Textos más descargados etiquetados como Cuento disponibles | pág. 49

Mostrando 481 a 490 de 3.897 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos disponibles


4748495051

La Negra

Juan José Morosoli


Cuento


Todas las adolescentes —varones no nacieron del matrimonio— morían tísicas en las grandes camas llenas de cortinas y brocados, vestidas con ropas de blancos desvaídos y puntillas color marfil que parecían enfermas como ellas. Según las gentes, cosas y ropas estaban contagiadas del mal terrible.

La amplia sala de los lejanos saraos se abría con frecuencia para los velatorios. Tras la ancha puerta de medio punto, que limitaba la sala con las piezas de labor, cerrada herméticamente, el ataúd blanco con moños celestes como para unos esponsales, aparecía como levantado por una marea de flores. También blancas las flores como el ataúd y el rostro de la muerta.

Aquellas muertes vaciaban de flores los patios del pueblo.

Criadas con túnicas duras de almidón, cruzaban las calles rumbo a la casa señalada por la muerte.

Magnolias y jazmines con su olor caliente, dejaban por días su perfume de boda con la muerte, dulce y sin sangre, por los rincones y los terciopelos profundos.


* * *


Se salvó la niña Angela —la menor de la familia— por los pechos de la negra Alcira que daba a luz todos los años, destetando un hijo para ponerle el pezón en la boca al otro recién nacido.

Angela compartió con cuatro negritos la leche de aquella mujer de pechos inexhaustos.

Cuando nació María Celeste —el quinto hijo de la amamantadora— Angela terminó la lactancia.

Fue entonces que Alcira anunció que María Celeste sería de la niña Angela. Aquel regalo resucitaba la abolida costumbre de la colonia —cuando "los esclavos se podían dar, regalar y vender"— y los esclavitos negros eran los juguetes vivos de los "niños" hasta que dejaban de ser niños.


* * *


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 33 visitas.

Publicado el 23 de abril de 2025 por Edu Robsy.

La mujer del ciego ¿para quién se afeita?

José María de Pereda


Cuento


I

Es evidente que el hombre se acostumbra a todo.

Ama con delirio a su esposa, a su hijo, a su madre: cree que si la muerte le arrebatara el objeto de su amor, no podría sobrevivirle; y llega la muerte al cabo, y le lleva la prenda querida... y no se muere: la llora una semana, suspira un mes, viste de luto un año; y con el crespón que arranca de su sombrero a los trece meses, desarraiga de su pecho el último recuerdo doloroso.

Vive en la opulencia, contempla la miseria que agobia a su vecino, y cree de buena fe que si él se arruinara sucumbiría al rigor de la desesperación antes que aclimatarse a las privaciones, a la levita mugrienta, a la estrechez de una buhardilla y, sobre todo, al desdén de los ricos. Y un día la inestable rueda da media vuelta, y le coge debajo, y le desocupa los bolsillos, y le desgarra el frac, y le reduce a la más precaria de las situaciones; y lejos de morirse, frota y cepilla sus harapos, devora los mendrugos de su miseria, y con cada humillación que le produce el desprecio de sus mismas hechuras, más afortunadas que él, siente mayor apego a la vida.

Quien se imagina, porque nació en América, que sin aquel sol, sin plátanos, sin dril y jipi-japa, fenecería en breve; y la suerte le trasplanta a la mismísima Laponia, y allí, bajo una choza de hielo, sin sol, chupando témpanos, royendo correas de bacalao y vestido de pieles, engorda como un tudesco.

Quien otro, artista fanático, gana el pan que le sustenta vergando pipas de aceite o pesando fardos de pimentón...

Y si así no fuera; si Dios, en su infinita misericordia, al echar sobre la raza de Adán tantísima desdicha, tanta contrariedad, no hubiera dado al hombre una memoria frágil, un corazón ingrato, un cuerpo de hierro y una razón débil y tornadiza, ¿cómo llegaría al término de su peregrinación por este mundo pícaro sin ser un santo?


Leer / Descargar texto

Dominio público
11 págs. / 20 minutos / 117 visitas.

Publicado el 18 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mujer de Tres Caras

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Vivían en una alegre casita (que hasta un jardineito tenía) tres ladrones, o más bien tres rateros, que coincidencias del oficio llevaron a vivir en estrecha comunidad.

No eran gente de pelo en pecho, ni eran ladrones "con fractura", ni de aquellos de "la bolsa o la vida", no; era gente que tomaba para sí lo ajeno sin dejar rastros de sangre y sin ocasionar mayores ayes.

Los tres eran jóvenes y llevaban a cabo sus hazañas en pueblos o ciudades de menor cuantía, donde la policía es lerda y bisoña. Convertido el producto del robo en dinero contante, volvían al punto de su residencia y entonces entregábanse al juego fullero. Si en el juego les iba bien, el robo se dejaba para otra oportunidad, quedando como un recurso supremo.

A poco de vivir en común, diéronse cuenta nuestros pajarracos de la necesidad que tenían de una criada que les guardara la casa en sus ausencias y que corriera con los quehaceres domésticos. Uno de ellos, Pérez (a) el "Zurdo", propuso para el objeto a una modista sin trabajo que él conocía por haber hecho vida con un amigo suyo.

—Es bonita?, dijo García (un hombręcillo de unos 24 años, cenceño, medio gibado), poniendo los ojos como balas.

—Bonita, no; —respondió el "Zurdo"—; pero simpática sí... Es una mujer de unos 45 años...

—Es vieja; hay que buscar otra, respondió García.

—No, dijo Ramírez. El amor hay que hacerlo fuera de casa. Que venga la modista.

Juana, que asi se llamaba la mujer propuesta por el "Zurdo", era uno de esos seres que nacen con una inquietud peligrosa en el alma. Desde niñera hasta modista (título como doctoral que había adoptado para el último tercio de su galantería) todo había sido, todo había hecho, menos vivir con ladrones. Fué por eso que aceptó gustosa el ir a la misteriosa casita, como escondida en las afueras de la gran metrópoli, en la seguridad de que pronto sería más que una doméstica.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 22 visitas.

Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Muerte de un Funcionario Público

Antón Chéjov


Cuento


El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof hallábase en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y sentíase del todo feliz..., cuando, de repente... —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo..., apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan..., a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.

Tcherviakof tosió, echóse hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:

—Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...

—No es nada..., no es nada...

—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...

—Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!

Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 277 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Marsellesa

Leónidas Andréiev


Cuento


Era tímido como una liebre y paciente como una bestia de carga.

Cuando el Destino lo lanzó a nuestras negras filas, nos reímos como locos: la equivocación era verdaderamente cómica. El, naturalmente, no se reía. Lloraba. No he visto en mi vida un hombre tan provisto de lágrimas: le fluían de los ojos, de las narices, de la boca. Parecía una esponja empapada de agua. He conocido en nuestras filas hombres lacrimosos; pero sus lágrimas eran como el fuego, que ahuyenta a las fieras. Esas lágrimas viriles avejentan el rostro y rejuvenecen los ojos: semejantes a la lava de un volcán, dejan imborrables huellas y sepultan ciudades enteras de deseos mezquinos y de preocupaciones vanas. No así las de aquel hombre, cuyo llanto lo único que hacía era enrojecer su naricilla y mojar su pañuelo. Yo creo que luego lo ponía a secar en una cuerda; pues, si no, hubiera necesitado tres o cuatro docenas.

Visitaba casi diariamente a todas las autoridades, grandes y chicas, de la ciudad donde estábamos deportados, se prosternaba ante ellas, juraba que era inocente, suplicaba que se apiadasen de su juventud,prometía no despegar los labios en lo que le restaba de vida para nada que ni por asomo pudiera parecer subversivo. Las autoridades se burlaban de él como nosotros, y le llamaban Marranillo:

—¡Eh, Marranillo!—le gritaban.

El acudía, dócil, creyendo que iban a notificarle su indulto; pero le acogían siempre con una carcajada burlona. Aunque sabían, como nosotros, que era inocente, le trataban a la baqueta, a fin de inspiramos temor a los demás marranillos, que, en verdad, no necesitábamos ver pelar las barbas del vecino para echar a remojar las nuestras.

El pobre, huyendo de la soledad, iba a menudo a vernos; pero le poníamos cara de pocos amigos. Y cuando, tratando de romper el hielo, nos llamaba «queridos compañeros», le decíamos:

—¡Cuidado, que pueden oírte!


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 105 visitas.

Publicado el 22 de abril de 2020 por Edu Robsy.

La Lima

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando Severo Llamas, en la edad más florida, abandonó la casa de sus padres yendo a estudiar en la Universidad de Madrid la carrera de Filosofía y Letras, sucediole una aventura casi vulgar en el camino carretero de su pueblo a la estación del ferrocarril. Y fue que en el patio de una venta, donde se paró deseoso de echar un trago de rioja clarete y picante, vio arrimados a un poyo, trasegando vasos del mismo vinillo, a un gitano viejo y una gitana moza garrida, los cuales le convidaron. No era Severo hombre que se dejase ganar por la mano en asuntos de cortesía, y se dio prisa a avisar al ventero de que corría de su cuenta el gasto. Sacaron mesa, jarros y copas, amén de un queso medianamente duro, y el estudiante y los dos egipcios refrescaron allí en amor y compaña. Miraba Severo a la gitanilla, y le cosquilleaban en el corazón los ojos negrísimos, los labios pálidos con el húmedo nácar de los dientes, la tez de raso obscuro y la sandunga zalamera del hablar de aquella ninfa. En cambio, al volverse hacia el gitano, veía una jeta de caricatura, una boca de puchero desportillado, unas pupilas malignas detrás de un matorral de cerdas grises. Sostenía la gitana una clavellina en el canto de la boca, y como al despedirse Severo le pidiese la flor, el carcamal exclamó con énfasis que también él quería su correspondiente regalo al caballero estudiante: y sacando de la faja una roñosa lima de acero, la ofreció al mozo. «Misté —advirtió— que esta limilla no es como toas las limas del mundo, ¡quia! Si su mercé tiene algún quebraero de cabeza o algún disgustaso…, se pasa su mercé la lima muchos días seguíos por el cuerpo… y curao; na, que no vuelve a darle fatiga nunca».


Leer / Descargar texto

Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Hada de los Ojos Verdes

Alejandro Larrubiera


Cuento


¡Ay de aquellos que no posean una flor
de la hada de los ojos verdes!

I

Era el amanecer de un día de mayo: el mes de las flores, del amor y de las hadas: las tres cosas más espirituales que pueden existir en el mundo; la aurora, como maga invisible, recogía los negros tules en que aparecía envuelto el bosque; los árboles, que en la noche semejaban medroso batallón de gigantes que dormía un sueño agitado, mostrábanse en toda su lozanía cuajados de hojas y de canciones; al pie de uno de estos árboles había un hombre joven vestido de pastor.

Dormía, y su sueño debía ser tan alegre como la aurora de aquel día, por cuanto en su rostro dibujábase una sonrisa. ¿Quién sabe si el amor, el interés ó alguna de esas ocultas ambiciones del espíritu satisfarían éste en la quimérica realidad del sueño?..

Los rayos del sol naciente vinieron á despertar al joven, el cual, refregándose los ojos, miró en torno suyo, y al verse así, tan solo, al pie de un árbol, hizo un gesto de asombro.

—¡Todo mentira!, balbuceó con acento de amargura.

Y poniéndose en pie, echó á andar por entre el laberinto del bosque; andaba el pastor á paso tardo, la cabeza inclinada al pecho, caídos los brazos: como anda quien se ve bajo el peso de una gran preocupación.

—¡Sería yo tan feliz!, pensaba en voz alta, poco cuidadoso de que los pájaros interrumpiesen sus cantos para escucharle. Si yo poseyera como el amo una casa, un huerto y un millar de ovejas, podría atreverme á hablar á Marcela, la hija del señor alcalde… ¡Y sería dichoso, dichosísimo: no me cambiaría por ningún rey ni príncipe, porque el que se case con Marcela puede decir que se casa con la propia felicidad!

Y moviendo tristemente la cabeza continuó:


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 74 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2023 por Edu Robsy.

La Escalera

Isidoro Fernández Flórez


Cuento


—¿Sabes quién ha vuelto de París?—me preguntó ayer un amigo.

—¡Qué he de saber, hombre! Vamos, dime quién.

—¡Marianito Lucientes!

Y ahora voy á contar á ustedes por qué se había marchado á París Marianito.

Hace cuatro años, y á eso de las once de la noche, me dirigía yo hacia mi casa, por la calle Mayor, cuando, de pronto, sentí un golpe violento en la espalda. Me volví, sorprendido y furioso, y ví que el golpe me lo había dado un caballero que llevaba una escalera en el hombro. Un caballero, si, señores, y esto era lo sorprendente.

El siguió, sin decirme una palabra, con paso rápido, con ademán descompuesto, y hasta me pareció que hablando á media voz consigo mismo.

Me quedé atónito; acababa de conocer en el caballero de la escalera á mi amigó Lucientes; un joven distinguido, letrado, empleado en el ministerio de Hacienda, con sus puntas y ribetes de poeta y músico.

—No puede ser él—me dije.—Si es él—añadí,—es que se ha vuelto loco.

Y eché tras él, hacia los Consejos, gritando:

—¡Eh, Marianito!

Pero Marianito no volvió la cabeza.

Era una noche de Febrero, clara, pero muy fría; la calle estaba desierta.

—¡Está loco! No es posible dudarlo. ¡Una persona decente por la calle, con una escalera, ni más ni menos que un cartelero! ¿Qué misterio es este?

Pero Marianito no corría, volaba. Verdad es que la escalera era muy delgada y corta.

Marianito llegó al final de la calle Mayor, y, en vez de torcer hacia Palacio, como yo me figuraba, entró en el Viaducto.

Una idea terrible atravesó mi cerebro. Acababan de alzar la verja del puente, con objeto de que los desesperados de la vida no pudieran arrojarse de un salto, como estaba de moda.

En efecto; Mariano entró en el puente, y, antes de llegar al centro, aplicó la escalera á la barandilla, subió un tramo...


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 78 visitas.

Publicado el 30 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Doble Trampa Mortal

Roberto Arlt


Cuento


He aquí el asunto, teniente Ferrain: usted tendrá que matar a una mujer bonita.

El rostro del otro permaneció impasible. Sus ojos desteñidos, a través de las vidrieras, miraban el tráfico que subía por el bulevar Grenelle hacia el bulevar Garibaldi. Eran las cinco de la tarde, y ya las luces comenzaban a encenderse en los escaparates. El jefe del Servicio de Contraespionaje observó el ceniciento perfil de Ferrain, y prosiguió:

—Consuélese, teniente. Usted no tendrá que matar a la señorita Estela con sus propias manos. Será ella quien se matará. Usted será el testigo, nada más.

Ferrain comenzó a cargar su pipa y fijó la mirada en el señor Demetriades. Se preguntaba cómo aquel hombre había llegado hasta tal cargo. El jefe del servicio, cráneo amarillo a lo bola de manteca, nariz en caballete, se enfundaba en un traje rabiosamente nuevo. Visto en la calle, podía pasar por un funcionario rutinario y estúpido. Sin embargo, estaba allí, de pie, frente al mapa de África, colgado a sus espaldas, y perorando como un catedrático:

—Posiblemente, usted Ferrain, experimente piedad por el destino cruel a que está condenada la señorita Estela; pero créame, ella no le importaría de usted si se encontrara en la obligación de suprimirlo. Estela le mataría a usted sin el más mínimo escrúpulo de conciencia. No tenga lástima jamás de ninguna mujer. Cuando alguna se le cruce en el camino, aplástele la cabeza sin misericordia, como a una serpiente. Verá usted: el corazón se le quedará contento y la sangre dulce.

El teniente Ferrain terminó de cargar su pipa. Interrogó:

—¿Qué es lo que ha hecho la señorita Estela?


Leer / Descargar texto

Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 176 visitas.

Publicado el 10 de noviembre de 2019 por Edu Robsy.

La Cruz Más Santa

Antonio de Trueba


Cuento


(Leyenda del siglo XVI)

I

Alboreaba el siglo décimoquinto de la Era cristiana á cuyas efemérides pertenecen las gloriosas de la invención de la imprenta, del descubrimiento de América, de la conquista de Granada y de la terminación de los bandos de Oñez y Gamboa que por espacio de más de dos centurias habían desolado la región vasco-cántabra.

Estos funestos bandos estaban más enconados que nunca al alborear aquel dichoso siglo, y particularmente lo estaban en los valles occidentales de Vizcaya conocidos desde tiempo inmemorial con el nombre de Encartaciones, conmemorativo de la carta ó pacto que mediaba entre ellos y el resto de Vizcaya.

Aunque por regla general los linajes estaban afiliados en uno ú otro bando, algunos había que no lo estaban en ninguno, por cuya circunstancia se llamaba hombres comunes á los no abanderizados. Los hombres comunes eran respetados por los banderizos, pero esto no obstaba para que el vulgo los considerase como poco celosos de su honra y pobremente dotados de lo que en aquel tiempo se consideraba como la mayor virtud, que era el valor para combatir con una espada, una lanza ó una ballesta en la mano.

Entre los pocos hombres comunes de las Encartaciones se contaban los del linaje de Aranguren de Baracaldo, rama desprendida hacía siglos del glorioso árbol de Susúnaga que florecía desde tiempo inmemorial en la misma república, y trasplantada al apacible vallecito de Mendi-errea vegetaba allí con extraordinaria lozanía y ópimo fruto.

Señor de aquella casa era entonces Martín Sanchez de Aranguren, que siguiendo la tradición de sus antepasados, buscaba la gloria por caminos muy distintos de aquellos por donde la buscaban los caballeros principales de su tiempo; aquellos caminos eran los de la paz y el trabajo bendecidos de Dios, aunque odiados de la generalidad de los hombres.


Leer / Descargar texto

Dominio público
23 págs. / 41 minutos / 51 visitas.

Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

4748495051