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Los Misioneros

Javier de Viana


Cuento


Punteaba el día cuando el teniente Hormigón montó a caballo y abandonó el festín, en cumplimiento de la orden recibida.

Iban, a la cabeza, él y Caracú, el sargento Caracú, correntino veterano, indio fiero, agalludo, más temido que la lepra, el «lagarto», la raya y la palometa juntos—haciendo caso omiso de los tigres, de los chanchos y de los mosquitos,—que son los bichos más temibles del Chaco.

Además, Caracú era un baqueano insuperable. Conocía la selva casi tan bien como los tobas y los chiriguanos, porque la había recorrido en casi todos sus recovecos unas veces persiguiendo a los indios, en su carácter de policía, y otras veces persiguiendo a las policías en su papel accidental de «rerubichá» toba o chiriguano.

Después de todo, buen gaucho. Caracú; guapo y alegre, ligero para el cuchillo, para el trago y para «la uña» y ni aun lo de «la uña» era ofensivo, en el medio.

Durante la primera media hora de tramo mulero, el teniente Hormigón se mantuvo dignamente silencioso, guardando la orgullosa altivez que corresponde a un oficial de «caballería». Pero pasada aquella, la juventud triunfó y no pudo resistir al deseo de entablar conversación con su subalterno. Al penetrar un rizado amplio que formaba una estanzuela bastante bien poblada, preguntó:

—¿De quién es este campo?

—De quién es aura no sé, señor,—respondió maliciosamente el sargento:—Un tiempo fué del guaicurú Añabe, que se lo robó al gallego Rodríguez; y dispués jué del comisario Pintos, que se lo robó al indio Añabe; y cuando Pintos dejó de ser comisario, se lo robaron los alemanes del obraje grande... Aura no sé quién lo habrá robao, aura...


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2 págs. / 5 minutos / 56 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Con la Horma del Zapato

Roberto Payró


Cuento


«Tengo el honor y la satisfacción de comunicar a usted, por orden del señor Intendente, que desde la fecha queda suspendido y exonerado de su cargo de subdirector y segundo médico del Hospital municipal, por razones de mejor servicio, y agradeciéndole en nombre del municipio los servicios prestados. Tengo el gusto de saludarlo con toda consideración, etc., etc.»

Llegó esta nota a manos del doctor Fillipini al día siguiente de la elección que consagró, por su consejo, municipal a Bermúdez.

—¡Mascalzone! —exclamó, pensando en su protegido de un minuto.

Pero sin que el despecho le ofuscara el raciocinio, salió de casa en busca del firmante de la nota en primer lugar. Era éste el secretario de la Intendencia, Remigio Bustos, y podía aclararle muchos puntos, útiles para sus manejos ulteriores. Le encontró tomando café y copa en la confitería de Cármine. Haciendo un grande esfuerzo, un acto heroico, pagó la «consumación» y pidió «otra vuelta».

—Dígame, Bustos —preguntó por fin—; ¿por qué me destituye don Domingo?

—¡Hombre, no sé! —contestó el otro, paladeando su anis, y no por sutileza ni reserva política, sino por nebulosidad cerebral.

Viera, caracterizándolo, había publicado efectivamente, hacía poco, una parodia de la fabulilla de Samaniego:


Dijo Ferreiro a Bustos
después de olerlo:
—Tu cabeza es hermosa
pero sin seso.
¡Cómo éste hay muchos
que, aunque parecen hombres,
sólo son... Bustos!
 

—No sabe ¡bueno! Pero dígame cómo fue —insistió Fillipini, en su jerga ítalo-argentina, seguro de que por el hilo sacaría el ovillo—. ¿No le habló nadie?

—Nadie.

—¿Le hizo escribir la nota así, sin más ni más?

—Sí, mientras estaban votando.

—¿Y nadie había ido a verlo?

—Nadie más que Gino, el pión de Cármine.

—¿Y a qué iba Gino?


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Publicado el 1 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Abrazo de Marculina

Javier de Viana


Cuento


En invierno, un día opaco, un cielo brumoso, de sombra, de quietud, de silencio, uno de esos atardeceres capaces de entristecer a los chingolos.

A las seis era casi noche y hubo que suspender la jugada de truco en la trastienda de la pulpería.

El patrón ofreció encender una vela; pero los tertulianos no aceptaron: jugaban «por divertirse» y todos se aburrían.

Pidieron otro litro de vino, encendieron los cigarrillos y hubo un silencio largo, que fué roto por el viejo Pantaleón, quien mirando fijamente a Secundino, habló así:

—¡Qué muerte triste la de mi sobrino Estanislao!... ¡El, qu'era más nadador que una tararira, augarse en una cañada que se vandea de un resuello!...

—¡Qué quiere viejo!—intervino Julio—si está de Dios es capaz de augarse uno lavándose la cara en una palangana.

—Será, pero pa mi gusto el finao mi sobrino se hundió a causa de las libras de chumbos con que le habían cargao el alma... ¿Qué pensás vos, Secundino?...

Apostrofado indirectamente, el mozo alzó la cabeza con altanería y dijo con voz firme y serena:

—Ya me tienen cansao esas alusiones que se arrastran entre los yuyos buscando morder los talones del que lo'encuentra descuidao...

—Sé que hay más de uno que me acumula esa muerte, pero tuitos lo dicen a escondidas, o lo dan a entender sin decirlo...

—Será porque te tienen miedo—observó don Pantaleón.

—Sí: ¡porque tienen miedo de arrostrarle a un hombre un crimen sin más fundamento que chismes de mujeres o comentarios de pulpería!... ¡Yo había resuelto aguantar y callarme, pero ya me fastidea demasiado el mangangá y no me resino a seguir mascando el freno por más tiempo!...

Van a saber ustedes cómo pasaron las cosas, la verdá desnuda como un recién nacido. Dispués, vayan y desparramenlá por tuito el pago...

—¡Hablá!—exclamaron varios a un tiempo; y Secundino comenzó de este modo.


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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Castigo de una Injusticia

Javier de Viana


Cuento


El viejo Lucindo Borges estaba sobando un maneador recién cortado, y estaba con rabia porque a causa de la humedad de la tarde tormentosa, no «prendía» el cebo y la «mordaza» resbalaba sin trabajo útil.

Sentíase cansado; pero, si dejaba sin «enderezar» el cuero fresco, era dar por perdido un maneador lindísimo, de anca de novillo sin desperdicio de fuego de marca y se resignó a seguir haciendo fuerza. Era un viejo morrudo Lucindo Borges, y no le habría tenido miedo a nadie en ningún trabajo de aguante, si no fuese por la maldita enfermedad que desde chiquilín lo acosaba: la haraganería.

Pero no era culpa suya: parece que su padre fué lo mismo, o peor, pues se contaba que cuando quería carnear una oveja, hacia arrear la majada por el chiquilín de la peona y desfilar frente al galpón donde se lo pasaba todo el día tomando mate. Y sin levantarse del banco, rifle en mano, volteaba de un balazo el capón que calculaba de buenas carnes.

Lucindo no era tan haragán. Para carnear, él mismo montaba a caballo, iba al campo, movía la majada, y si no encontraba un animal en estado, no tenía inconveniente en andar media legua, voltear un alambrado medianero y enlazar un capón en la majada del vecino.

Ya eso es trabajo; y luego el trabajo de esconder el cuero y evitar las impertinentes averiguaciones de la policía...

No, él no era un haragán. Y la prueba es que estaba bañado de sudor, sobando el maneador rebelde, cuando se le acercó su mujer, quien de rato estaba parada junto al palenque, observando el campo, y le dijo:

—Pu’el alto verde viene gente y parece polecía.

Lucindo fue hasta la puerta del galpón, púsose de visera la mano.

—Es polecía, —confirmó.— Viene el ovejo’el comesario nuevo y el tordillo el sargento Pérez...

—¿Y pa qué vendrán?

—Pa qui querés que venga la polecía a casa’e pobres: p’hacer daño... Mirá... vo’estás enferma...


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4 págs. / 7 minutos / 39 visitas.

Publicado el 7 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

No Hay que Sestear el Domingo

Javier de Viana


Cuento


Un candil, produciendo más humo que luz, alumbraba débilmente la mezquina estancia, cuyo pajizo techo estremecíase a cada instante, sacudido por las ráfagas.

Sentado sobre el borde del catre, la cabeza gacha, don Epifanio estaba tan abstraído, que ni siquiera advirtió que la brasa del pucho le chamuscaba el recio bigote gris. Recién al sentir el calor sobre la «jeta» tornó a la realidad.

—¡Tiempo apestao!—clasificó con rabia.

Silvino, que sentado sobre un baúl, frente al catre, atormentaba una vieja guitarra llena de parches, asintió:

—Asqueroso... Con la húmeda, las cuerdas se aflojan, nu hay tiemple que resista, y asina, es claro, no me puede salir esta polca quebrallona qu'estoy componiendo pal familiar del domingo...

Don Epifanio lo miró con lástima.

—Siempre has de ser el mesmo—dijo;—siempre más preocupao en el lujo del apero qu'en el cuidao del caballo.

Silvino cruzó la pierna, acostó en ella la vihuela y, sonriendo con una sonrisa infantil que iluminaba su lindo rostro bronceado, respondió:

—¿Y en qué quiere que piense?... El cachorro, el potranco, el ternero y la borrega, sólo atinan a jugar, a divertirse; y bien disgraciaos serían si con el calostro en los labios comenzaran a riflisionar sobre los rebencazos que vendrán, las pinchaduras de las espuelas, el peso del yugo y el filo del cuchillo!...

—¡Vos te pensás que tuita la vida es domingo!...

—No, viejo, no; yo creo que la juventud es el domingo'e la vida, y que hay que aprovecharlo hasta el güeso, del mesmo modo que no se ha de tirar la botella mientras tenga un trago'e caña.

—En comparancia con la semana, el domingo es muy chiquito.

—¡Dejuro!... ¡Y por eso obliga sacarle el jugo, pelar bien la costilla sabrosa, criendo juerzas pa mascar la pulpa'e cogote que nos han de servir dende el clariar del lunes!...

—Mucho comer indigesta.


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2 págs. / 3 minutos / 31 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Comarca Embrujada

Javier de Viana


Cuento


En las más de doscientas leguas de perímetro de la sección existían tres puntos de referencia que ningún comarcano ignoraba: los “Ombuses del Alto Grande”, la “Azotea Embrujada” y la “Madriguera de los Acosta”.

Los dos primeros constituyen evocaciones de leyendas.

Los “Ombuses del Alto Grande” son siete y son enormes: tam enormes que no obstante mediar más de diez metros entre uno y otro, las gruesas raíces superficiales se entrelazan formando como un ovillo de monstruosas culebras; y arriba, en muchas partes, se mezclan las ramazones. Observado de cierta distancia el grupo aparece como un árbol solo, un ombú de dimensiones fabulosas, acaso milenario, que domina la altura con su mole imponente, siempre verde y siempre inmóvil.

Unos metros al norte de los ombúes, veíanse vestigios de cimientos de piedra, de un edificio que debió ser igualmente enorme y cuya desaparición databa de tantos años, que ni los abuelos de los actuales abuelos conservaban de él otro recuerdo que el de los ombúes y los fundamentos graníticos.

¿Quién fué el morador de aquella formidable vivienda con tantas habitaciones y tan complicada distribución, que sugería la idea de un monasterio fortificado?

La fantasía de los viejos comarcanos, herederos de las leyendas —¡quién sabe cuántas veces deformadas y complicadas!— de sus lejanos ascendientes, sólo coincidían en que fué aquél el nido recio, áspero, inexpugnable, de un señor, cacique o caudillo, anterior o posterior —probablemente anterior—, a la conquista, de un poderío, de una soberbia y de una crueldad como no existió otro, en tiempo alguno, sobre tierra americana.


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12 págs. / 21 minutos / 7 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2025 por Edu Robsy.

El Ánima Sola

Tomás Carrasquilla


Cuento


Personajes

—la tercera esposa
—las trece hijas
—timbre de gloria
—flor de lis
—licenciado
—peregrino
—monjita

I

En aquel tiempo, como dicen los Santos Evangelios, hubo una estirpe que llenó el universo con su fama. Su nobleza fue la más alta y esclarecida; sus hombres todos, héroes y conquistadores; riquísimos sus feudos y regalías. Mas la muerte, envidiosa de esta raza, sólo dejó un vástago para propagarla. Con los títulos y privilegios que en él recayeron, vino a ser el castellano más poderoso de su época. Los reyes mismos le agasajaban, porque le temían.

En su ansia de perpetuarse, de restaurar la grandeza del apellido, pedía a Dios hijos varones por decenas, Como no se los diese bajó a dígitos y, por último, a la unidad. Pero Dios, o no estaba por excelsitudes de la tierra o quería mortificarle: a cada espera enviábale una hembra, cuando no dos.

Entre la ilusión y el desengaña llegó el caballero a la vejez; y su tercera esposa, sus trece hijas y la muchedumbre de vasallos le pagaban el desaire. Sus crueldades aterraban la comarca; en los calabozos gemía toda una multitud de desgraciados; de las horcas del castillo colgaban los siervos en racimos. Al clamor de tantas almas, fue Dios servido de otorgarle al magnate un heredero. Pagado, resarcido de todos se consideró con el regalo: parecía hijo de gigantes, y era tan hermoso y perfecto que a nada en el mundo podía compararse. Pesóse el recién nacido, y diez veces su peso fue mandado, en oro, a varios templos y santuarios. Su Sacra real Majestad vino en persona a sacarle de pila; repartiéronse ducados entre el pueblo, cual si fuese jura de soberano; celebráronse fiestas por ocho días, y numerosos mensajeros llevaron la nueva a ciudades y castillos. |Timbre de Gloria se nombró al heredero.


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16 págs. / 28 minutos / 2.919 visitas.

Publicado el 19 de junio de 2018 por Edu Robsy.

La Compuerta Número 12

Baldomero Lillo


Cuento


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.


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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Sabiduría

César Vallejo


Cuento


Fuera cesó de nevar. El cielo aparecía negro y bajo. El viento también dejó de soplar fieramente, y la atmósfera estaba inmóvil y muy enrarecida. Por las sierras del norte se veía el horizonte delineado con una claridad apacible y celeste, como si fuese de día; mas la aurora aún no despuntaba, y la obscuridad graznaba a grandes alas negras en la cordillera.

La señora se levantó y llegóse con sumo tiento a la cama del enfermo, enjugándose las lágrimas con un canto de su blusa de negro percal. Benites continuaba tranquilo.

–¡Dios es muy grande!– exclamó ella enternecida y en voz apenas perceptible. –¡Ay Divino Corazón de Jesús! –añadió levantando los ojos a la efigie y juntando las manos, henchida de inefable frenesí–. ¡Tú lo puedes todo, Señor! ¡Vela por tu criatura! ¡Ampárale y no le abandones! ¡Por tu santísima llaga, Padre mío! ¡Protégenos en este valle de lágrimas!

No pudo contenerse y se puso a llorar en silencio, de pie junto a la cabecera del enfermo, el que, con la espalda vuelta a la luz y la cabeza echada hacia atrás, inmóvil, reposaba profundamente. Lloró enardecida por las fuertes conmociones de la noche, y al fin dio algunos pasos y fue a sentarse en un banco, rendida de cansancio y de pesar. Ahí se quedó adormecida por el abatimiento y el insomnio, cosas excesivas para su avanzada edad y su naturaleza achacosa.

Despertó de súbito, sobresaltada. La bujía estaba para acabarse y se había chorreado de una manera extraña, practicando un portillo hondo y ancho, por el que corría la esperma derretida, yendo a amontonarse y enfriarse en un solo punto de la palmatoria, en forma de un puño cerrado, con el índice alzado hacia la llama.


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7 págs. / 13 minutos / 934 visitas.

Publicado el 11 de abril de 2020 por Edu Robsy.

Abuelo y Nieto

Miguel de Unamuno


Cuento


Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

—Oye, Pedro.

—¿Qué quiere, padre?

—Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

—Si no lo dice...

—¿En qué piensas?

—No; sino, ¿en qué piensa usted?

—Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

—¿Cómo así?

—Vamos... así... solos... —y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

—Puesto que usted lo dice...

—¿No crees que nos falta algo?

—Sí, padre; nos falta madre.

—Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!


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5 págs. / 10 minutos / 568 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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