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Aguafuerte

Rubén Darío


Cuento


De una casa cercana salía un ruido metálico y acompasado. En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos y largos delantales de cuero. Acanzábaseles a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo, y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Anteo, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lis, con un casi imperceptible tono dorado.


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Publicado el 20 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Almas Cándidas

Horacio Quiroga


Cuento


Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteligente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un perro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo? Cuando se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se restregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emilio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a todos lados, desorientado, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina.

Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le preguntó:

—¿Es difícil curar a los perros, no?

—Difícil.

Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgieron entonces, uno tras otro.

A la mañana siguiente León no conocía más. Se estremecía sin cesar, y no pudieron abrirle la boca. En cuclillas a su lado, le miraban sin apartar la vista, esperando verle morir de un momento a otro.

De tarde murió. Esa noche comieron apenas.

—¿Murió a las dos?

—Sí, a las dos y media.

Cuando se pierde un animal así, bueno como pocos, justo es que no se piense sino en él. Mas en lo hondo sentíanse disgustados de sí mismos por haber sido injustos con León. ¿Para qué quererle así si al otro día habrían de tirarle en el monte, como a una cosa que no se quiere más?

De codos sobre la mesa jugaban distraídamente con el cuchillo.

Dos o tres veces ella quiso hablar y se detuvo. Al fin dijo:

—Hay personas que entierran a los perros. Eso es ridículo, yo creo.


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Dominio público
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Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Antolín S. Paparrigópulos

Miguel de Unamuno


Cuento


Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.

Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí mismo, que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el suelo que pisaba.

Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente nacional y castiza.


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Dominio público
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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Blanca

Tomás Carrasquilla


Cuento


Dedicatoria

A las Damas de Medellín

I

Es entre monumento y parque. Alzase imponente; se extiende blanqueando sobre el pretil de un granado. La caja en que le vino a papá El Médico Práctico es la base; el primer cuerpo, el molde de hojalata, alto y estriado, en que mamá funde budines y natillas; el segundo, un tarro de salmón; forma el cimborio una tacita de porcelana boca abajo; y por remate y coronamiento de tan estupenda construcción, se yergue, blanca, estirada, las manitas puestas, el rostro al cielo, la "Virgen María" de terracota, regalo de "Maximito hermoso". Espesuras de cogollo de hinojo, cármenes de fucsias y de heliotropios, macetas en cascarones de huevo rodean el grandioso monumento.

Aún no está satisfecho el genio creador que lo levanta. Como Salomón el Templo Santo, quiere embellecerlo con todas las riquezas imaginables. Corre al jardín, y, sin temer espinas ni gusanos, troncha con los dientes ratonescos capullos de rosa imperial, y desguaza con aquellas manitas que con las flores se confunden, copos de caracucho blanco y de albahaca. Vuela al corral, y recoge cuanto plumón dejaron gallinas caraqueñas y palomas. Jadeante, las mejillas encendidas, volandero el cabello, cogido el delantal con ambas manos, por no perder un ápice del riquísimo botín, torna a la obra, y frisos, cresterías, cornisones surgen en aquel rapto de inspiración.


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Dominio público
26 págs. / 46 minutos / 827 visitas.

Publicado el 20 de junio de 2018 por Edu Robsy.

¡Carbón! ¡Carbón!

Miguel de Unamuno


Cuento


—¡Carbón! ¡Carbón! —gritaba un pobre hombre recorriendo, fatigado, el estrecho patio— ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón! El fuego sagrado se apaga y me voy a helar... ¡Carbón! ¡Carbón! ¡Carbón para mantener el fuego sagrado!

Acercóse a un pobre anciano de cara estúpida y con voz suplican e le dijo:

—Señor, un poquito de carbón, por amor de Dios.

—¿De piedra o vegetal? —preguntó el viejo.

—Dios se lo pague...

Y se fue gritando:

¡Carbón! ¡Carbón! ¡Mas carbón! Es preciso mantened el fuego sagrado.

Cansado de gritar y pedir lo que nadie le daba, se retiró a un rincón, sentóse en el suelo, recogió entre las rodillas la frente bañada en sudor y, cubriéndose la cabeza con las manos, se quedó escuchando el sordo rumor del fuego sagrado.

Poco tiempo estuvo así; un viento enorme erizóle los cabellos, le sacudió el corazón y le heló la sangre. Se levantó en pie; estaba solo. La luz creía, era cada vez más intensa. El ancho campo se iluminaba, las medias tintas se borraban, las sombras convertían se en medias tintas, para borrarse luego, y los colores todos iban desapareciendo. Fueron borrándose de ante su vista los objetos; el mundo todo se teñía de purísimo blanco, y pronto dejó de ver todo y solo vio un inmenso espacio blanco de plata, blanquísimo. La luz crecía y seguía creciendo; tanto creció, que parecía todo un inmenso sol a dos dedos de distancia. Los ojos de mi hombre se cegaron, y vióse sumido en las eternas e insondable tinieblas. Cesaron los rumores todos, los últimos cantos lejanos se apagaron, apagóse el fuego sagrado y quedó como único remanente de la nada, la nada, y él, que, siendo nada, la contemplaba.


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 387 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Correteos Primaverales

Rudyard Kipling


Cuento


¡El hombre retorna al hombre!
Corred la voz por la selva;
se marcha el que era nuestro hermano.
Escucha, pues, ahora, y juzga,
pueblo de la selva.
Responde: ¿quién detenerlo puede,
o quién tras él irá?

¡El hombre retorna al hombre!
Está llorando en la selva:
el que era nuestro hermano, llora su dolor.
¡El hombre retorna al hombre!
(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)
Allí seguirle, imposible es ya.


Dos años después de la gran lucha contra los perros rojizos y de la muerte de Akela, Mowgli andaba por los diecisiete años. Parecía mayor, pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos y los baños siempre que el calor o el polvo lo molestaban, habían hecho que sus fuerzas y su desarrollo fueran superiores a su edad. Podía balancearse de un modo continuo durante media hora sosteniéndose de una rama con una sola mano, cuando quería curiosear entre los árboles. Podía detener a un gamo en su carrera y tirarlo por tierra asiéndolo de la cabeza. Podía incluso voltear hasta a los enormes y feroces jabalíes azulados que viven en los pantanos del norte. El pueblo de la selva, que antes lo temía por su ingenio, lo temía ahora por su fuerza, y cuando procedía él a sus correrías silenciosas, el mero rumor de que se acercaba hacía que se despejaran todos los senderos del bosque. Sin embargo, su mirada siempre era bondadosa. Inclusive cuando luchaba, sus ojos nunca llameaban como los de Bagheera. Tan sólo se habían vuelto más atentos y mostraban mayor excitación, y era esto una de las cosas que la misma Bagheera nunca llegó a entender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y el muchacho se rió y dijo:

—Cuando yerro un golpe, me incomodo. Cuando tengo que estar dos días sin comer, me esfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos el mal humor?

—Tu boca puede tener hambre —respondió Bagheera—, pero tus ojos no lo demuestran.


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Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 243 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuento para Estudiantes

Horacio Quiroga


Cuento


La disciplina usual quiere que el profesor tenga siempre razón, a despecho de cuanto de inmoral cabe en esto. Las excepciones fracasan casi siempre porque en ellas la cátedra reconoce su equivocación o ignorancia por concepto pedagógico —lo que no engaña nunca al alumno— y no por franca honradez. Es de todos modos dura tarea sostener un error con vergonzosos sofismas que el escolar va siguiendo tangente a tangente, y gracias a esta infalibilidad dogmática ha cabido a la Facultad de Ciencias Exactas la inmensa suerte de que el que estas líneas escribe no sea hoy un pésimo ingeniero.

El caso es edificante. Yo tenía, en verdad, cuando muchacho, muy pocas disposiciones para las matemáticas. Pero el profesor de la materia dio un día en un feliz sistema de aplicación, cuyo objeto sería emularnos mutuamente a base de heridas en el amor propio. Dividió la clase en dos bandos: cartagineses y romanos, en cada uno de los cuales los combatientes ocuparían las jerarquías correspondientes a su capacidad. Hubo libre elección de patria; y yo —a fuer de glorioso anibalista— convertime de uruguayo en cartaginés. Éste fue mi único triunfo, y aun triunfo de mi particular entusiasmo; pues cuando se distribuyeron los puestos me vi delegado al duodécimo. Éramos catorce por bando. Luego, en un total de veintiocho matemáticos, sólo había cuatro más malos que yo: mis dos cartagineses del último banco, y los dos legionarios correlativos.

Como se ve, esta imperial clasificación de nuestros méritos, y que me coronaba con tal diadema de inutilidad, debía hacerme muy poca gracia. En consecuencia decidí tranquilamente llegar al mando supremo en mi partido.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 183 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Anónimo

José de la Cuadra


Cuento


En el salón de la viuda del doctor Urniza, se encontraron Esther de Gaizariaín y María de Medrano, y pudieron charlar a solas y a sus anchas. ¡Tanto como tenían que contarse!

Habían sido amigas íntimas desde la más temprana infancia, cuando estudiaban bajo la férula de las religiosas en el Colegio de la Inmaculada Concepción, y su amistad se había mantenido incólume al través de los años, aún cuando hacía cosa de tres que apenas si se veían. Justamente, desde el punto y hora en que se casaron, en la misma semana de un ardoroso julio.

Sus maridos respectivos se guardaban entre sí una enemiga cuyo origen no es necesario explicar mayormente cuando se diga que el uno, Pedro Gaizariaín, era socio gerente de la casa Gaizariaín e hijos, comerciantes en cueros, y que el otro, Esteban Rigoberto Medrano, era socio gerente de la casa Medrano Hnos., comerciantes en cueros.

Las conveniencias sociales pusieron coto a, la cordialidad que pugnaba por manifestarse cada vez entre Esthercita de Gaizariaín y Maruja de Medrano; quienes, cuando estaban delante de “todo el mundo”, apenas si se saludaban con una grave inclinación de cabeza que era sólo como un homenaje a la cortesía más que un verdadero saludo.

Ah, pero aquí, en el salón de la viuda del doctor Urniza, cambiaban las cosas... Aquí sí podían ser la una para la otra como lo fueron siempre, como jamás dejaron de serlo, no obstante las apariencias respetabilísimas que había que conservar.

Se refugiaron en un lindo tocador amoblado a la japonesa e iluminado a la... danesa, pongamos; porque la viuda del doctor Urniza era amiga de extranacionalizarlo todo con un afán cosmopolita que tenía sus puntos y ribetes de ridiculez. Y en ese ambiente tibio e íntimo, se dieron a lo que por lo general suelen darse dos mujeres cuando están solas: a cambiar confidencias.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 82 visitas.

Publicado el 26 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.

El Beso de Evans

Abraham Valdelomar


Cuento


(Cuento cinematográfico)

I

8 de agosto - 12 m.


–Alice... A...li...ce...

Los médicos acercan un espejo a sus labios. La soeur coloca en su pecho un pálido Cristo de marfil. El doctor Barcet abandona el pulso del enfermo. Evans Villard ha dejado de ser...

II

Había sido un hombre a la moda. Durante mucho tiempo, desde que su viaje a la India lo consagró como hombre de buen gusto, sus libros corrieron por las cinco partes del mundo. Después todos fueron triunfos. Medalla en la academia. Traducción de sus libros. Legión de honor. Reemplazó a Mr. Salvat en la primera columna de L'Echo. Fue en la embajada de El Cairo. Exquisito gusto, admirable cultura, irreprochable elegancia, ciertas óptimas condiciones orgánicas naturales, parisiense, apasionado, con un bigote discreto, Villard lo fue todo. En el Jockey Club, en el Casino, en los cabarets, en los bailes, la misma respuesta decidía el éxito del buen tono:

–¡Va a venir Evans Villard!...


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 697 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

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