Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 62

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El Año Campesino

Pedro Antonio de Alarcón


Cuento


I

El Tiempo es la primera materia de la vida: y así como el cáñamo (verbigracia) les sirve a unos industriales para hacer alforjas, a otros para velas de barco, a éstos para alpargatas y a aquéllos para ahorcarse, el Tiempo toma también diversas formas y se aplica a diferentes usos, según el oficio, las necesidades o las aficiones de los humanos.

Vayan algunos ejemplos.

Los historiadores dividen el Tiempo por edades, por civilizaciones (palabra muy de moda), por pontificados, por dinastías, por reinados, por guerras y por otras habilidades de la llamada sociedad.

Los astrónomos y los gobernantes lo han dividido, ora en siglos, ora en décadas, ora en olimpíadas, ora en lustros, ora en años, ora en nonas, ora en meses, ora en idus, ora en semanas; y las semanas en días, y los días en horas, y las horas en minutos, y los minutos en segundos...; todo ello sin contar los quinquenios, los trienios, los bienios, las cuarentenas de los buques y de las personas, y otra porción de grandes cosas, como los años embolísmicos y los bisiestos.

Los médicos no se han quedado atrás, y computan el Tiempo por edades fisiológicas, formando cuatro grupos: 1.º Infancia y puericia. 2.º Adolescencia y juventud. 3.º Edad viril, edad consistente y edad madura. 4º. Vejez, decrepitud... y cuerpo presente. Esta última fórmula es de mi cosecha.

Los políticos cuentan por elecciones, por legislaturas, por ministerios. Para ellos empieza el año cuando se abren las Cortes y se acaba el mundo cuando caen del Poder.

«—En tiempos de Bravo Murillo —dice uno— me dejé toda la barba.

—¡Hombre! ¡Mire usted qué casualidad! —exclama otro—. Entonces me casé yo.

—¿Cómo? ¿Era usted ministerial?

—¡Ya lo creo! Por eso me casé.

—Pues yo me dejé la barba porque era de oposición.

—¡Ah! Ya..., ¡como republicano!


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6 págs. / 12 minutos / 60 visitas.

Publicado el 3 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Despedida de la Reina

Francisco Acebal


Cuento


I

Las calles de la ciudad estaban desiertas; el silencio y el misterio contrastaban con el habitual rebullir del pueblo rico y laborioso. Era un apagamiento lúgubre de la vida social, tétrica quietud que no infundía en el espíritu la paz serena y sosegada de las ciudades que duermen, sinó el terror de los vagos presagios y de las sordas amenazas.

En aquel ambiente ciudadano se respiraban miasmas de tempestad forjada con tesonuda lentitud en la sombra de los talleres, entre el fragor de las maquinarias, en los hornos de las forjas, en los antros de las minas, en los recintos negros caldeados por el vapor sudoroso de la humanidad que trabaja y labora el hierro y la piedra con gemidos del alma y crujir de huesos. En la atmósfera se respiraba penosamente el vaho caleaginoso precursor de conmociones que devastan como nubes de fuego formadas por el hervor de la industria, por la obsesión del trabajo, entre férvidos anhelos de los poderosos y desesperanzas de los miserables.

Estaban tristes y solitarias de veras las amplias calles de la capital de Gutlandia pero de cuando en cuando, pasaba estremeciendo el pavimento un tropel de obreros con ennegrecidas blusas y enrojecidos semblantes; los acuadrillaba un jefe de taller y todos marchaban acelerados y torvos como hombres resueltos á cumplir grave deber. Seguían alguna vez á los obreros, astrosas pandillas de mujeres, desgreñadas hembras que en feroz desgarro ensordecían el espacio, atronándole con sus gañidos. Entre pelotones y pandillas, figuras solitarias y siniestras, las de hosca catadura y turnio mirar, las que en días de agitación y de motín surjen á la superficie desde las heces de la sociedad.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 59 visitas.

Publicado el 7 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.

Una Mirada a lo Alto

Armando Palacio Valdés


Cuento


I

En las primeras horas de la noche me place discurrir por las calles céntricas. Uno tras otro los arcos voltáicos se encienden, y mantienen a distancia las tinieblas que la huída del sol convida a descender. Los coches regresan del paseo, y los nobles brutos que los arrastran se muestran impacientes ante la muchedumbre que obstruye la vía.

¡Crepúsculo hermoso el de la gran ciudad! Que otros vayan a gozarse melancólicamente al bosque silencioso, y que miren al sol ocultarse detrás de los montes lejanos, y que escuchen con placer las esquilas del ganado y los dulces sones de la flauta pastoril; que corran a la playa desierta y se deleiten contemplando el romper de las olas espumosas. Yo gozo mirando las telas y las joyas deslumbrantes que se ostentan en los escaparates. Pero gozo más cuando alguna bella, desde lo alto de un coche, como una diosa sobre su trono móvil de seda, me lanza una mirada. ¡Avergonzaos, ricas telas, ocultaos, joyas deslumbrantes!; el sol, al partir, ha dejado en aquellos ojos toda su luz como en depósito sagrado.

Con tranquilo placer mis pasos errantes se deslizan por la calle. La muchedumbre se aprieta en torno mío. ¡Escuchad, escuchad esos gritos gozosos; ved esa larga fila de carruajes que llevan sobre sus ruedas la belleza, la juventud y la alegría de la villa! ¡Mirad a ese joven tembloroso que se acerca, embargado de emoción, al borde de la acera, y recoge al pasar la sonrisa de su amada y una señal de su mano adorada, de esa mano que él besa furtivamente cuando en el Retiro la dama de compañía se distrae..., o se hace la distraída! Mis canas me preservan ya de estos temblores, mas, ¡ay!, no puedo menos de acordarme de ellos.


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3 págs. / 6 minutos / 58 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Aura

Javier de Viana


Cuento


Al amigo e ingeniero José Serrate.


En medio del bosquecillo de paraísos, que crecía en el ángulo formado por el cerco de la chacra y al que daba entrada al potrerito del lavadero, Serapio, después de haber abierto cuatro hoyos á punta de pala, ensayaba plantar el primer horcón

No se daba prisa; nunca tenía prisa Serapio. Tranquilamente colocó el palo en el hoyo, y comenzó á mirarlo, á moverlo, «buscándole la vuelta». Cuando estuvo conforme, lo sujetó con ambas manos y empezó á voltear con el pie la tierra extraída.

—Así va güeno—dijo.

Largó el coronilla, ya firme, y cogiendo la pala, echó sobre el agujero la tierra que restaba. Apisonó. Ratificó la posición del horcón.

—Ta güeno—tornó á decir.

Sacó los avíos, armó un cigarrillo, encendió y tomó otro horcón para plantarlo en el hoyó vecino.

En ese instante apareció Eufrasia, que venía del lavadero con un gran atado de ropas sobre la cabeza. Lo dejó caer, se arregló las mechas, se puso en jarras, y, observando la construcción de Serapio, que no existía á medio día, cuando salió para el arroyo—dijo:

—¡Hué!..¿Estás poblando?

—Así parece, che—respondió el mozo sin mirarla preocupado con su labor.

—Casa chica, parece.

—Es pa los chanchos.

Y ella, riendo:

—Vas á estar bien ahí adentro.

—Sí; en tu compaña.

La china hizo un gesto despreciativo, recogió el atado de ropas, y exclamó con desprecio:

—¡Andá que te lamban!...

Y á pasos menudos y rápidos se encaminó á las casas, zarandeándose y sin dignarse mirar atrás.

El mozo continuó su tarea y sóio cuando ya ella estaba lejos, entrando al guardapatio, levantó la cabeza y se puso á contemplarla.

—Tuavía, no—exclamó, volviendo tranquilamente á su trabajo.


* * *


Cuatro meses después daba principio la esquila


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3 págs. / 6 minutos / 58 visitas.

Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Tiempo de Ánimas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No cuento ni conseja, sino historia.

La costa de L*** es temible para los navegantes. No hay abra, no hay ensenada en que puedan guarecerse. Ásperos acantilados, fieros escollos, traidoras sirtes, bajíos que apenas cubre el agua, es cuanto allí encuentran los buques si tuercen poco o mucho el derrotero. Y no bien se acerca diciembre y las tempestades del equinoccio, retrasadas, se desatan furiosas, no pasa día en que aquellas salvajes playas no se vean sembradas de mil despojos de naufragio.

Favorable para la caza la estación en que el otoño cede el paso al invierno, con frecuencia la pasábamos en L***, y más de una vez sucedió que Simón Monje —alias el Tío Gaviota— nos trajese a vender barricas de coñac o cajas de botellas pescadas por él sin anzuelo ni redes. El apodo de Simón dice bien claro a qué oficio se dedicaba desde tiempo inmemorial el viejo ribereño.

Las gaviotas, como todos saben, no abaten el vuelo sobre la playa sino al acercarse la tormenta y alborotarse el mar. Cuando la bandada de gaviotas se para graznando cavernosamente y se ven sobre la arena húmeda millares de huellas de patitas que forman complicado arabesco, ya pueden los marineros encomendarse a la Virgen, cuya ermita domina el cabo: mal tiempo seguro. A la primera racha huracanada, al primer bandazo que azota el velamen de la lancha sardinera, Simón Monje salía de su casa, y así que la mar se atufaba por lo serio en las largas noches del mes de Difuntos, solía verse vagar por los escollos una lucecica. El farol de Gaviota, que pescaba.


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4 págs. / 7 minutos / 56 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Mujer Lunar

Isabel Petrus


Cuento


Siempre fue una soñadora. Una vez, en que decidió buscar el porqué de su razón de ser, le dijeron que era una mujer lunar: influenciada por la luna, vivía de sueños, de quimeras, y los anteponía a sus realidades, a su cada día.

Lo pensó lentamente, mientras escuchaba. Y decidió que le gustaba así. Era feliz de esta forma, evadiendo realidades, tan duras a veces, y jugando con un mundo de sueños que se anteponían a su vida, que la hacían vivir, un poco más feliz, aunque a contrapunto de lo real, en un mundo que, al fin, ella elegía.

No consideraba que tuviera que dar explicaciones a nadie por ello. Había decidido ser así, y esto le ayudaba a superar los problemas, a enfrentarse a la vida.

En su vida de sueños, era una quimera en busca de realidades. Amaba y se enamoraba del amor, perseguía sus sueños en un mundo irreal, y formaba realidades con sus sueños. Pero se daba trompazos imposibles cuando intentaba convertir en verdades estos sueños, cuando realizaba, de algún modo, sus deseos.

Se enamoraba, y amaba a sus sueños y deseos en cada hombre. Deseaba la felicidad, cuando ellos sólo deseaban su cuerpo. Se enamoraba de los vértices del alma que imaginaba en sus amantes, y ellos sólo amaban el borde agudo de sus pechos, la concavidad dulce de su sexo. Buscaba, en cualquier relación, la compañía, la soledad compartida, la conversación lenta. Y ellos buscaban el placer rápido y escondido, el cuerpo cálido en el que enterrar su deseo, la curvatura exacta de sus caderas.

Nunca se dio cuenta exacta de que no la amaban a ella. Pero su insatisfacción debió dejarle alguna duda, cuando iba, de uno a otro, persiguiendo lo que no hallaba en ninguno.


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2 págs. / 4 minutos / 55 visitas.

Publicado el 7 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

¡Canta, Compadre, Canta!

Arturo Robsy


Cuento


A Vicente M., redomado golfista, con admiración


—¡Las diez y misión cumplida! ¿Estamos todos aquí? ¡Quién sabe! A ver: Antonio (¡Presente!), Juan (¡Servidor!), Cristóbal (¡Cómo éste!), Pedro...

—¡Pedro!

—Que no, que no está Pedro. Pero, ¿cómo es eso? Si hace un momento que le vi hablando con Juan.

—Eso era ayer, tú.

—¿Ayer? ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!

—No importa, ¿verdad? Somos bastantes. Así está bien. Somos uno, dos, tres, cuatro y cinco.

—Pero, ¿qué hacemos?

—¡Qué hacemos! ¡Qué hacemos! ¡Punto redondo!

—¿No son las fiestas? Pues a divertirnos. Compraremos espantasuegras y trompetas y gorros de papel y pelotas con elástico, y nos divertiremos.

—También hemos de subir en los autos de choque.

—Y a ese balancín. Cuando sube se te revuelven las tripas de una manera...

—Pero, ¿a qué hora iremos al baile?

—Hay tiempo para todo, ¿no?

—Pues, hale, a por el espantasuegras (matasuegras tendría que ser, matasuegras).

Caminamos por la calle mayor en busca de la primera "turronera", que a saber por qué se llamará así, porque, de turrón, nada. Calle Mayor abajo, con buena alegría en la cabeza y divertido sonar de la calderilla en los bolsillos.

El ciudadano Antonio es el primero en desmandarse.

—¡Me cisco en los espantasuegras! ¿No veis que Casa Manolo está abierto?

—¡Eso! Lo primero es tomar un buen gin.

—Claro que sí.

Lo primero y lo último, porque sabe Dios el gin que hemos trasegado entre los seis durante el día... Perdón: los cinco, porque Pedro ha desaparecido. No importa. Casa Manolo tiene la virtud de tranquilizar las más rebeldes conciencias.

Cristóbal canturrea a mi lado mientras esperamos la vez:

—Amur, Amarillo y Azul; Bramaputra, Ganges e Indo.

—¿Y eso?


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Publicado el 20 de abril de 2022 por Edu Robsy.

El Judas de la Casa

Antonio de Trueba


Cuento


Sígueme, amor mío, con los ojos del pensamiento a las riberas del Cadagua, a las ribera,; que más envanecen por bellas a aquel espumoso y fresco y cristalino río, desde que pierde de vista a su nativo valle de Mena, hasta que Dios le hunde en el Ibaizábal, apenas ha andado cinco leguas, en castigo de la prisa que se da a alejarse del valle nativo.

Sígueme con el pensamiento hasta el concejo de Güeñes, uno de los más pintorescos de las Encartaciones, que le he escogido por teatro de uno de mis cuentos más dolorosos, y por lo mismo menos sonrosados.

Por el fondo del valle corre, corre, corre, corre, como alma que lleva el diablo, el desatentado Cadagua, y al Norte y al Mediodía se alzan altísimas montañas, en cuyas faldas blanquean algunas caserías a la sombra de los castaños y los rebollos.

En una de las colinas que dominan a la iglesia parroquial de Santa María, y que puede decirse forman los primeros escalones de los Somos, que este nombre se da a las montañas del Norte, había a principios de este siglo una casería conocida por el nombre de Echederra.

Verdaderamente correspondía a aquella casería la denominación de Casa Hermosa, que no es otra la significación de su nombre vascongado.

La casa se alzaba, blanca como una pella de nieve rodeada de la montaña, en un bosque de nogales y cerezos, y a su espalda se extendían unas cuantas fanegas de tierra cuidadosamente labradas.

Hermosos parrales orlaban toda la llosa, costeando interiormente toda la cárcava, y lozanas hileras de perales y manzanos ocupaban los linderos de las diferentes piezas en que la llosa estaba dividida.


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Entre Sorbo y Sorbo

Joaquín Dicenta


Cuento


Discutíamos mano a mano. ¿De qué? De lo que pueden discutir cuando no riñen o se aburren, una mujer fácil y bonita y un hombre, joven todavía, luego de un almuerzo en que ni escasearon las viandas ni faltaron los vinos. De amor hablábamos: de ese amor que está al alcance de todos los corazones y de todos los seres humanos, porque se detiene en la superficie del sentimiento, y busca, como principalísimo premio, goces rápidos e impresiones picantes. No discutiendo amores, porque antes dije mal: mostaceando deleites futuros, estábamos Eugenia y yo en el elegante comedor de la casa, bebiendo deseos el uno en los ojos del otro, y apurando a sorbos lentos y abundantes, sendas copas de vino de Champagne.

Era Eugenia una deliciosísima criatura.

La Naturaleza, maestra admirable cuando para atención en sus obras, la había modelado irreprochablemente para los objetos a que debía servir en el mundo. Esbelta, fuerte, blanca de piel, con el pelo y los ojos tan negros como encendidos los labios y blancos los dientes, con el cuerpo tan pronto a las languideces súbitas y a los súbitos encrespamientos del deleite, como la boca a la risa y los labios al beso; resultaba una compañera insustituible para un viaje de amor, para un viaje corto, se entiende, no hablo del viaje de la vida.

Ella y yo habíamos emprendido ese viaje corto, almorzando juntos y haciendo la primera parada formal en los postres, mientras el Champagne fermentaba en las copas y el café hervía en su recipiente de acero.

—Mira, para el café —dijo Eugenia—, voy a traerte una botellita de Chartreusse, un Chartreusse especial (regalo del conde); tomaremos un par de copas y… ¡a vivir!


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2 págs. / 3 minutos / 54 visitas.

Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

El Estilo es el Hombre

Antonio de Trueba


Cuento


I

Dos personas han dicho que el estilo es el hombre. Como tengo poca memoria y menos erudición, no estoy seguro de que fuese Buffón una de esas personas, pero sí lo estoy de que la otra fué un guardia civil.

Soy ya hombre casado, y por consiguiente no me hallo en estado de merecer; pero si me hallara, me guardaría muy bien de sacar á relucir la máxima de aquellos señores, porque ¿qué idea formarían de mí las muchachas que juzgasen de mis merecimientos por mi estilo desaliñado y vulgar?

En obsequio á mi señora esposa, digo públicamente que en mí el estilo es el hombre. Hecha esta confesión, no hay miedo de que ninguna de mis lectoras se enamore de mí. ¡Qué ganga, querida esposa, tienes en el estilo y en la franqueza de tu marido!

Pero echemos noramala esta maldita propensión que uno tiene á irse á la broma, y hablemos con un poco más de formalidad.

Tres cosas hay en el mundo cuya fisonomía es única: la letra, la cara y el alma. «Fulano, decimos, se parece á Zutano», y hacemos bien en decir que se parece, porque si dijésemos que es idéntico, faltariamos á la verdad.

Cualquiera de estas tres cosas, en el hecho de ser únicas, sirvo para identificar á la persona y no lo ignora la policía, que sabe muy bien poner una pluma en la mano de aquél á quien sospecha autor del documento falso que posee, y sabe proveerse del retrato fotográfico del criminal á quien cree capaz de tomar las de Villadiego: pero ¿cómo se identifica la persona por medio del alma? ¿Cómo se obtiene un retrato fotográfico del alma que pueda servir de punto de comparación?


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Dominio público
26 págs. / 46 minutos / 54 visitas.

Publicado el 23 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.

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