La Azotea de Manduca
Javier de Viana
Cuento
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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etiqueta: Cuento fecha: 05-11-2020
Á Juan Dornaleche.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Era la trastienda de la pulpería una amplia habitación con los muros bordeados hasta el techo por estiba de pipas y cuarterolas, barricas de yerba y sacos de harina, fariña y galleta.
En medio había una larga mesa de pino blanco y, a su contorno, supliendo sillas, cuatro bancos sin respaldos. Una lámpara a kerosene, con el tubo ennegrecido y descabezado, echaba discreta claridad sobre la jerga atrigada, que servía de carpeta. Una botella de caña, seis vasos, un plato sopero y un mazo de naipes sin abrir, esperaban a la habitual concurrencia de la tertulia del almacén.
Esta estaba constituída por el pulpero, Don Benito,—jugador famoso delante del Señor,—y cuatro o cinco hacendados del contorno, que yendo a pretexto de recibir su correspondencias,—porque la Pulpería del Abra era a la vez posta de diligencias y oficina de correos,—quedaban a cenar y luego a «meterle al monte», hasta que el día dijera «basta».
Y la reunión de aquella noche era excepcional, pues a los «piernas» habituales, se habían reunido tres mocitos «cajetillas bien empilchados», que venían de Paraná y habían tenido que hacer noche en el Abra, a causa de un «peludo difícil de cavar», encontrado en el camino por la diligencia del rengo Demetrio.
Convidados para el «trimifuquen», discretamente, don Bonifacio, viejo cachafaz que decía: «Todo lo que debo lo he ganado en el juego»—y no filosofaba mal;—dos de los forasteros miraron al tercero, el más joven, una personita que parecía no ser nada, pero que parecía ser más que ellos, por tener más dinero. El asintió.
Se sentaron. Don Bonifacio tomó la banca.
—Dos diez pa principio... ¿Es poco?... Primero se enciende el juego con charamusca; dispués s'echan los ñandubayses...
—Poca pulpa, pa tanto hambriento,—objetó uno de los presentes; y el viejo, revolviendo el naipe, respondió:
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.
Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.
Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.
Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.
Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.
Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...
Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.
—¿Te jué bien, mi pajarito?
—Me jué lindo, mi chingola...
Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.
—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla.
Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imitan a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha.
Mas en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas.
Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar «garras», era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad.
Fuerza es holgar, «pegarle al cimarrón» y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal.
Cierto invierno se desencadenó uno de éstos—allá por el litoral uruguayo de Corrientes—tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahitos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta «descoyuntarse las quijadas», cuando don Ponciano propuso:
—Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia.
—¡Linda idea!—apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo:
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
—Cortando campo se acorta el camino—exclamó con violencia Sebastián.
Y Carlos, calmoso, respondió:
—No siempre; pa cortar campo hay que cortar alambraos...
—¡Bah!... ¡Son alambrao de ricos; poco les cuesta recomponerlos!
—Eso no es razón; el mesmo respeto merece la propiedá del pobre y del rico... Pero quería decirte que en ocasiones, por ahorrarse un par de leguas de trote, se espone uno a un viaje al pueblo y a varios meses de cárcel.
—¿Y di'ai?... ¡La cárcel se ha hecho pa los hombres!...
—Cuase siempre pa los hombres que no tienen o que han perdido la vergüenza.
—¿Es provocación?...
—No, es consejo.
—Los consejos son como las esponjas: mucho bulto, y al apretarlas no hay nada. Dispués que uno se ha deslomao de una rodada, los amigos, p'aliviarle el dolor, sin duda, encomienzan a zumbarle en los oídos: «¡No te lo había dicho: no se debe galopiar ande hay aujeros!»... «La culpa'e la disgracia la tenés vos mesmo, por imprudente»... Y d'esa laya y sin cambiar de tono, fastidiando los mosquitos...
—Hacé tu gusto en vida—contestó Carlos;—pero dispués no salgás escupiendo maldiciones a Dios y al diablo.
* * *
Hace un frío terrible y el cielo está más negro que hollín de cocina vieja.
De rato en rato, viborea en el horizonte, casi al ras de la tierra; un finísimo relámpago, y llega hasta las casas el eco sordo, apagado, de un trueno que reventó en lo remoto del cielo.
Las moles de los eucaliptus centenarios tienen, de tiempo en tiempo, como estremecimientos nerviosos, previendo la inminencia de una batalla formidable.
Las gallinas, inquietas, se estrujan, forcejeando por refugiarse en el interior del ombú.
Los perros, malhumorados, interrumpen frecuentemente su sueño, olfatean, ambulan y no encuentran sitio donde echarse a gusto...
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Era en el Paraguay, en la época trágica de las revoluciones y los motines cuarteleros que tuvieron sometido al noble país hermano a continuos sobresaltos y a perpetuas torturas.
Gobernaba a la sazón, con poderes discrecionales, el famoso coronel Fortunato Jara, encaramado al poder por un audaz golpe de mano y convertido en dictador. Dictador de la peor especie, por cuanto no lo guiaba otro móvil que la satisfacción de los apetitos de su desenfrenado libertinaje.
La soldadesca, alentada por el ejemplo de los superiores y segura de la impunidad, cometía todo género de violencias y de atentados contra la propiedad y las personas.
Los milicos vivían más en las tabernas y la ranchería del suburbio que en los cuarteles.
Ebrios la mayor parte del día, recorrían las calles de la ciudad, gritando, cantando, promoviendo escándalos.
No había peligro de reprimendas ni castigos: los oficiales, por su parte, cuando no junto con ellos, cometían idénticos excesos, explicables,—ya que de ningún modo disculpables,—por el estado de completa anarquía y el relajamiento de la disciplina, fomentados en primer término por el jefe supremo con su conducta sin precedentes.
Tan lejos estaba a su ánimo el deseo de tomar medidas moralizadoras de severa represión, que era el primero en reir y festejar las «travesuras» de sus subalternos.
—¡Los muchachos también tienen derecho a divertirse!...—decía riendo.
—Y nada no pueden icir los otros,—conformaba algún adulador.
De fijo que nada podían decir «los otros»; pero no por faltarles derecho para la protesta, sino porque, bajo el régimen del terror, la más elemental prudencia aconsejaba mascar en silencio el amargo del agravio, ahorrando reclamaciones, cuyas consecuencias inevitables serían acentuar la persecución de parte de los forajidos.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Estaba obscureciendo cuando don Fidel regresó de su gira por el campo. Los peones que mateaban en el galpón y lo vieron acercarse al lento tranco de su tordillo viejo,—ya casi blanco de puro viejo,—observaron primero el balanceo de las gruesas piernas, luego la inclinación de la cabeza sobre el pecho, y, conociéndolo a fondo, presagiaron borrasca.
—Pa mí que v'a llover—anunció uno.
—Pa mí que v'a tronar,—contestó otro; y Sandalio, el capataz, muy serio, con aire preocupado, agregó:
—Y no será difícil que caigan rayos.
Casi todos ellos, nacidos y criados en el establecimiento, casi todos ellos hijos y nietos de servidores de los Moyano, conocían perfectamente a don Fidel.
Grandote, panzudo, barbudo, tenía el aspecto de un animal potente, inofensivo para quien no le agrediera, temible para quien se permitiese fastidiarlo.
Fué siempre liso como badana y límpido cual agua de manantial. Habitualmente, recias carcajadas hacían estremecer el intrincado bosque de sus barbas, como se estremecen alegres los pajonales, cuando en el bochorno estival, la fresca brisa vespertina, mojada en agua del río, hace cimbrar con su risa las lanzas enhiestas, enclavadas en el cieno del bañado.
Empero, al llegar a la cincuentena, cuando murió su mujer de una manera trágica y algo misteriosa, el carácter de don Fidel cambió en forma sensible.
Normalmente era el mismo de antes, bondadoso y justo, severo, pero ecuánime; mas, de tiempo en tiempo y sin causa aparente, tornábase irascible, violento y atrabiliario, lanzando reproches infundados y sosteniendo ideas absurdas, al solo objeto de que los inculpados se defendiesen, o los interpelados le contradijeran, para exacerbarse, montar en cólera y desatarse en denuestos y amenazas.
Pasada la crisis, volvía a ser el hombre bueno, más suave que maneador bien sobado y bien engrasado con sebo de riñonada.
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.
Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.
En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.
El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.
Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.
—Elegí otro,—había dicho don Juan.
—Ya aligió ese yo.
—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.
—Rabicano no más.
—Rabicano no. Dispués, cualquiera.
—Dispués, denguno.
Y no eligió.
Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.
—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:
—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .
Dominio público
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Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.