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El Señor

Leopoldo Alas "Clarín"


Cuento


Capítulo I

No tenía más consuelo temporal la viuda del capitán Jiménez que la hermosura de alma y de cuerpo que resplandecía en su hijo. No podía lucirlo en paseos y romerías, teatros y tertulias, porque respetaba ella sus tocas; su tristeza la inclinaba a la iglesia y a la soledad, y sus pocos recursos la impedían, con tanta fuerza como su deber, malgastar en galas, aunque fueran del niño. Pero no importaba: en la calle, al entrar en la iglesia, y aun dentro, la hermosura de Juan de Dios, de tez sonrosada, cabellera rubia, ojos claros, llenos de precocidad amorosa, húmedos, ideales, encantaba a cuantos le veían. Hasta el señor Obispo, varón austero que andaba por el templo como temblando de santo miedo a Dios, más de una vez se detuvo al pasar junto al niño, cuya cabeza dorada brillaba sobre el humilde trajecillo negro como un vaso sagrado entre los paños de enlutado altar; y sin poder resistir la tentación, el buen mística, que tantas vencía, se inclinaba a besar la frente de aquella dulce imagen de los ángeles, que cual mi genio familiar frecuentaba el templo.

Los muchos besos que le daban los fieles al entrar y al salir de la iglesia, transeúntes de todas clases en la calle, no le consumían ni marchitaban las rosas de la frente y de las mejillas; sacábanles como un nuevo esplendor, y Juan, humilde hasta el fondo del alma, con la gratitud al general cariño, se enardecía en sus instintos de amor a todos, y se dejaba acariciar y admirar como una santa reliquia que empezara a tener conciencia.


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Dominio público
20 págs. / 36 minutos / 102 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Perfección

José María Eça de Queirós


Cuento


I

Sentado en una roca, en la isla de Ogigia, con la barba enterrada entre las manos, de las cuales desapareciera la aspereza callosa y tiznada de las armas y de los remos, Ulises, el más sutil de los hombres, consideraba, con una oscura y pesada tristeza, el mar muy azul, que mansa y armoniosamente rodaba sobre la arena muy blanca. Una túnica bordada de flores escarlata cubría, en blandos pliegues, su cuerpo poderoso, que había engordado. En las correas de las sandalias que le calzaban los pies suavizados y perfumados de esencias, relucían esmeraldas de Egipto. Su bastón era un maravilloso cuerno de coral, rematado en piña de perlas, como los que usan los Dioses marinos.

La divina isla, con sus roquedos de alabastro, los bosques de cedros y tuyas odoríficas, las eternas mieses dorando los valles, la frescura de los rosales revistiendo los oteros suaves, resplandecía, adormecida en la molicie de la siesta, toda envuelta en mar resplandeciente. Ni un soplo de los céfiros curiosos que brincan y corren por sobre el Archipiélago, desordenaba la serenidad del luminoso aire, más dulce que el vino más dulce, todo repasado por el fino aroma de los prados de violetas. En el silencio, embebido de calor afable, parecían de una armonía más fascinadora los murmullos de los arroyos y fuentes, el arrullar de las palomas volando de los cipreses a los plátanos, y el lento rodar y romper de la onda mansa sobre la blanda arena. En esta inefable paz y belleza inmortal, el sutil Ulises, con los ojos perdidos en las aguas lustrosas, gemía amargamente, revolviendo la quejumbre de su corazón...


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Dominio público
20 págs. / 36 minutos / 89 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Corto poema de María Angélica

Horacio Quiroga


Cuento


I

Habiendo decidido cambiar de estado, uníme en matrimonio con María Angélica, para cuya felicidad nuestras mutuas familias hicieron votos imperecederos. Blanca y exangüe, debilitada por una vaga enfermedad en la cual —como coincidiera con el anuncio de nuestro matrimonio— nunca creí sino sonriendo, María Angélica llevó al nuevo hogar cierta melancolía sincera que en vez de deprimirnos hizo más apacibles nuestros aturdidos días de amor. Paseábamos del brazo, en esos primeros días, contentos de habernos conocido en una edad apropiada; mis palabras más graves la hacían reír como a una criatura, la salud ya en retorno comenzaba a apaciguar su demasiada esbeltez, y el señor cura, que vino a visitarnos, no pudo menos de abrazarla con mi consentimiento.

II

Los diversos regalos que recibimos en aquella ocasión fueron tantos que no bastó la sala para contenerlos. Nos vimos obligados a despejar el escritorio, retiramos la mesa, dispusimos la biblioteca de modo que hubiera mayor espacio; y allí, en la exigua comodidad, bien que muchas veces tornó favorable una loca expansión, pasamos las horas leyendo las tarjetas: diminutas cartulinas —sujetas con lazos de seda— de las amigas de María Angélica; sobres de algunas señoras a quienes mi esposa trató muy poco, dentro de los cuales a más de las tarjetas pusieron una flor; cartas enteras de mis antiguas relaciones que recordaron entonces una dudosa intimidad, flores, alhajas, objetos de arte. Cuando nuestra vista se fatigaba, nos deteníamos enternecidos, apoyadas una en otra nuestras cabezas, ante el sencillo obsequio de mis padres que me devolvieron —lleno por ellos y mis hermanos de afectuosas felicitaciones— el retrato de María Angélica.


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20 págs. / 35 minutos / 36 visitas.

Publicado el 25 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Ama del Cura

Antonio de Trueba


Cuento


I

Era el rector o párroco de Cegama lo más bendito y glorioso que había bajo la capa del cielo. Con aquel genio siempre bondadoso, indulgente y sereno, con aquella seguridad de que todo lo que ocurre en el mundo es obra de Dios, y, por consecuencia, lo mejor y más justo, y con aquella propensión a no descubrir en el mundo más que horizontes de color de rosa, estaba siempre sonrosado como la fresa de Loyola, sano como las manzanas de Oiquina y gordo como los cebones de Oyarzun.

Es verdad que el señor rector se despepitaba por un platito de magras con tomate o un par de truchas del riachuelo de Alzánia, pero en cambio era celosísimo en el desempeño de su sagrado ministerio y, como suele decirse, no tenía cosa suya, pues gastaba en limosnas y en obsequiar a cuantos llegaban a su casa, no sólo el producto de su curato, sino también el de media docena de caserías que había heredado de sus padres.

La llavera o ama del señor rector había sido tan feliz como éste hasta rayar en los treinta años. Mari Cruz, que así se llamaba, quedó huérfana de padre y madre de muy pocos meses de edad, y el señor rector la recogió, costeó su lactancia y educación y le sirvió como de cariñoso padre.

Mari Cruz salió una excelente muchacha, y tanto amor y agradecimiento tenía al señor cura, que por no separarse de éste había desechado muy buenas proporciones de casarse.

Era célebre en Cegama un viejecito, de la altura de un perro sentado, conocido por Diegochu.

Diegochu era un pobre labrador que apenas sabía escribir su nombre y apellido; pero era naturalmente tan listo y decidor, y sabía tantos cantares, refranes y chilindrinas, que en todo el Olamoch (tierra de los argomales achaparrados), como llaman a la comarca de Cegama, pasaba entre las gentes ignorantes y sencillas por un sabio, a quien todos admiraban y escuchaban como a oráculo y profeta infalible.


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20 págs. / 35 minutos / 61 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Corza Blanca

Gustavo Adolfo Bécquer


Cuento


En un pequeño lugar de Aragón, y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de la Azucena, que como se les entrase a más andar el día engalfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca. el sonido de una esquililla a las del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su hatillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.


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20 págs. / 35 minutos / 929 visitas.

Publicado el 19 de agosto de 2016 por Edu Robsy.

El Amor de los Tizones

José María de Pereda


Cuento


Porque hace música, y literatura, y política, y sorbe tes dansants y chocolates bulliciosos, y juega al encarté... y a la banca en los salones, piensa la gente del «gran mundo» que ella sola sabe sacar partido de las largas noches del invierno. Llenas están las columnas de la prensa periódica de almibaradas revistas y hasta de poemas garapiñados que me lo hacen creer así. Pero la gente susodicha y sus melifluos infatigables salmistas se equivocan de medio a medio, como voy a demostrarlo con hechos, que son argumentos sin vuelta ni revés; y con hechos que no han de proceder de la vida y milagros de la benemérita clase media que, por horror innato a su propia medianía, vive en perpetuo remedo aristocrático; ni tampoco de los anales de los sabañonudos gremios horteril, especiero y consortes, rebaño que ya viste frac, toma sorbete y baila con guantes los domingos, y forcejea y suda por eclipsar el brillo social de la clase media. Para que el éxito de mi tarea sea más completo, he de buscar los hechos prometidos en una esfera mucho más distante, en grado descendente, de la en que reside la encopetada jerarquía que, por no saber en qué dar, da con frecuencia en vestirse de estación, y de nube, y de astro... y de no sé cuántas cosas más; he de buscarlos, repito, entre los más sencillos aldeanos del más apartado rincón de la Montaña, contando, por supuesto, con que sabrán otorgarme su indulgencia aquellos señores del buen tono por el crimen de lesa etiqueta que cometo al oponerles, siquiera por un instante, un parangón tan grosero, tan inculto, tan cerril.

Y hecha esta importante salvedad, dejo al arbitrio del más escrupuloso lector la elección del pueblo... ¿Ese? Corriente.

Treinta casas tiene; se divide en tres barrios, y en cada uno de ellos hay un acabado modelo de lo que yo necesito: una hila.


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20 págs. / 35 minutos / 50 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Olvido

Roberto Payró


Cuento


A Jorge F. Lynch.

I

— ¡Sonríes! exclamé tristemente al ver que su rostro se iluminaba, contrastando con el mío, pálido y demudado. ¡No has sufrido nunca como yo, cuando te muestras tan indiferente á mi desgracia!

—¡Bah! dijo Armando. ¿Es eso, acaso, una desgracia? Esa mujer no te ha engañado, no te ha mentido ¿qué más quieres? El tiempo se encargará de curarte, puesto que vas ya en camino de convalecer, gracias á ella. En cuanto á que yo sonría.... no lo tomes á mal; no se trata de tus recientes penas: evoco un recuerdo, y él me hace sonreir.

—Perdona; sé que no eres egoista, que me amas; pero, en el estado de espíritu en que estoy, se desea ver el semblante de los demás tan compungido como el nuestro. ¡Una de tantas locuras! —Por otra parte, sufro mucho.... á veces temo volverme loco!...

—He experimentado esos síntomas, dijo él; he sufrido los mismos dolores, y sin embargo... ¡ya me ves! —tú dices que soy el más alegre de todos tus amigos, y lo decías hace dos años también, cuando, al retirarme, por la noche, en la soledad de mi aposento, me anegaba en lágrimas abrasadoras, y mordía las almohadas en paroxismos de rábia... Porque cada cual tiene su pequeña historia ¿Quién puede decir que no lleva una espina clavada en el corazón?

Se detuvo un instante. Se habia puesto sério, y sus ojos brillaban más que de ordinario —Despues continuó:

—Déjame que te cuente esa historia: por ella verás que he sufrido más que tú, si el que sufre puede admitir alguna vez que el sufrimiento de los demás sea mayor que el suyo. Escúchame atentamente.

Había vuelto á su anterior jovialidad: sonriente me relató esta historia de lágrimas, que yo escuché conmovido.

II

La locura gobernaba como reina absoluta de la tierra: era Carnaval. Los hombres habían arrojado sus caretas.

De esto hace dos años.


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20 págs. / 35 minutos / 63 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de las Praderas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.


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20 págs. / 35 minutos / 78 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pluma en el Viento

Benito Pérez Galdós


Cuento


Poe...

Introducción

Sobre el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como a dos pulgadas del jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso a nadie, yacía una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma vecina; que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos contornos.

El corral era triste, feo y solitario. Desde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños plantados fuera de la tapia, el campanario de la iglesia con su remate abollado, a manera del sombrero viejo, la vara enorme y deslucida de un chopo inválido y casi moribundo, y las tejas da la casa adyacente, que en días de temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte inexpugnable contra zorras y chicuelos.

A esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan espléndido de día, como imponente y misterioso de noche.

La pluma (¿por qué no hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta a ser hollada por la bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano.


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20 págs. / 35 minutos / 143 visitas.

Publicado el 20 de enero de 2022 por Edu Robsy.

La Madrina de Lita

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

Lita era una pobre niña que no podía caminar y ni siquiera tenerse en pie. Atacada a la medula por incurable enfermedad, su cintura era deforme y sufría dolores que le arrancaban diariamente quejas y lágrimas. Toda su vida parecía concentrarse en los dos grandes ojos azules que iluminaban su carita de ángel. Sentada en su sillita rodante, con un libro de estampas en la mano, fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a ella...

—¿Quieres que te cuente un cuento, Lita?—preguntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera.

—No, mamá. Ya sé todos los cuentos.

Muy raro era que Lita no quisiera que le contaran un cuento, porque prefería los cuentos a las golosinas, a los juguetes y hasta a los libros de estampas. Por eso su mamá se los contaba todos los días, inventando a veces algunos muy bonitos.

Después de quedarse un rato pensativa, dijo Lita:

—Mamá, quiero que me digas quién es mi madrina...

Los padrinos de Lita habían sido sus abuelos, los padres de su mamá, y los dos murieron antes de que Lita cumpliera un año. Así es que la niña, como no llegó a conocerlos, no podía acordarse de ellos.

La mamá no quería decirle que habían muerto, porque Lita era muy impresionable. Podía pensar: «Los padrinos de mis hermanitos viven, y ellos viven y se mueven. Mis padrinos han muerto, y yo, que no puedo moverme, debo morir también.» Valía más contestarle, como otras veces, cuando hiciera la misma pregunta:

—Lita, tu madrina está de viaje.

Lita pensaba: «Es muy extraño que mi madrina esté siempre de viaje...» Pero, no atreviéndose a decir sus dudas y temores, limitábase a preguntar a su mamá:

—¿Y cómo se llama?

La mamá le contestaba:

—María—porque efectivamente «María» fue el nombre de la abuelita.

—¿Era muy buena?

—Muy buena.

—¿Me traerá muchos juguetes?


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 50 visitas.

Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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