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El Pozo

Baldomero Lillo


Cuento


Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la capilla polvorienta.

El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.

Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.

Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espalda hacia la entrada, introducía en el cubo puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.

Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba alpargata de cáñamo.


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18 págs. / 32 minutos / 433 visitas.

Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Paso del Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río—de—las—rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?


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10 págs. / 18 minutos / 1.416 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Muerto Recalcitrante

Javier de Viana


Cuento


Esto pasó a mi regreso a la Estancia nativa, de donde mis padres me sacaron muy niño para enelaustrarme en un internado porteño, y enviarme después a Europa para completar mi educación.

Cuando salí de la Estancia, era chico; pero había tomado mate, había andado a caballo en mi petizo rosillo y había aspirado el perfume del trébol y de los sarandises en flor. Si las márgenes del Nilo tienen el loto que encariña, nuestros mansos canalizos crían el camalote que aquerencia. Ni las aulas, ni los libros, ni las ciudades y los paisajes extraños consiguieron aminorar mi culto al terruño. Todo al contrario: el tiempo y las distancias inflaron y magnificaron las leves reminiscencias del niño.

En el transcurso de mi vida estudiantil, el gusanillo atávico empeñóse en roer los textos extranjeros en las líneas donde juzgaban despectivamente nuestra tierra, y páginas enteras de los libros escritos por argentinos para ser leídos por los extranjeros, ajándose en demostrar que ya ni rastro quedaba del criollismo ancestral.

Claro que yo nunca dí crédito a semejante patraña. Sin embargo, al descender del tren sufrí na primera dolorosa decepción. Esperaba que hubiera ido a recibirme el viejo capataz de larga melena y largas barbas canosas, que en tiempos lejanos me domó el petizo rosillo y me dió las primeras lecciones de equitación. Y confiaba tener por vehículo un pingo piafante, vistosamente enjaezado a la criolla.

Mas, en vez del viejo me recibió un paisanito de bigote rasurado y que llevaba “jockey” en lugar de chambergo, y en reemplazo de la bombacha y de la bota granadera, pantalón ajustado y polaina de “chauffeur”. No me ofertó, felizmente, un auto, pero sí el asiento en elegante “charrette”, muy Bois de Boulogne.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 14 visitas.

Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

El Círculo de la Muerte

Abraham Valdelomar


Cuento


(Cuento yanqui)

I

Harry Black es riquísimo. Su cuñado es millonario y le dispensa una gran protección. Harry gasta el dinero de una manera alarmante. Una tarde en Harford City remató en diez mil dólares el archivo de cartas de una bailarina; y durante el tiempo que tiene convidados en su casa hace echar perfumes en las fuentes del jardín.

–Pero Harry, amigo mío, usted va a concluir pronto con su fortuna—, le reprochaba yo.

–La fortuna de mi cuñado es eterna. Descuide usted. No se concluirá nunca...

–¿Cómo? ¿Es socio de la Niágara Electric? ¿Su patrimonio corre a cargo del Estado?...

–¿Pero usted no sabe cómo se hizo millonario mi cuñado Richard?... Espere...

Hizo que el ayuda de cámara pusiese en el automatic una goma de The Merry Widow y empezó de esta manera:

–Los negocios del señor Kearchy marchaban mal. Kearchy, un hombre ingeniosísimo, era ante todo un yanqui. Acostumbrado a ver el mundo desde los edificios de cuarenta pisos de nuestro país, buscaba por encima de todo la resolución del problema de su redención pecunaria... A un sudamericano -y perdone usted mi franqueza, que es pecado de raza- se le habría ocurrido pedir un ministerio o un puesto en Europa. Una tarde, después de tomar un chop en un beer saloon de la Quinta Avenida, concibió una idea y se dirigió presuroso con ella donde Kracson, antiguo y sincero amigo suyo, que había llegado a poseer cerca de cien mil dólares en una negociación de cueros con sucursal en Boston y casa central en Wall Street.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 1.283 visitas.

Publicado el 3 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Carajo de Sucre

Ricardo Palma


Cuento


El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar. Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios; puede decirse que tenía lo que llaman la cólera blanca.

Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadillo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.

El mismo Santo Domingo cuando, crucifico en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada "Sacre nom de Dieu" y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.

Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad; pues su Ilustrísima, cuando el Evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo.

Sólo el mariscal Miller fue, entre los pro-hombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero ¡carajo!

El juraba en inglés y por eso un "¡God dam!" de Miller, (Dios me condene), a nadie impresionaba. Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:

— ¡Abur, gringo pícaro!

Miller detuvo al caballo y contestó:

— Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado, pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. ¡God dam!

Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: "Nadie diga de esta agua no beberé".


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 210 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Beso de Evans

Abraham Valdelomar


Cuento


(Cuento cinematográfico)

I

8 de agosto - 12 m.


–Alice... A...li...ce...

Los médicos acercan un espejo a sus labios. La soeur coloca en su pecho un pálido Cristo de marfil. El doctor Barcet abandona el pulso del enfermo. Evans Villard ha dejado de ser...

II

Había sido un hombre a la moda. Durante mucho tiempo, desde que su viaje a la India lo consagró como hombre de buen gusto, sus libros corrieron por las cinco partes del mundo. Después todos fueron triunfos. Medalla en la academia. Traducción de sus libros. Legión de honor. Reemplazó a Mr. Salvat en la primera columna de L'Echo. Fue en la embajada de El Cairo. Exquisito gusto, admirable cultura, irreprochable elegancia, ciertas óptimas condiciones orgánicas naturales, parisiense, apasionado, con un bigote discreto, Villard lo fue todo. En el Jockey Club, en el Casino, en los cabarets, en los bailes, la misma respuesta decidía el éxito del buen tono:

–¡Va a venir Evans Villard!...


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 725 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

De Carne y Hueso

Eduardo Zamacois


Cuento


INTRODUCCIÓN

Los astrónomos, al lanzar una mirada escrutadora á las profundidades del espacio, vieron que la Divinidad se empequeñecía y reculaba indefinidamente ante el poderoso objetivo de los telescopios, como los histólogos, analizando los elementos atómicos de los tejidos, desesperaron de poner jamás al alcance de sus escalpelos el espíritu humano: los astrónomos dudaron de Dios cuando el telescopio fracasó en el cielo, y los médicos dudaron del alma cuando el microscopio descompuso el nervio sin descubrir la X devorante de la vida; y es que el alma es la eterna quimera del individuo, como Dios es la quimera irresoluble del Cosmos.

Si es verdad, como dice Moleschott, que la inteligencia es un movimiento de la materia y que el hombre, como ser pensante, es producto de sus sentidos; y si es cierto, como afirma Taine, que «el pensamiento y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar,» ¿qué resta del espíritu, esa inmortal mariposuela voladora que la consoladora filosofía mística supone aleteando á través de las inmensidades siderales, en busca de su castigo ó de su salvación perdurable, después del último convulsivo estertor de la carne agonizante?...

Nada...

El alma no está en el vientre, como suponían los cartesianos, ni en la sangre, ni en el cerebro, y los que antiguamente se denominaron fenómenos psíquicos, son manifestaciones de la materia; vibraciones magnéticas de la carne omnipotente que ama, que desea, que sufre...

Eso es lo que la ciencia halló en el hombre: huesos que se mueven obedeciendo á órdenes musculares, y músculos que se contraen bajo el imperio de los nervios, que vibran sensaciones... ¡Materia, en fin, por todas partes! Materia que impresiona, materia que vibra, que se contrae y que obedece con la pasividad de lo inerte...


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125 págs. / 3 horas, 38 minutos / 283 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Ascetismo

Armando Palacio Valdés


Cuento


Si el ascetismo es consubstancial con el Cristianismo, o, en otros términos, si la mortificación del cuerpo es un derivado indeclinable del Evangelio, yo no soy capaz de decidirlo. Muchos católicos y otros que no lo son, como Schopenhauer y Tolstoi, lo afirman resueltamente; otros, como San Francisco de Sales, Fenelón, Dupanleup y el teólogo protestante Harnack, lo niegan. Hay pasajes en el Evangelio que parecen dar la razón a los primeros: «Si tu mano te hace pecar, córtala; si tu ojo te hace pecar, arráncalo.» «Anda, vende lo que posees y dalo a los pobres, y poseerás un tesoro en el Cielo.» «Si viene a Mí alguno y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no podrá ser discípulo mío.»

Pero otras máximas de Jesús, las reglas de vida que daba a sus discípulos, y aun su propia vida, indican, por el contrario, que concedía poca importancia a la penitencia corporal: «Como Juan viniera sin comer ni beber, decían ellos: es un hombre endemoniado. El Hijo de Dios ha venido comiendo y bebiendo, y ellos dicen: éste es un tragón y un bebedor de vino.» Nuestro Señor sabía, pues, que se le juzgaba de este modo, y no le importaba. Parecía poner empeño en no distinguirse de los demás exteriormente y en huir del tipo del asceta tradicional. Visitaba a los ricos como a los pobres, asistía a banquetes y bodas, se dejaba perfumar con esencias olorosas. En suma, el Redentor no pedía a nadie que abandonase su estado; a todos pedía únicamente amor y abnegación.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 107 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Quico el Sapo

Emilio Bobadilla


Cuento


I

El gran entretenimiento de aquel pueblecillo de pescadores, perdido entre montañas abruptas, bajo un cielo de añil, era Quico el Sapo. En las noches de invierno los marineros se divertían emborrachándole. Entre ellos, uno, á quien apodaban el Oso, por lo velludo y fornido, llevaba en ocasiones la broma hasta darle vino con orines, que Quico apuraba tan campante. Una vez á medios pelos, le toreaban á su antojo.

—Vamos, Quico, cuéntanos lo que te pasó con la Perfleuta la otra noche.

Quico, limpiándose la boca con el dorso de la mano y sonriendo picarescamente con sus ojos saltones de sapo, que nadaban en lágrimas pitarrosas, empezaba tartamudeando, como solía, su relato. Los marineros se agrupaban en torno suyo, en pie algunos, otros á la turca ó encaramados sobre el mostrador de la taberna, refocilándose de antemano con las picardihuelas del borrachín.

—La Perfleuta me dijo:—«Quico, sién... siéntate en mis... mis pi... pi... piernas.»—Y tú ¿qué hiciste?—Pus... pus me... me senté.—¿Y luego?—Pus... pus la... la besé.—¿Dónde?—En la... la bo... boca.—¡Ah, granuja!—Y soltaban el trapo á reír, entre exclamaciones y votos.

La Perfleuta, como la llamaban, era una ventera de más de sesenta años; desdentada, con una tripa de preñada crónica. Generalmente se la veía sentada á la puerta, zurciendo medias de lana ó echando de comer á un cerdo rubio, su compañero fiel que, con las orejas gachas y el hocico embarrado, la seguía por todas partes gruñendo.

La venta estaba fuera del pueblo, lindando con la carretera. Se componía de un mostrador y un armario en cuyos anaqueles había vasijas de barro, abarcas, grandes trozos de cecina, rollos de bramante, zuecos y frascos medio vacíos.


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Dominio público
14 págs. / 25 minutos / 68 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

Pico de Oro

Antonio de Trueba


Cuento


I

Trabajillo nos costará, ahora que estamos en invierno, trasladarnos, aunque sólo sea con la imaginación, a la ciudad de Burgos, dejando la benigna temperatura de las marismas de Vizcaya, donde fructifican el naranjo y el limonero, porque la temperatura de Burgos es tan fría, que allí, cuando el termómetro de Reaumur baja al grado de congelación, exclaman las gentes. «¡Qué, si tenemos una temperatura primaveral!» Pero ello, no hay remedio, hemos de trasladarnos allá, si hemos de oír al famoso Pico de Oro, que va a predicar en la nunca bastante ponderada catedral de Burgos.

¿No saben Vds. quién es Pico de Oro? Pues él muy nombrado es, porque en las iglesias siempre está uno oyendo exclamar a las mujeres: «¡Jesús, qué pico de oro!»

No sé si habrá más picos de oro que uno; pero el de mi narración era un fraile dominico tan célebre en toda Castilla por su elocuencia en el púlpito, que en cuanto se anunciaba que iba a predicar en cualquiera parte, no quedaba pueblo alguno entre las cordilleras carpetana y pirenaico-cantábrica de donde no fuera gente a oírle.

II

La buena, la religiosa, la caballeresca, la hidalga, la histórica, la monumental ciudad de Burgos estaba alborotada con la noticia de que el famoso Pico de Oro iba a predicar en su santa iglesia catedral, y con tal motivo por toda Castilla la Vieja acudían las gentes como en romería a la ilustre caput Castellæ, aunque, como de costumbre, hacía en Burgos un frío que ya, ya.

¡Para qué quería Burgos capitanía general, ni audiencia, ni presidio, ni instituto, ni seminario, ni escuela normal, ni demonios colorados, si el famoso Pico de Oro fijase allí su residencia y echase aunque no fuese más que un sermoncito cada semana!


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 153 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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