Las doce acababan de sonar. La puerta de 
la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, 
atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron 
rápidamente, como todos los días, para ir a comer a sus casas; 
se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron 
a cuchichear. 
Todo porque aquella mañana había 
asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la 
Blancota. 
Habían oído hablar en sus casas de la 
Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a espaldas 
de ella hablaban las madres con una especie de compasión 
desdeñosa, de la que se habían contagiado los hijos sin saber 
por qué. 
A Simón no lo conocían, porque no 
salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por 
las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, 
simpatía; por eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla 
considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a 
otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce 
a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la 
malicia con que guiñaba el ojo: 
—¿No lo saben?... Simón... no tiene 
papá. 
Apareció a su vez en el umbral de la 
puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u 
ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales 
tímidos, casi torpes. 
Regresaba a casa de su madre, pero 
los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron por 
encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo 
con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una 
barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y 
embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el 
muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito 
conseguido ya, le preguntó: 
—Tú, dinos cómo te llamas. 
Contestó el interpelado: 
—Simón. 
—¿Simón qué? 
El niño repitió desconcertado: 
—Simón. 
Información texto 'El Padre de Simón'