Textos más populares este mes etiquetados como Cuento publicados el 3 de octubre de 2018 | pág. 5

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etiqueta: Cuento fecha: 03-10-2018


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El Conde Llora

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se había levantado lleno de satisfacción. Desde el amanecer, un sol de primavera rasgaba la niebla, bebiendo sus argentados jirones y barriéndolos diligente, con presteza mágica. La tierra parecía desperezarse, después del letargo del invierno, y un poco de calor tibio acariciaba su superficie...

El conde vistió la blusa, no sin haber cumplido antes esos ritos de aseo necesario al hombre civilizado. Pasó por las luengas y enredadas greñas el peine y el cepillo; atusó lo propio la barba, y, ya atusada, la encrespó otra vez, distraídamente, con la mano: se lavó en agua fría, con jabón inodoro, y reluciente la tez con las abluciones, experimentando una sensación de salud y agilidad en el cuerpo robusto, de patriarca, salió al patio, donde ya esperaban los pobres convocados para recibir la limosna.

Un criado, advertido de la presencia del conde, se presentó solícito, para ayudarle. En realidad, era el criado quien se encargaba de todo lo fatigoso. Los primeros días el conde bajaba por su propia mano los sacos llenos de trigo, los canastos rebosantes de hogazas, las latas colmadas de té y de azúcar; pero como el servidor Efimio desempeñase esta tarea mucho más pronta y hábilmente que su señor, acabó el conde por dejársela encomendada. Lo que el conde traía era el donativo en metálico, la parte que correspondía a cada mes, de los tres mil rublos que anualmente se repartían en Yasnaya Poliana a los necesitados y a los mujicks, demasiado borrachos para que pudiesen labrar la tierra. Y aun este dinero se lo colocaba el administrador o capataz de la finca, por orden de la condesa, en los bolsillos de la blusa en paquetitos pulcros.


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Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Centenaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Aquí —me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera— vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?

Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.

Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.

Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:

—¡Teresa, madama Teresa!

Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!

Una voz lejana respondió desde el huerto:

—Aquí estoy...

El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»


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Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Careta Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.


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Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Conde Sueña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era cuando el invierno amortaja en liso sudario las estepas infinitas y el aire está como acolchado por la lenta caída de los copos que lo ensordecen y lo mullen, preservándolo del desgarrón del cierzo.

Y era en una estancia amplia y sencilla, la más silenciosa de la señorial mansión de Yasnaya Poliana. Mientras las restantes se abrigaban con alfombra y se adornaban con muebles suntuosos, en la que reposaba el conde ostentaba cierta monástica sencillez, o, por mejor decir, cierto filosófico desdén hacia las mil complicaciones de la vida civilizada. El lecho, no obstante, era blando, limpio, con ese no sé qué de los lechos que arreglan manos amantes, y en la calma tibia flotaba un aroma aristocrático: el del sachet de violeta con que la condesa acostumbraba perfumar los pañuelos de su marido.

Y el conde seguía durmiendo. Todo convidaba a pacífico descanso: la hora, distante aún de la del turbio amanecer; el contraste entre la dulzura del hogar que rodeaba y protegía aquel sueño, y el trágico abandono de la tierra, sepultada bajo la mortaja glacial.

Un reloj, allá en el fondo de la casa muda, tocó cuatro campanadas, con timbre ligero y armonioso. El conde dio una vuelta. La naturaleza de su dormir, desde que sonó el reloj, no fue la misma. Una inquietud alteró su sosiego. Su materia continuó aletargada, pero su espíritu levantó el vuelo. Su mismo afán diurno vino a sentarse a su cabecera. Y la esencia de su vida se condensó en un soñar.


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Dominio público
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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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