Textos más vistos etiquetados como Cuento disponibles | pág. 49

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Los Ojos Sombríos

Horacio Quiroga


Cuento


Después de las primeras semanas de romper con Elena, una noche no pude evitar asistir a un baile. Hallábame hacía largo rato sentado y aburrido en exceso, cuando Julio Zapiola, viéndome allí, vino a saludarme. Es un hombre joven, dotado de rara elegancia y virilidad de carácter. Lo había estimado muchos años atrás, y entonces volvía de Europa, después de larga ausencia.

Así nuestra charla, que en otra ocasión no hubiera pasado de ocho o diez frases, se prolongó esta vez en larga y desahogada sinceridad. Supe que se había casado; su mujer estaba allí mismo esa noche. Por mi parte, lo informé de mi noviazgo con Elena—y su reciente ruptura. Posiblemente me quejé de la amarga situación, pues recuerdo haberle dicho que creía de todo punto imposible cualquier arreglo.

—No crea en esas sacudidas—me dijo Zapiola con aire tranquilo y serio.—Casi nunca se sabe al principio lo que pasará o se hará después. Yo tengo en mi matrimonio una novela infinitamente más complicada que la suya; lo cual no obsta para que yo sea hoy el marido más feliz de la tierra. Oigala, porque a usted podrá serle de gran provecho. Hace cinco años me vi con gran frecuencia con Vezzera, un amigo del colegio a quien había querido mucho antes, y sobre todo él a mí. Cuanto prometía el muchacho se realizó plenamente en el hombre; era como antes inconstante, apasionado, con depresiones y exaltamientos femeniles. Todas sus ansias y suspicacias eran enfermizas, y usted no ignora de qué modo se sufre y se hace sufrir con este modo de ser.

Un día me dijo que estaba enamorado, y que posiblemente se casaría muy pronto. Aunque me habló con loco entusiasmo de la belleza de su novia, esta apreciación suya de la hermosura en cuestión no tenía para mí ningún valor. Vezzera insistió, irritándose con mi orgullo.

—No sé qué tiene que ver el orgullo con esto—le observé.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 328 visitas.

Publicado el 27 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Perseguidos

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche que estaba en casa de Lugones, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagaba suficientemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos prosiguiendo una charla amena, como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores aquél había visitado un manicomio, y las bizarrías de su gente añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortable vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia bastante nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, color trigueño mate, cara afilada y grandes ojos negros, daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación, pero la inmóvil atención con que lo hacía, me chocó.


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Dominio público
24 págs. / 43 minutos / 218 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Luz Lateral

Pablo Palacio


Cuento


Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad dulce que el tiempo sobre los recuerdos.

Este elegante fenómeno que, generalmente, corresponde a una época, me ha asaltado bien pronto debido a ciertas circunstancias.

No soy viejo: tengo treinta años. Me veo como esos hombres que agotan sus músculos en una hora, frente a otros que trabajan ocho, con sabia y económica calmosidad.

También se me han caído un poco las cejas y estoy bastante calvo.

Se trata… ¡ah! Se trata de aquella muchacha, Amelia, que me traía claramente la imagen de la heroína de un señor novelista, a quien sus padres (¿o ella misma?) le ordenaban (¿o se ordenaba?) conservar sus trenzas largas, ya porque le sentaran bien o por mantener su fresco aspecto infantil.

¡Hombre! Y era bastante pálida. Ahora la veo. Bajo cada ceja debió tener una media luna de tinta azul, lo que le hacía interesantísima. Y como los labios también eran muy pálidos, me enamoré de ella. Creo que esta es una razón poderosa; las mujeres que tienen los labios colorados por fuerza nos ponen nerviosos; dan la idea de haberse comido media libra de carne de cerdo recién degollado.

Bueno, pues. Como era una muchacha me estuve esperando que madurara y apenas la vi con las piernas un poco gruesas, me casé.

¡Hola, María!

¡Caramba! Me acaban de decir que está servido el almuerzo y tengo que irme. No pierda usted su buen humor. Espere usted un momento. Yo me pongo nervioso cuando me dicen que está servido el almuerzo.

Decía que me casé con Amelia. Bien: estoy seguro de haber vivido con ella durante un año casi en la más completa cordialidad, casi, porque había un feroz motivo de entenebrecimiento de mi vida.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 151 visitas.

Publicado el 29 de febrero de 2024 por Edu Robsy.

Malva

Máximo Gorki


Cuento


El mar reía.

Bajo el soplo ligero del viento cálido, se estremecía y se rizaba, reflejando deslumbradoramente el Sol, sonriendo al cielo azul con miles de sonrisas de plata. En el ancho espacio comprendido entre el firmamento y el mar resonaba el rumor alegre y continuo de las olas, que lamían sin cesar la orilla.

Ese rumor y el brillo del Sol, miles de veces reflejado en la superficie rizosa del mar, se armonizaban en un movimiento constante y lleno de júbilo. El Sol se regocijaba de brillar; el mar, de reflejar su brillo triunfante. Amorosamente acariciado su pecho de seda por el viento, y al calor de los rayos ardorosos del sol, el mar, lánguido y suspirante bajo la ternura y la fuerza de aquellas caricias, impregnaba de sus efluvios la atmósfera cálida. Las olas verdosas sacudían en la arena amarilla sus soberbias crines de espuma, y la espuma se deshacía, con un ruido suave, en el suelo seco y ardiente, humedeciéndolo.

La playa, estrecha y larga, parecía una enorme torre derribada en el mar. Su punta penetraba en el infinito desierto del agua rutilante de sol, y su base se perdía a lo lejos, en la bruma espesa que ocultaba la playa. El viento traía de allí un denso olor, ofensivo y extraño en medio del mar puro y sereno y bajo el cielo de un azul límpido.

Clavadas en la arena, cubierta de escama de pescado, había unas estacas, sobre las que estaban extendidas las redes de los pescadores, cuya sombra formaba en el suelo a modo de telas de araña. No lejos, y fuera del agua, veíanse unas barcazas y un bote, a los que las olas, que lamían la arena, parecían invitar a irse al mar con ellas.

Había por todas partes remos, cuerdas enrolladas, capazos y barriles. En medio se alzaba una cabaña de ramas de sauce, cortezas de árbol y esteras. A la entrada, pendían de un palo nudoso unas gruesas botas con las suelas hacia arriba.


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Dominio público
57 págs. / 1 hora, 40 minutos / 331 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Manuelita

Soledad Acosta de Samper


Cuento


«Quiconque n'oublie pas, a vraiment aimé,
et la fidélité de la mémoire est l'un des gages
les plus assurés de ce que vaut le coer.»

Guizot
 

El siguiente día se anunció nublado y lluvioso; pero al llegar la noche la atmósfera se serenó. Después de tomar el chocolate de la oración salimos al corredor como teníamos costumbre de hacerlo: la luna no había parecido aún, pero se veía hacia el occidente aquel resplandor azulado que indica que en breve aparecen sobre el horizonte.

—¿Ya olvidó usted, amiga mía, que anoche ofreció contarnos cierta historia? —preguntó Matilde con su voz suave y triste.

—No por cierto —contestó mi hermana—, y para cumplir mi oferta he procurado recordar pormenores casi olvidados; de modo que si usted lo desea comenzaré mi relación.

—¡De mil amores; empiece usted!

—«Estando yo muy joven —comenzó mi hermana—, salía con frecuencia a pasear con una anciana tía a quien queríamos mucho, tanto por su carácter bondadoso como por cierta instrucción innata que hacía su conversación en extremó amena y agradable.


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Dominio público
11 págs. / 19 minutos / 118 visitas.

Publicado el 3 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Misa de Gallo

J. M. Machado de Assis


Cuento


Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.

La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.

A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.


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8 págs. / 14 minutos / 211 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Pesadillas

Federico Gana


Cuento


Convalecía de una larga y peligrosa enfermedad, y me hallaba blandamente extendido entre colchas y almohadones, sobre una poltrona, en el salón de mi casa. El doctor acababa de partir después de aplicarme una fuerte dosis de morfina que calmara mi malestar.

Afuera caía lentamente una lluvia fina y silenciosa, y yo aspiraba con deleite de sediento aquel penetrante olor a tierra húmeda, a viento mojado. El cielo de ceniza, pesado, triste, que divisaba a través de los cristales, se avenía bien con las vaguedades de mis sensaciones de enfermo. De cuando en cuando, levantaba el brazo enflaquecido para fumar mi cigarro, y mientras la onda de humo me envolvía, soñaba perezosamente.

La conciencia de mi debilidad me penetraba de una amargura indefinible y deliciosa, que parecía destilar dulcemente en lo mas hondo de mi corazón, cuyo secreto creía estar próximo a descubrir. Tal vez mi alma iba a estallar en un espasmo de aquel divino deleite soñado no sabía dónde y, sin embargo, la impresión se desvanecía como arrastrada por las leves espirales de humo... El tictac monótono de un grande y antiquísimo reloj de bronce, que me miraba impasible con su esfera borrosa desde lo alto de un gran baúl de mármol negro, llegaba a mis oídos y me adormecía en el silencio de aquel gran salón desierto.

Mis párpados se cerraban, mi cerebro se oscurecía. Abrí los ojos una última vez, con esfuerzo; vi con tristeza un pedazo de cielo gris, traté, de llevar a la boca el cigarro; pero mi brazo cayo pesadamente hacia atrás.


* * *


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2 págs. / 4 minutos / 60 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2022 por Edu Robsy.

Primavera Apolínea

Rubén Darío


Cuento


I

Una copiosa cabellera. Unos ojos de ensueño y de voluntad. Juventud, mucha juventud: un poeta. Habla:

—Yo nací del otro lado del Océano, en la tierra de las pampas y del gran río. Desde mi pubertad me sentí Abel; un Abel resuelto a vivir toda mi vida y a desarmar a Caín de su quijada de asno. Afligí a mis padres, puesto que muy temprano vieron en mí el signo de la lira. Se me rodeó de guarismos en el ambiente de las transaciones, y salté la valla. De todo el himno de la patria sólo quedó en mi espíritu, cantando, un verso: ¡Libertad! ¡libertad! ¡libertad! Y me sentí desde luego libre por mi íntima volición.

Y conocí a un hermano mayor, a un compañero, que tendiéndome la diestra me señaló un vasto campo para las luchas y para los clamores, me inició en el sentimiento de la solidaridad humana, aquel joven bello y atrevido de vida trágica y de versos fuertes. Mi bohemia se mezcló a las agitaciones proletarias, y aun adolescente, me juzgué determinado a rojas campañas y protestas. Fraseé cosas locamente audaces y rimé sonoras imposibilidades. Mi alma, anhelante de ejercicios y actividades, fluctuó en su primavera sobre el suburbio. No sabía yo bien adonde iba, sino adonde me llamaban lejanos clarines. Me imbuí en el misterio de la naturaleza, y el destino de las muchedumbres, enigma fué para mí, tema y obsesión. Ardí de orgullo. Consideréme en la solidaridad humana, vibrantemente personal. Nada me fué extraño, y mi yo invadía el universo, sin otro bagaje que el que mi caja craneana portaba de ensueños y de ideas.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 241 visitas.

Publicado el 25 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Rosita Elguero

Pablo Palacio


Cuento


I

Aquel amor hondo y bravío se le entró en el corazón con todo el fuego del trópico.

La había visto crecer desde niña, había visto redondearse sus líneas y ponerse cada vez más negros sus ojos… Y, de improviso, al descubrir una sonrisa furtiva de ella se había enamorado con toda la vehemencia impulsiva de su alma, con todo el ardor hondo del trópico. De la muchacha traviesa de antaño había pasado a ser señorita, y la indiferencia con que antes él la miraba, habíase tornado en un deseo avasallador de sondear desde cerca el misterio de sus ojos.

Y cuando desde las regiones del ensueño descendió a la prosaica realidad, al oír la invitación que le hiciera su amigo Alfredo para ir a casa de Rosita, se detuvo un momento vacilante, meditó mirando fijamente la rica alfombra, mientras dejaba transparentar en su rostro las violentas emociones que sufría, y se decidió por fin, no sin poner antes algunos reparos, que fueron fácilmente allanados.

II

Al otro día, Juliano se levantó bastante tarde, y con la cabeza demasiado pesada por los efectos del vino.

Se incorporó en el lecho y se puso a divagar… Lo veía todo como a través de un sueño, le parecía imposible o dudoso lo de la noche anterior. Recordaba el poco azoramiento que tuvo al entrar, sus miradas dulces y esquivas; luego la animación de las primeras libaciones, el vals, sus movimientos, torpes al principio debido a la emoción; los hombros blanquísimos de ella, la alegría de los padres, su salida a la terraza, la luna, la tranquila unción de la ciudad, y después de aquellas palabras que va repitiendo la humanidad entera de boca en boca, el beso que le hizo estremecer y dudar de sí mismo, en un aniquilamiento involuntario de su personalidad. Luego su tristeza, sus palabras inocentes, aquellas palabras que tuvieron en el silencio de la noche el temblor de una melopea trágica.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 29 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

¡Solo!

Armando Palacio Valdés


Cuento


Fresnedo dormía profundamente su siesta acostumbrada. Al lado del diván estaba el velador maqueado, manchado de ceniza de cigarro, y sobre él un platillo y una taza, pregonando que el café no desvela a todas las personas. La estancia, amueblada para el verano con mecedoras y sillas de rejilla, estera fina de paja, y las paredes desnudas y pintadas al fresco, se hallaba menos que a media luz: las persianas la dejaban a duras penas filtrarse. Por esto no se sentía el calor. Por esto y porque nos hallamos en una de las provincias más frescas del Norte de España y en el campo. Reinaba silencio. Escuchábase sólo fuera el suave ronquido de las cigarras y el pío pío de algún pájaro que, protegido por los pámpanos de la parra que ciñe el balcón, se complacía en interrumpir la siesta de sus compañeros. Alguna vez, muy lejos, se oía el chirrido de un carro, lento, monótono, convidando al sueño. Dentro de la casa habían cesado ya tiempo hacía los ruidos del fregado de los platos. La fregatriz, la robusta, la colosal Mariona, como andaba descalza, sólo producía un leve gemido de las tablas, que se quejaban al recibir tan enorme y maciza humanidad.


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Dominio público
15 págs. / 27 minutos / 146 visitas.

Publicado el 12 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

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