El reloj de pared sonó las diez con una lenta
y cascada voz de viejo.
A esa voz, don Manuel levantóse sobresaltado
de la silla en que se había quedado dormido. Su
vista vaga, indecisa, paseóse por el salón, desconociéndolo.
La vieja lámpara que pendía del techo, derrababa
una luz amarillenta y triste sobre las anaquelerías
atascadas de artículos diversos, sobre el
hule descascarado que tapizaba el mostrador
y sobre las botellas y los vasos alineados sobre
el zinc del despacho de bebidas.
En lo alto de los muros blanqueados, proyectaban
sombras raras los objetos suspendidos de
las vigas del techo: frenos, tazas, cinchas, cazuelas,
riendas y maneas, jarros y guitarras, una
disparatada población de bric-a-brac.
Don Manuel observaba el lugar con creciente
sorpresa. Miró la armazón de enfrente, la mayor,
en cuyos estantes se apilaban las piezas de tela,
las blancas cajas de cartón conteniendo festones
y puntillas, las verdes cajas guardando medias
y calcetines, todo parecióle extraño, desconocido.
Y sin embargo, todo allí, todo, en conjunto,
y en detalles, le era familiar. Probablemente
no existía en la casa un solo objeto que no hubiese
pasado por sus manos; un solo artículo cuya
colocación, calidad, precio de costo y de venta,
ignorase, y eso que los había en cantidad respetable
y en mescolanza original, dado que la casa
era: «almacén, tienda y ferretería», con el aditamento
de librería y farmacia, más el obligado
apéndice de acopio de frutos del país: trigo, maíz,
lana, cueros, cerda, aspas, etc., y la yapa de «agencia
de correos y venta de papel sellado y timbres»;
un «Louvre» o un «Bon Marché» en plena Pampa.
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