Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento disponibles | pág. 9

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El Buque Negro

Abraham Valdelomar


Cuento


I

Nuestra casa en Pisco, era un rincón delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de humo espeso y negruzco, le seguían los carros "de primera clase", luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas, buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla el pozo abrió su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y blanquecinas se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba con el vecino, se habla recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos oscuros enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los surcos; a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello.


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Publicado el 1 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Feminista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en el balneario de Aguasacras donde hice conocimiento con aquel matrimonio: el marido, de chinchoso y displicente carácter, arrastrando el incurable padecimiento que dos años después le llevó al sepulcro; la mujer, bonitilla, con cara de resignación alegre, cuidándole solícita, siempre atenta a esos caprichos de los enfermos, que son la venganza que toman de los sanos.

Conservaba, no obstante, el valetudinario la energía suficiente para discutir, con irritación sorda y pesimismo acerbo, sobre todo lo humano y lo divino, desarrollando teorías de cerrada intransigencia. Su modo de pensar era entre inquisitorial y jacobino, mezcla más frecuente de lo que se pudiera suponer, aquí donde los extremos no sólo se han tocado, sino que han solido fusionarse en extraña amalgama. Han sido generalmente prendas raras entre nosotros la flexibilidad y delicadeza de espíritu, engendradoras de la amable tolerancia, y nuestro recio y chirriante disputar en cafés, círculos, reuniones, plazuelas y tabernas lo demostraría, si otros signos del orden histórico no bastasen.

El enfermo a que me refiero no dejaba cosa a vida. Rara era la persona a quien no juzgaba durísimamente. Los tiempos eran fatídicos y la relajación de las costumbres horripilantes. En los hogares reinaba la anarquía, porque, perdido el principio de autoridad, la mujer ya no sabe ser esposa, ni el hombre ejerce sus prerrogativas de marido y padre. Las ideas modernas disolvían, y la aristocracia, por su parte, contribuía al escándalo. Hasta que se zurciesen muchos calcetines no cabía salvación. La blandenguería de los varones explicaba el descoco y garrulería de las hembras, las cuales tenían puesto en olvido que ellas nacieron para cumplir deberes, amamantar a sus hijos y espumar el puchero. Habiendo yo notado que al hallarme presente arreciaba en sus predicaciones el buen señor, adopté el sistema de darle la razón para que no se exaltase demasiado.


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4 págs. / 7 minutos / 884 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Amor Correspondido

Vicente Riva Palacio


Cuento


Aquella noche que habíamos comido en el club, y a pesar de que los dos no más ocupábamos una pequeña mesa en uno de los ángulos del comedor, la conversación era tan interesante, y la sobremesa tanto se había prolongado, que largo tiempo transcurrió sin que pensáramos en levantarnos.

Yo escuchaba atentamente al conde, en una especie de abstracción, hasta que me hicieron volver en mí once campanadas que lentamente sonaron en el gran reloj de aquel salón.

Levanté la cara y miré en derredor. ¡Qué aspecto más triste y más extraño presenta el comedor de un club o de un hotel, cuando se han retirado ya los últimos concurrentes y a nadie se espera!

Algunos criados conversaban en voz baja en uno de los extremos. Uno que otro, pasaba registrando las mesas, como buscando alguna cosa olvidada. Asomaban por el fondo las cabezas de los cocineros, con el imprescindible gorro blanco.

El jefe del comedor hacía cuentas en una de las mesas, y tenía delante de sí un rimero de papeles.

Algunas luces se habían apagado, las sillas rodeaban aún las mesas, sobre las cuales quedaban las servilletas de los que habían comido, como haciendo el duelo a su soledad, y el silencio sustituía a la animación y al bullicio que reinaba pocas horas antes.

En la atmósfera parecían vagar los dichos agudos y las frases espirituales cruzadas entre los concurrentes, y creeríase que estas frases y esos dichos, como golondrina que se entra por casualidad en una habitación, volaban chocando contra los muros, azotando los techos con sus alas y resbalando por los rincones hasta encontrar una salida.

El conde me había contado aquella noche la historia de unos amores que le traían completamente preocupado; porque aquellos amores eran una especie de novela romántica y por entregas.


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4 págs. / 7 minutos / 486 visitas.

Publicado el 29 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Revólver

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En un acceso de confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos, síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora… Mientras hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad, no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del tránsito de las cosas…

—Nada es nada —me contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad, sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu—. Nada es nada…, a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo. Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.


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4 págs. / 8 minutos / 321 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Un Duro Falso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!


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4 págs. / 8 minutos / 303 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Ruiseñor y la Rosa

Oscar Wilde


Cuento


—Dijo que bailaría conmigo si le llevaba una rosa roja —se lamentaba el joven estudiante—, pero no hay una sola rosa roja en todo mi jardín. Desde su nido de la encina, oyóle el ruiseñor. Miró por entre las hojas asombrado.

—¡No hay ni una rosa roja en todo mi jardín! —gritaba el estudiante.

Y sus bellos ojos se llenaron de llanto.

—¡Ah, de qué cosa más insignificante depende la felicidad! He leído cuanto han escrito los sabios; poseo todos los secretos de la filosofía y encuentro mi vida destrozada por carecer de una rosa roja.

—He aquí, por fin, el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Le he cantado todas las noches, aún sin conocerlo; todas las noches les cuento su historia a las estrellas, y ahora lo veo. Su cabellera es oscura como la flor del jacinto y sus labios rojos como la rosa que desea; pero la pasión lo ha puesto pálido como el marfil y el dolor ha sellado su frente.

—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos, reclinará su cabeza sobre mi hombro y su mano estrechará la mía. Pero no hay rosas rojas en mi jardín. Por lo tanto, tendré que estar solo y no me hará ningún caso. No se fijará en mí para nada y se destrozará mi corazón.

—He aquí el verdadero enamorado —dijo el ruiseñor—. Sufre todo lo que yo canto: todo lo que es alegría para mí es pena para él. Realmente el amor es algo maravilloso: es más bello que las esmeraldas y más raro que los finos ópalos. Perlas y rubíes no pueden pagarlo porque no se halla expuesto en el mercado. No puede uno comprarlo al vendedor ni ponerlo en una balanza para adquirirlo a peso de oro.


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7 págs. / 12 minutos / 4.147 visitas.

Publicado el 20 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Pozo y el Péndulo

Edgar Allan Poe


Cuento


Impia tortorum longas hic turba furores sanguinis innocui, non satiata, aluit,
sospite nunc patria, fracto nunc funeris antro, mors ubi dira fuit vita salusque patent.

(Cuarteto compuesto para las puertas de un mercado que debió erigirse en el solar del Club de los Jacobinos, en París.)

Estaba agotado, agotado hasta no poder más, por aquella larga agonía. Cuando, por último, me desataron y pude sentarme, noté que perdía el conocimiento. La sentencia, la espantosa sentencia de muerte, fue la última frase claramente acentuada que llegó a mis oídos. Luego, el sonido de las voces de los inquisidores me pareció que se apagaba en el indefinido zumbido de un sueño. El ruido aquel provocaba en mi espíritu una idea de rotación, quizá a causa de que lo asociaba en mis pensamientos con una rueda de molino. Pero aquello duró poco tiempo, porque, de pronto, no oí nada más. No obstante, durante algún rato pude ver, pero ¡con qué terrible exageración! Veía los labios de los jueces vestidos de negro: eran blancos, más blancos que la hoja de papel sobre la que estoy escribiendo estas palabras; y delgados hasta lo grotesco, adelgazados por la intensidad de su dura expresión, de su resolución inexorable, del riguroso desprecio al dolor humano. Veía que los decretos de lo que para mí representaba el Destino salían aún de aquellos labios. Los vi retorcerse en una frase mortal, les vi pronunciar las sílabas de mi nombre, y me estremecí al ver que el sonido no seguía al movimiento.


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19 págs. / 34 minutos / 1.013 visitas.

Publicado el 21 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Tísica

Javier de Viana


Cuento


Yo la quería, la quería mucho a mi princesita gaucha, de rostro color de trigo, de ojos color de pena, de labios color de pitanga marchita.

Tenía una cara pequeña, pequeña y afilada como la de un cuzco: era toda pequeña y humilde. Bajo el batón de percal, su cuerpo de virgen apenas acusaba curvas ligerisimas: un pobre cuerpo de chicuela anémica. Sus pies aparecían diminutos, aún dentro de las burdas alpargatas, sus manos desaparecían en el exceso de manga de la tosca camiseta de algodón.

A veces, cuando se levantaba a ordeñar, en las madrugadas crudas, tosía. Sobre todo, tosía cuando se enojaba haciendo inútiles esfuerzos para separar de la ubre el ternero grande, en el «apoyo». Era la tisis que andaba rondando sobre sus pulmoncitos indefensos. Todavía no era tísica. Médico, yo, lo había constatado.

Hablaba raras veces y con una voz extremadamente dulce. Los peones no le dirigían la palabra sino para ofenderla y empurpurarla con alguna obcenidad repulsiva. Los patrones mismos —buenas gentes, sin embargo,— la estimaban poco, considerándola máquina animal de escaso rendimiento.

Para todos era «La Tísica».

Era linda, pero su belleza enfermiza, sin los atributos incitantes de la mujer, no despertaba codicias. Y las gentes de la estancia, brutales, casi la odiaban por eso: el yaribá, el caraguatá, todas esas plantas que dan frutos incomestibles, estaban en su caso.

Ella conocía tal inquina y lejos de ofenderse, pagaba con un jarro de apoyo a quien más cruelmente la había herido. Ante los insultos y las ofensas, no tenía más venganza que la mirada tristísima de sus ojos, muy grandes, de pupilas muy negras, nadando en unas corneas de un blanco azulado que le servían de marco admirable. Jamás había una lágrima en esos ojos que parecían llorar siempre.


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3 págs. / 6 minutos / 383 visitas.

Publicado el 30 de octubre de 2022 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


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4 págs. / 8 minutos / 303 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Clis de Sol

Manuel González Zeledón


Cuento


No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una acción criminal el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso con el detenimiento que se merece.

Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.

Nor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad, como nacidas de una sola “camada” como él dice, llamadas María de los Dolores y María del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas como si fueran “imágenes”, según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza infantil de las gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó:

—¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.

—Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las chiquitas?

—No, ñor; en toda la familia no ha habido ninguna gata ni canela; todos hemos sido acholaos.

—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos colores?

El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano desdén.


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3 págs. / 5 minutos / 13.372 visitas.

Publicado el 31 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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