Textos más descargados etiquetados como Cuento disponibles | pág. 54

Mostrando 531 a 540 de 3.897 textos encontrados.


Buscador de títulos

etiqueta: Cuento textos disponibles


5253545556

El Lunar

Alfred de Musset


Cuento


I

En 1756, cuando Luis XV, cansado de las disputas entre la magistratura y el Consejo Superior sobre el impuesto de los dos sueldos, tomó el partido de mantenerse en un plano de justicia, los miembros del Parlamento le devolvieron sus actas. Dieciséis de estas dimisiones fueron aceptadas, recayendo sobre ellas otros tantos destierros.

—Pero ¿podríais ver —decía madame de Pompadour a uno de los presidentes—, podríais ver con sangre fría que un puñado de hombres se resistiese a la autoridad del rey de Francia? ¿No os habría parecido mal? Despojaos de vuestra investidura, señor presidente, y juzgaréis el caso como yo.

No solamente los desterrados sufrieron la pena de su malquerencia, sino también sus parientes y amigos. La censura epistolar divertía al rey. Para descansar de sus placeres, se hacía leer por su favorita cuanto de curioso contenía la correspondencia. Bien entendido que, bajo el pretexto de estar por sí mismo en el secreto de todo, se divertía así con las mil intrigas que desfilaban ante sus ojos; pero aquella que tocaba de cerca o de lejos a los jefes de partido estaba casi siempre perdida. Se sabe que Luis XV, con todas sus debilidades, poseía una sola fuerza, la de ser inexorable.

Una noche que se hallaba junto al fuego, sentado a la chimenea y, como de ordinario, melancólico, la marquesa, hojeando un legajo de cartas, se echó a reír encogiéndose de hombros. El rey le preguntó qué sucedía.

—Que acabo de ver —respondió la marquesa— una carta sin sentido común, pero muy conmovedora, y que da lástima.

—¿Quién la firma? —dijo el rey.

—Nadie; es una carta de amor.

—¿Y a quien va dirigida?

—Eso es lo gracioso. A mademoiselle de Annebault, sobrina de mi buena amiga madame de Estrades. Seguramente la han metido entre estos papeles para que yo la viera.


Leer / Descargar texto

Dominio público
35 págs. / 1 hora, 2 minutos / 413 visitas.

Publicado el 9 de marzo de 2019 por Edu Robsy.

El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 86 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Lechero del Convento

Ricardo Palma


Cuento


Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.

Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.

Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.

Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.

La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:

— ¿Y tienen ustedes muchas vacas?

— Algunas, madrecita.

— Por supuesto que estarán muy gordas...

— Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.

— ¡Jesús! ¡Jesús! —gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas. Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ¡desvergonzado!, ¡sirverguenza!

De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 94 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo Pródigo

Clemente Palma


Cuento


A don Miguel de Unamuno


Néstor, el pintor Néstor, tan conocido por sus extravagancias, nos refirió un día en su taller la idea que había concebido para pintar un gran cuadro, El hijo pródigo, que fue excomulgado y, sin embargo, obtuvo un gran éxito por la maestría en la ejecución, la novedad y rareza de la factura, y, sobre todo, por la extravagancia o humorismo de la composición, que agradó hasta el entusiasmo a los exquisitos del arte, a los gourmets del ideal, a los hijos trastornados de este fin de siècle que, fríos e impasibles ante los lienzos del periodo glorioso del arte, vibran de emoción ante las coloraciones exóticas, los simbolismos extrañamente sugestivos, las figuras pérfidas, las carnes mórbida y voluptuosamente malignas, los claroscuros enigmáticos, las luces grises o biliosas y las sombras fosforescentes, en una palabra, ante todo lo que significa una novedad, una impulsión será que mortifique el pensamiento y sacuda violentamente nuestro ya gastado mecanismo nervioso. Y de todo esto había en El hijo pródigo.

Figuraos que el hijo pródigo era, ni más ni menos, Luzbel, el Ángel Caído, el Maligno, cuyas maldades provocaron la cólera del Padre Eterno y el terror y la execración de la Humanidad; ese Maligno, que llevó visiones infamemente voluptuosas a los ojos del anciano San Antonio en su retiro de la Tebaida, que enciende las malas pasiones de las hombres y atiza en el alma de las mujeres las pequeñas perfidias y las bajas que turba los cerebros, que juega inicuamente con los nervios y produce las exacerbaciones más concupiscentes, las irritaciones más libidinosas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 328 visitas.

Publicado el 14 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Hijo

Rafael Barrett


Cuento


Hace muchos años vivía un matrimonio. Eran muy pobres: él, leñador; ella, lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme nariz y sus ojos de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un niño más bello que la aurora.

No se atrevían a acariciar con sus manos rudas aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús.

Le pusieron una riquísima cuna; le alimentaron con la leche de la mejor cabra del valle. Creció y le vistieron y ataviaron lujosamente. Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz. Necesitaron oro para el ídolo.

El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, basta que le sorprendieren en ellas y le ahorcaron.

La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. «¡Bruja, móntate en este palo y vuela al aquelarre!».

Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.

Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel.

Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura, adornada de seda y de encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si le hablaban de la lavandera, respondía:

—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.

Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos ojos esclavos.

Una vez pasó la hija del rey por la comarca y se enamoró del mozo.

—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.

—Soy el Príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 307 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Escarabajo

Federico Gana


Cuento


Escuchad lo que un picaflor refería a unas violetas mientras aleteaba y bailaba alegremente en el aire embriagado de luz, de perfumes de flores recién abiertas, chupando insaciable la miel con su larga lengua. Les decía:

—Mirad, amigas mías, ese rosal, ese viejo rosal que está allá abajo, lleno de polvo, abrasado por el sol, muriéndose de sed, con sus raíces carcomidas. Hubo un tiempo en que él y yo fuimos íntimos amigos, pero entonces estaba cubierto de frescas verdes hojas y de rosas más rojas que el rubor de las doncellas. Ahora, ya lo veis, el pobre viejo marcha rápido hacia la tumba, ya no tiene sino una que otra escuálida florecilla y sarmientos secos que dan lastima y repugnancia, y vosotras sabéis que a mí me agradan la juventud, la belleza y los colores alegres que vosotras poseéis en grado eminente, mis dulces amigas.

Al pie de ese rosal vivía, no hace mucho tiempo, una familia de escarabajos, cuyo nombre no sé ni quiero saber, porque la ciencia me repugna, pero lo que no se me ha olvidado era que brillaban sobre la tierra y sobre las hojas como las esmeraldas y que tenían reflejos de arco iris. Os confieso que eran tan bellos esos colores, que varias veces la envidia se deslizó en mi corazón, y que de buena gana hubiera cambiado mi diadema tornasol por su brillante corselete.

Componíase aquella familia de cuatro animalitos, la madre y tres hijos; el padre había muerto a consecuencia de un accidente muy común en esta raza de escarabajos que se arrastran; un día el jardinero le puso el pie encima y...


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 64 visitas.

Publicado el 29 de junio de 2022 por Edu Robsy.

El Corazón Perdido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas —como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—, el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.


Leer / Descargar texto

Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 580 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Camino Hacia el Sol

Abraham Valdelomar


Cuento


Se ve al final de esta leyenda señorear sobre las momias sepultas la serenidad; e intervienen en su desarrollo, cosas inefables e infinitas: la Fe, el Amor, el Mar, el Crepúsculo y la Muerte dueña y señora de todo lo que existe y anima.

I

Cuando Sumaj, con esa reposada placidez que da el descanso de una labor tenaz, cantando un airecillo dulce volvía a la ciudad, desde la tierra que le fuera acordada para su matrimonio con Inquill; declinaba el Sol. Cruzábase en el camino a cada instante con los labradores que, como él, tomaban de la faena agreste, apartábanse un poco, inclinaban la cabeza, y decíanle en tono respetuoso:

–Viracochay...

Así llegó a la ciudad y a la calle del Oro que descendiendo, estrecha y recta, iba a terminar en la plaza del Sol. Desde allí se dominaba la población, y Sumaj pudo ver un espectáculo inusitado en el Imperio. Una muchedumbre, en la cual distinguía trajes de todos los linajes, invadía la Intipampa. Algo grave debía ocurrir. Apuró el paso, y al desembocar en la plaza un clamor se elevó en todos los labios y todos los ojos se fijaron en la calle del Norte, donde apareció la figura de un chasqui, que avanzaba de prisa.

–¡Otro Chasqui! ¡Otro Chasqui!


Leer / Descargar texto

Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 512 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Camino

Juan José Morosoli


Cuento


Nuestro rancho estaba en el fondo del campo. Era el último “puesto” de la estancia.

La escuela quedaba lejos.

Como no había caminos, para llegar a ella hubiéramos tenido que hacer un rodeo muy largo.

Nosotros oíamos hablar de aquel camino que nos acercaría a la escuela; a los otros niños y a los libros. Acaso cruzaran por él carretas y tropas y caballadas.

Pero al dueño del campo no le gustaban los caminos.

Camino, camino, camino. Ya era él una presencia llena de nuestra simpatía. Sabíamos que era algo más que una huella. Que estaba siempre quieto entre los alambrados tensos y derechos.

Que por él andaba nuestro padre y encontraba amigos y veía casas sucesivas y almacenes con jarras pintadas y recados y golosinas. Que por él iba al pueblo donde había como mil casas todas juntas...

Un día llegaron unos hombres. Clavaron banderines rojos por toda la extensión ilimitada...

Después llegaron más hombres y máquinas y carros y fueron haciendo el camino.

Por él fuimos a la escuela.

Éramos seis hermanos galopando alegres y felices.

El camino traía y llevaba gentes que hablaban con mi padre. Hablaban del propio camino y de ellos mismos y de nosotros y de la ciudad.

Un día mi padre y mi hermano partieron hacia ella.

Después lo hicimos nosotros. LLevábamos lo que teníamos. Al rancho le sacamos las ventanas y la puerta.

Desde el camino nuestra casa parecía una cosa muerta, sin ojos y sin boca.

El camino nos llevaba y huía de la tapera.

No mirábamos para atrás por miedo de que la tierra nos llamara.


Leer / Descargar texto

Dominio público
1 pág. / 1 minuto / 11 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2025 por Edu Robsy.

El Aya

José María Eça de Queirós


Cuento


Érase una vez un rey, joven y valiente, señor de un reino abundante en ciudades y cosechas, que partía a batallar por tierras distantes, dejando solitaria y triste a su reina y a un hijo chiquitín, que todavía vivía en su cuna, envuelto en sus fajas. La luna llena que lo viera marchar, llevado en su sueño de conquista y de fama, empezaba a menguar, cuando uno de sus caballeros apareció, con las armas rotas, negro de la sangre seca y del polvo de los caminos, trayendo la amarga nueva de una batalla perdida y de la muerte del rey, traspasado por siete lanzas entre la flor de su nobleza, a la orilla de un gran río. La reina lloró magníficamente al rey. Lloró, además, desoladamente al esposo, que era hermoso y alegre. Pero, sobre todo, lloró ansiosamente al padre que así deja al hijito desamparado, en medio de tantos enemigos de su frágil vida y del reino que sería suyo, sin un brazo que lo defendiese, fuerte por la fuerza y fuerte por el amor.

De esos enemigos, el más temeroso era su tío, hermano bastardo del rey, hombre depravado y bravío, consumido por groseras codicias, deseando la realeza tan solo por sus tesoros, y que hacía años que vivía en un castillo en los montes, con una horda de rebeldes, como lobo que, desde su atalaya, en su foso, espera la presa. ¡Ay, la presa ahora era aquella criaturita, rey que aún mamaba, señor de tantas provincias, y que dormía en su cuna con un sonajero de oro en la mano cerrada!


Leer / Descargar texto


6 págs. / 10 minutos / 206 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

5253545556