a cargo del gobierno argentino, aunque ubicadas en territorio extranjero, desempeñan un papel muy importante en el estudio del régimen climatológico. Su inconveniente estriba en que de las tres observaciones normales a hacer en el día, el encargado suele efectuar únicamente dos, y muchas veces, ninguna. Llena luego las observaciones en blanco con temperaturas y presiones de pálpito. Y esto explica por qué en dos estaciones en territorio nacional, a tres leguas distantes, mientras una marcó durante un mes las oscilaciones naturales de una primavera tornadiza, la otra oficina acusó obstinadamente, y para todo el mes, una misma presión atmosférica y una constante dirección del viento.

El caso no es común, claro está, pero por poco que el observador se distraiga cazando mariposas, las observaciones de pálpito son una constante amenaza para las estadísticas de meteorología.

Yo había a mi vez cazado muchas mariposas mientras tuve a mi cargo una estación y por esto acaso el Ministerio halló en mí méritos para vigilar oficinas cuyo mecanismo tan bien conocía. Fui especialmente encomendado de informar sobre una estación instalada en territorio brasileño, al norte del Iguazú. La estación había sido creada un año antes, a pedido de una empresa de maderas. El obraje marchaba bien, según informes suministrados al gobierno; pero era un misterio lo que pasaba en la estación. Para aclararlo fui enviado yo, cazador de mariposas meteorológicas, y quiero creer que por el mismo criterio con que los gobiernos sofocan una vasta huelga, nombrando ministro precisamente a un huelguista.


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11 págs. / 19 minutos / 190 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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6 págs. / 11 minutos / 203 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Paso del Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río—de—las—rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?


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10 págs. / 18 minutos / 1.422 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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