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Kiti la Vanidosa

Ángela Grassi


Cuento


En las escarpadas costas de Dinamarca vivía hace mucho tiempo una joven muy bella, pero tan sensible á la vanidad, tan enamorada de sí misma, que cuando iba á llevar á Nelo, el pescador, la banasta de junco que debía recibir á los dorados pececillos, se detenía en las márgenes de cada fuente, de cada arroyo, para extasiarse delante de su propia imagen. No pensaba más que en coger flores que realzasen su hermosura, ó en arrancar al mar sus preciosas conchas para adornar con ellas sus brazos y su cuello.

Nelo era su desposado, y debía conducirla al altar cuando germinasen las primeras flores.

Nelo la amaba con fe pura; pero Kiti, así se llamaba la jovencilla, le correspondía con ese amor tibio de la mujer que sacrifica en aras de la vanidad, ciega y estúpida, todas las facultades de su alma.

Una tarde fue á llevarle la banasta como siempre, y como siempre se asomó á espejarse en las ondas tranquilas de la mar. Nunca le había parecido tan unida y trasparente.

Nelo la llamaba en vano... Kiti, lejos de prestarle atención, avanzaba en pos de aquellas mágicas ondas que la atraían, reproduciendo mil veces su bello rostro; siendo las últimas las que mejor sabían reproducirlo.

—Vén, la decía con tiernísimo acento el pescador desde la playa; vén, Kiti, vén...

Kiti, fascinada por un extraño vértigo, seguía á las ondas, saltando de risco en risco, apoyándose sobre las ninfeas, plantas acuáticas que se asoman á la superficie del agua.

Llegó al último escollo, se deslizó su pie, y las ondas pérfidas la arrastraron consigo hasta el abismo....

Un grito de espanto se elevó en la playa: muchos pescadores se arrojaron al mar; otros muchos saltaron sobre sus lanchos y recorrieron la costa: Kiti no pareció!

¡Tres días trascurrieron, y, á pesar de todas las pesquisas, Nelo no pudo hallar ni aún el cadáver de su amada!...


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 82 visitas.

Publicado el 27 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

La Invisible

Emilia Pardo Bazán


Cuento


De todas las mujeres que han podido preocuparme en este mundo —dijo Cecilio Ruiz, en un momento de expansión, de ésos que son como válvulas por donde el alma busca respiro—, una me ha dejado recuerdo más persistente, por lo mismo que casi no hubo ni tiempo ni ocasión de que me lo dejase…

La memoria —continuó— es muy extraña. Sin que se sepa por qué, se borran de ella un sinnúmero de cosas, y hasta años enteros de nuestra vida pasan sin dejar rastro. Momentos en que creemos que nuestra sensibilidad está en paroxismo, no marcan después huella en el recuerdo. En vano quiero resucitar horas que declaré inolvidables, pues ya de ellas no guardo reminiscencia ninguna. Y detalles que no revistieron la menor importancia, parece que cada día los tengo más grabados en la conciencia: frases insulsas, sucesos mínimos, siempre presentes, cuando ni aun sé cómo se arregló mi primera cita con mujeres de las cuales me creí verdaderamente enamorado, y, tal vez, si me las encuentro en la calle, no las conozco.

En cambio, mi aventura, medio irreal de los Colmenares —llamaré así al lugar de la escena—, de tal modo cuajo en mi espíritu y en mi vida, que cada día surge con mayor realce. Era yo entonces bastante joven, pero no tanto que no hubiese pasado ya de los veintiocho años y probado en diversos lances sentimientos muy varios, y goces y penas, con todos los accidentes que suelen acompañar a la pasión amorosa; hasta me creía ya un poco hastiado, y a ratos me las echaba de escéptico.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 81 visitas.

Publicado el 18 de marzo de 2021 por Edu Robsy.

La Carta del Difunto

Miguel de Unamuno


Cuento


I

Jorge y Juana se querían mucho y se querían desde muy niños. Yo no me precio de saber describir el amor, y así me bastará decir al lector de este verosímil cuento que se querían Jorge y Juana tanto y también como se quieren un joven y una joven rayanos en los veinte años, cuando bien se quieren.

Era Juana una muchacha sencilla y natural, positivamente idealista, que se levantaba a las seis, tomaba chocolate, iba a misa, volvía de misa, hacia la cama y se ponía a trabajar. Leía el Año Cristiano y creía a pies juntillas todo cuanto enseña nuestra santa madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, aunque es lo cierto que ella ignoraba la mitad de lo que enseña, y creía también otras muchas cosas que nuestra santa madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana no enseña, como son que de los matrimonios entre parientes nacen hijos sordos, que los judíos son feos y tantas otras cosas más. Tenía sus puntas y ribetes de idealismo y sus trencillas de misticismo bordando un fondo positivista a carta cabal. Rezaba mucho y dormía mas, creía querer a Dios sobre todas las cosas y al novio como a sí misma y quería en realidad a sí misma sobre todas las cosas y a su novio como a Dios.

Basta de datos psicológicos, que con los que preceden tendrá bastan te todo lector de buen a voluntad.

Jorge era otro que tal, genio alegre y sombrío, fantástico y franco, idealista y práctico, que vivía en prosa y soñaba en verso. Cuando el sol más vigoroso cosquilleaba a la madre Tierra se estaba él metidito en su casa pasándose el tiempo, y cuando la lluvia más torrencial inundaba los campos, recorría a pie y solo los montes envuelto en su ancho impermeable. Todo lector discreto conoce ya a mi Jorge.

Jorge y Juana se querían mucho y porque sí.

Aseguro a mis lectoras, si alguna tiene este cuento, que se querían tanto, por lo menos, como cada una de ellas quiere a su novio.


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4 págs. / 7 minutos / 81 visitas.

Publicado el 22 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Una Emboscada

Ángel de Estrada


Cuento


La barranca con altivez de sierra, erizábase de espinillos, luciendo helechos en las honduras de sus rincones de sombra. El capitán Monteros flanqueaba su mole para llegar al bosque, que en forma de herradura, ceñía su término. Cientos de loros, al parecer de fiesta, subían y bajaban entre chillidos, azulando sus plumas verdes en el zafiro de un cielo inmaculado. Un arroyo adquiría ímpetus de torrente, surgiendo de un precipicio con hervores de espuma, y luego, con transparencia fascinadora, serenábase contenido entre dos bloques de piedra.

Los soldados, atraídos por la pureza cristalina del agua, más que por la sed, bebieron á grandes sorbos, mojándose entre chanzas; deslizáronse después entre los sauces que se inclinaban mustios sobre el río, y llegaron á las selváticas enredaderas que, enlazaban el verdor sordo y viejo de los talas, al chillón y juvenil de los cocos. De pronto sintieron perplejos un agudo clarín que traía frío de muerte, seguido de repentina descarga; y ya á punto de correr, se estrecharon al son de la caja de Eusebio, que se irguió firme como su fibra de bronce.

—Esta si que es linda, mi capitán!!

—Silencio! —rugió Monteros— paso atrás!

Y empezó el desfile de doce hombres indefensos frente á casi un ejército. En el rostro del jefe se dibujaba una sombra, pues seducido por una temeridad que pudo ser fecunda, exponía á sus hombres á morir sin luchar, contra la invisible fuerza que convertía el bosque en boca de fuego. Poco le duró aquello. Creyó percibir una inmensa voz, de más allá del horizonte, traída por las auras perfumadas de trébol; y sus ojos despidieron viva luz, comunicando á Eusebio el vigor de un redoble electrizante.

Una bala dió en la boca del sargento; el negro tambor miró al amigo y pasó sobre el cadáver.

—¡Ah! canallas...


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2 págs. / 3 minutos / 73 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Intereses Creados

José Fernández Bremón


Cuento, fábula


El estrépito era grande; las vigas, sacudidas con fuerza, temblaban como en un terremoto; una nube de polvo enrarecía el aire y quitaba la vista y la respiración. Huían despavoridos los ratones; las moscas salían en tropel por las ventanas, y se refugiaban en las rendijas más estrechas chinches, arañas, hormigas, cucarachas y polillas.

—¡Ay! —decía una chinche con acento desgarrador—. ¿Qué será de mi cría, si yo me he salvado con trabajo? La familia se acaba para siempre.

—Y la tranquilidad de todos, señora —repuso una polilla—. Figúrese usted que vivíamos desde tiempo inmemorial en una capa de grana, que nos servía de abrigo y alimento, y nos han expulsado a garrotazos. Ya no hay propiedad.

—¿Hay nada más respetable que la industria? Pues acaban de destruir en un instante más de cien telas magníficas que representan el trabajo de millares de arañas. ¡Oh, qué tejidos, y qué colgaduras han destruido los malvados!

—Nada de eso vale lo que el túnel de tablas que había construido y han deshecho. Era una obra de arte —dijo un ratón desconsolado.

—¡Asesinos! ¡Ladrones! ¡Bárbaros! —decían en sus innumerables idiomas todos los perjudicados, zumbando, aleteando y atronando la casa con sus gritos.

—Pero, ¿qué ocurre? —gritó desde lejos la dueña de la casa a su criada.

—Nada, señora —respondió la Pepa, continuando su tarea—: es que estoy sacudiendo con los zorros el polvo de este guardillón.


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1 pág. / 1 minuto / 73 visitas.

Publicado el 18 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En un Vuelo

Arturo Robsy


Cuento


Wenceslao daba besos a las ranas. En realidad daba besos a todos los batracios, pues no distinguía muy bien a las ranas de los sapos. Los perseguía infatigablemente y, una vez acorralados, los cogía con cuidado y los besaba en su boca de buzón, sumidero de libélulas.

De todas formas, no eran muchas las ranas ni muchos los sapos que conseguía besar, pues Wenceslao era ente de ciudad. Aún así había pillado a varios de vez en cuando.. El primero, a los siete años, cuando estaba con la reciente impresión del cuento aquel en que la rana resultaba príncipe encantado.

El bichejo quedó quieto y perplejo a los pies del niño Wenceslao después del tratamiento por osculación. Desde entonces Wenceslao creyó tener mano con las ranas y consideró que esta práctica del boca a boca era una suerte de quiniela en la que —¿quién sabe?— podía ganar una princesa, un castillo o, al menos un caballo blanco.

Veinticinco años después no había cambiado de opinión, aunque era, en todo lo demás, un hombre normal, es decir, normalizado, redactado en vulgata, con márgenes muy pequeños en el blanco folio de los sueños. Prefería que la gente no supiera que besaba sapos y ranas porque hoy a todo se le da un giro sexual.

Así estaban las cosas el verano en que Wenceslao atrapó a su decimotercer sapo, que no fue sapo ni rana, pero tampoco princesa, hada o caballo blanco. Era un enano, un Puk de Shakespeare o de Kipling, gnomo, elfo, geniecillo o cosa así. Desnudo como una fruta y agradecido como conviene a la tradición:

—No sé —le dijo— cómo tienes estómago para besar a un sapo, pero gracias de todas formas.


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5 págs. / 9 minutos / 72 visitas.

Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre que No Hacía Sombra

Arturo Robsy


Cuento


El sol es un astro enteramente neutral, al menos, eso dicen los astrónomos: todo lo más tiene unas ridículas manchitas y períodos de turbulencia cada once años: nada que le pueda comprometer. Los griegos, sin embargo, pensaban de otra modo: Apolo, que conducía el carro del sol, también lanzaba las flechas de la peste y, en ocasiones, se enfadaba como un demonio y era de temer. Los griegos era un pueblo observador. No diré que tuvieran razón, no, pero sí ojo clínico y talento para explicar las cosas en lugar de hacerse telescopios. Cerebros de primer orden estos griegos.

Mi experiencia es más reducida. Yo viene al mundo con un pan debajo del brazo, pero, una vez que me lo hube terminado, tuve que espabilarme para continuar en la brecha. Verán: la humanidad es variopinta (como dice un poeta que rima Francia con fragancia) y tú cuando naces, es como si te sometieras a un sorteo. O, al revés, quienes acuden a la rifa son tus padres. Naces rubio y las cosas van bien; naces moreno o alto o delgado o fornido, o listo o matemático, o atleta, o guapo y tampoco tienes que preguntarte: las cosas siguen bien. Pero también hay otros aspectos y puedes emerger cojo, o tuerto, o enano, o místico, o poeta, o jorobado, o estrábico, o zoquete, o ambiguo, y, entonces, da lo mismo que te preocupes o no: las cosas van pésimas y no tienen solución. ¿Comprenden el juguete? Son asuntos de la Naturaleza y la Naturaleza es sabia. Nosotros, no, ya que no conseguimos entenderla. En todo caso, los perfectos aman la perfección. Y los imperfectos también si les dejan los otros. Los griegos, los espartanos, vuelven a ser ejemplo por aquel viejo asunto del Taigeto, por donde despeñan a todo quisque que no nacía en perfecto estado de revista.


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5 págs. / 9 minutos / 65 visitas.

Publicado el 9 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Casi Monólogo

Joaquín Dicenta


Cuento


Estábamos solos. Ella enfrente de mí, provocadora, incitante, brindándome en silencio sus espléndidos dones; su perfume, que hacía estremecerse mis nervios con avarienta voluptuosidad; sus tonos de color, que excitaban en mí el ansia de acercar los labios e ir absorbiendo entre pausas, prolongadoras del deleite, la esencia de su vida, que yo y nadie más que yo tenía derecho a poseer; su alma, que se trasparentaba bulliciosa y enérgica al través de los múltiples y artísticos estremecimientos que la agitaban cuando mi mano se alzaba por encima de la mesa para tocar la muselina protectora que la envolvía; toda ella, en fin, porque de toda ella necesitaba mi espíritu fatigado y entristecido por esta lucha que, llamándose existencia, eleva el fastidio a la categoría de imposición.

No era posible resistir más; su virginidad esplendorosa me atraía, y a trueque de merecer fama de libertino, extendí el brazo, la ceñí con mi mano temblorosa de deseos y, oprimiéndola cariñosamente, la levanté del sitio que ocupaba con lentitud mimosa, elevándola despacio, muy despacio, hasta que la puse cerca de mi boca y dejé extasiarse la mirada en sus matices de oro, sobre los cuales se quebraban, descomponiéndose en mil y mil luminosas facetas, los rayos de sol que se introducían de contrabando por la entreabierta ventana de aquel cuartucho miserable.

Porque era una copa de Jerez la que yo tenía en la mano, la que excitaba los apetitos de mi carne, la que reflejándose en mis pupilas con sus cambiantes de oro y sus reverberaciones de ámbar, excitaba las fibras todas de mi organismo, anunciándoles placeres y alegrías entrevistos por mí en el fondo trasparente de la copa cuyo limpio cristal acariciaba con los dedos. Mi corazón, henchido de penas, hallábase necesitado de venturas, y el Jerez podía proporcionármelas. ¿Artificiales?, puede; ¿y qué importa? ¿Acaso las que tomamos por verdaderas lo son?


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3 págs. / 6 minutos / 64 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Unidad de Conciencia

Armando Palacio Valdés


Cuento


Mi padre acostumbraba a decir que las conciencias de los hombres eran tan diferentes como sus fisonomías. Yo tenía pocos años entonces, y no era capaz de discutir tal opinión. Ahora tengo muchos, y tampoco sé bien a qué atenerme.

Porque esta sencilla proposición arrastra consigo nada menos que el gran problema del bien y del mal. ¡Un grano de anís!

Si no existe la unidad de la conciencia en el género humano, dicho se está que la justicia, el honor, la caridad, son cosas convencionales que se hallan a merced de la opinión, que cambian con el transcurso de los años como cambian las mangas de las señoras, unas veces estrechas, otras, anchas. En otro tiempo era de moda el asesinato. Ahora ya no lo es. Quizás mañana vuelvan otra vez las mangas anchas.

Estoy seguro de que mi padre no se daba cuenta de las graves consecuencias metafísicas que sus palabras engendraban. De todos modos, no era hombre que emitiese sus opiniones en abstracto como un profesor de filosofía, sino que, invariablemente, las apoyaba en algún ejemplo bien concreto. Para sostener la proposición enunciada, tenía siempre a mano varios casos interesantes. Pero el que usaba más a menudo era el caso de don Robustiano.

Don Robustiano era un notario que vivía en la casa contigua a la nuestra; un hombre alto, anguloso, blanco ya como un carnero. A mi hermano y a mí nos inspiraba un terror loco. Jamás le habíamos visto sonreir. Tenía tres hijos de la misma edad, poco más o menos, que la nuestra, a los cuales trataba con despiadada severidad. Se decía que los azotaba con unas correas hasta hacerles saltar la sangre. En efecto, raro era el día en que no oíamos lamentos al través de la pared. Y una vez en que, por casualidad, me llevó uno de sus hijos hasta el cuarto de su padre, vi colgadas de un clavo las fatales disciplinas, que me hicieron dar un vuelco al corazón.


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3 págs. / 6 minutos / 63 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Fomes Pecatti

Antonio de Trueba


Cuento


I

Con esta pícara afición que desde chiquitín he tenido a averiguarlo todo, menos aquello cuya averiguación es pecado, apenas llegó a mi noticia el aforismo teológico de que todos tenemos dentro del cuerpo el fomes peccati, me entró gran comezón por averiguar, no si el aforismo era cierto como regla general, pues no dudaba que lo fuese, sino si esta regla tenía su excepción como todas.

Molí con mis preguntas a todo Dios, incluso la historia civil y religiosa, y todas las contestaciones que obtuve fueron que, en efecto, el fomes peccati se encierra en todo cuerpo humano, sin excepción de los más santos. Generalmente estas contestaciones se resentían de cierta metafísica, y, por consiguiente, su aridez y oscuridad las hacía inadecuadas para incluirlas en el género de literatura lisa y llana y a la buena de Dios que yo cultivo; pero entre ellas había una que no tenía aquella condición, y por consecuencia aquel inconveniente y esta contestación, que es la de la tradición. popular, es la que voy a confiar al público, un poquito ampliada y glosada, eso sí, pero en lo esencial sin quitarle punto ni coma.

Veamos, pues, con qué ejemplos al canto me afirmó la tradición popular ser cierto que todos tenemos el fomes peccati dentro del cuerpo; unos en la cabeza, otros en la boca, otros en el pecho, otros en el estómago y otros aún más abajo, como que hasta en los pies le tienen muchas personas.


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Dominio público
29 págs. / 50 minutos / 61 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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