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La Sombra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel rey Artasar, que, después de Suleimán o Salomón, fue el más poderoso y el más opulento del orbe; aquél que soñó tener un palacio como jamás se hubiera visto, para albergar en él las magnificencias de su corte y las fantásticas riquezas de su tesoro, alimentó también otro sueño, más modesto en apariencia, pero de realización infinitamente más difícil: el de aumentar su estatura. Porque conviene saber que Artasar el Grande y el Temido era de muy corta talla, y en aquellas edades heroicas se rendía culto a la exterioridad de la fuerza y de la robustez corporal. Y cuando Artasar, descendiendo de su palanquín de cedro, marfil y oro, se dirigía solemnemente al templo en que sus antecesores los Magos habían adorado al Dios vivo y donde aún persistía este santo culto, y el pueblo formaba doble muralla para ver pasar al rey, éste sufría cruelmente en el amor propio al comparar la proyección de su sombra, diminuta y sin majestad, con la de los hercúleos oficiales de su guardia nubiana, o la de los hermosos arqueros del Cáucaso, que le precedían abriendo calle. Como una especie de bufón grotesco que fuese a su lado inseparablemente, burlándose de su grandeza nominal, la ironía de su reducida sombra le acompañaba a todas partes.

Para evitar tan triste efecto, ideó Artasar que le construyesen un calzado de suelas quíntuples y que ciñese sus sienes una especie de monumental tiara. Y fue, como suele decirse, peor que la enfermedad el remedio, porque las suelas remedaban un zócalo ridículo y hacían embarazoso y torpe el andar del rey, que parecía ir en zancos; mientras que la tiara, agobiándole con su peso, le obligaba a inclinar la cabeza, y en la sombra adquiría formas extrañas, provocantes a risa.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Náufrago

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el lindero del castañar, a orillas del camino real, sobre una piedra que por su forma parece un asiento diestramente labrado, se sitúa todas las tardes un mendigo; un viejo, que apoyando la barba en los puños y éstos en la cayada del palo que le sirve de bastón, nos mira pasar y nada nos pide, únicamente cuando nos ve cerca descruza las manos, se lleva la diestra al abollado sombrero de copa alta, y nos hace un saludo ceremonioso y cortés.

Porque habéis de saber que ese mendigo no es ningún aldeano. Podría la mugrienta chistera, más rizada que un acordeón y más espeluznada que si hubiese presenciado un horrendo crimen, proceder de alguno de esos regalos irónicos que se hacen a los pobres, y que ellos —desventuradillos— no tienen más remedio que aceptar y usar; pero jamás se reduciría un hombre nacido en el surco, a mendigar de levita, pantalones, chaleco y camisola. El labriego pobre no pierde el derecho al harapo y abrigado cómodo, a la ropa que deja juego a los brazos y agilidad a las piernas. Este viejo de la linde del castañar, en su vida destripó terrones.

Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.

Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Mal de Ojo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aun sin pecar de timorato había motivo sobrado para escandalizarse con aquella conversación de última hora. Terminaba la magnífica fiesta del club, a bordo del vapor fletado expresamente para presenciar desde él las regatas, donde corría el equipo de la sociedad, y las señoras invitadas —lo mejor de la población— regresaban ya a tierra, al suave deslizar de esquifes y botes sobre el agua oleosa y verde apenas picada por la salitrosa brisa que se alza al anochecer. Los caballeros —al menos una parte de ellos, la más animada y jaranera— se habían quedado solos ante no pocas botellas intactas de excelente Clicquot y bandejas colmadas de emparedados frescos, y aprovechaban la ocasión de alegrarse sin ordinariez, con cierto tono de ricos calaveras, aunque distasen mucho de serlo todos.

Había entre ellos no pocos padres de familia, excelentes y caseros; bastantes modestos empleados, oficiales de la guarnición, y, por excepción, algunos célibes y muchachos de humor, hijos de familia mimados y alegres. Lo mismo éstos que aquéllos reían a carcajadas, rompían el gollete de las botellas, por no aguardar a que las descorchasen, contra las barras del puente, y discutían exagerando las opiniones bajo el influjo del espumoso.

La luna salía, roja e inflamada, y un misterio romántico, una voz extraña y sugestiva parecía ascender del oleaje denso, cuyo chapalateo esparcía soplos salobres.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Sor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir de la iglesia, antes de regresar a casa, almorzar y cambiarse de traje para emprender el camino de Lisboa, donde pasarían la primera quincena de luna de miel, los novios se dirigieron en coche al Asilo–Escuela de párvulos. Querían despedirse de sor Marcela, hermana de la novia… y de la Caridad.

Cuando sor Marcela entró en el locutorio y se abrazó a su hermana, el contraste fue vivo y curioso. Contra el burel y el algodón de ropaje y delantal, el raso blanco de la nupcial toilette; contra la toca almidonada y tiesa, el delicado tul de velo y los nítidos azahares de la corona. Las figuras contrastaban no menos que los trajes. Clara, la novia, una mujerona basta, ya algo ajamonada a los veintiséis, de protuberantes curvas y cutis encendido; Marcela, la sor, una criatura delgada y menuda, un delicioso semblante infantil, que alumbraban ojos negros de ricas pestañas y dientes cristalinos en una boca inocente y fresca, como vaso lleno de agua pura. Exclamaciones de asombro y alegría salían de los labios de sor Marcela, que alababa y admiraba todo: el vestido de boda, las joyas, la corona de azahar, el devocionario de marfil, los zapatos de seda…

—¡Jesús mío, Dios! ¡Si pareces una imagen! ¡Ay, qué cosas tan hermosas traes encima! ¡Y tu esposo… qué guapo está! ¡La Virgen vaya con vosotros!


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La Vergüenza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando se pasa una temporada en un pueblecillo de corto vecindario y se adquieren en él —a los dos días— esos amigos cordialotes y pegajosos, empeñados en identificar su vida con la nuestra, lo primero que averiguáis son las historias íntimas de las mujeres y los fregados y guisados políticos de los hombres. Cada amigote nuevo quisiera mostrarse mejor informado que los restantes, y vienen la exageración a recargar el relato… La exageración de lo conocido, porque, en el terreno de lo desconocido, la realidad suele dejarse atrás a los más fantásticos novelistas.

He notado también que si un pueblo no posee ni iglesias góticas, ni cuadros del Greco, ni escuelas fundadas por un filántropo, ni batalla dada en las cercanías, como en algo se ha de fundar el amor propio, el pueblo lo funda donde puede, y se jacta de poseer la vieja nonagenaria más carcomida, el bandido más jaque, el cura más integrista o el boticario más librepensador de la provincia entera. A menudo alábase un pueblo de encerrar en su recinto a la hembra más alegre de cascos, o a la más honesta y recatada; dijérase que ambos extremos envanecen por igual: es cuestión cuantitativa. Así, en el pueblecillo de Vilasanta del Maestre, donde me confinaron algún tiempo vicisitudes del Destino, preciábanse del pudor exaltado de cierta mujer a quien nadie veía sino en misa, y a quien me propuse conocer y tratar. El pueblo la llamaba Carmela la Vergonzosa, y atribuía a su vergüenza todas las desdichas de su vida frustrada.


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Profecía para el Año de 1897

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El Creador de los cielos y la tierra mandó comparecer al Tiempo ante su solio augusto (?), y el Tiempo obedeció sin tardanza.

Hallándose frente a frente los (…) dos ancianos el uno con su senectud augusta y divina (?), su barba extendida como las ondas de un argentado río, su inmenso manto de (…) púrpura, su aureola de rayos y el (…) triángulo, que encierra la paloma sirviéndole de diadema; el otro, descarnado, amojamado, sin más ropaje que un paño amarillento, con las alas fatigadas y peladas de tanto uso, los ojos de brasas, erizadas las greñas, y asiendo la guadaña reluciente y el reloj de arena fatídico. El Creador, sentado apaciblemente en la gloria de su eternidad, y el Tiempo, de pie, impaciente por deslizarse, por huir, por seguir su carrera, que jamás interrumpió.

—Te he llamado —dijo el Creador— para hacerte un bien. No ceso de recibir quejas de ti: los mortales afirman que eres peor a cada paso, y que cada año les das más disgustos.

—Los mortales son un ganado sarnoso, hablando pronto y mal respondió gruñendo el Tiempo. No conocen mi inmenso valor; me desperdician, me derrochan, me echan por la ventana… y después dicen que no me tienen, que les falto; unas veces me acusan de volar, otras de que no me voy nunca: ya discurren medios de matarme, ya lloran porque me han perdido… A bien que no les hago caso y sigo mi camino, siempre igual, siempre indiferente. Ellos pasan, yo prosigo, ¡allá se las compongan!

—Ellos, advirtió el Creador —llevan en sí algo que no pasa, mientras tú, ante la eternidad, representas infinitamente menos que una hoja en una selva. No olvides que también eres mortal, y que no tienes alma. Trata de ser dulce y agradable… Dales, por una vez, un año venturoso. Lo vas a elegir tú mismo. Busca un 1897 que les demuestre mi bondad.


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Por Dentro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Vistiendo el negro hábito de los Dolores, en el humilde ataúd —de los más baratos, según expresa voluntad de la difunta—, yacían los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios caía amarillenta sobre el rostro de mármol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del espíritu: así lo supuso María del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por última vez el semblante de la Dolorosa.

Desde su niñez, oía repetir María del Deseo que la tía Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos péndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las mañanas acurrucada en la iglesia, sino que, oída su misa, emprendía las ascensiones a bohardillas malolientes, las correrías por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen…, entonces establecía cordial intimidad con el miserable, buscándole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distrayéndole, mimándole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. Así la voz del pueblo, unísona con la de la familia, repetía esta afirmación: «¡Doña Rafaela Quirós, la Dolorosa, era una santa!».


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Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…


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Vendeana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(De vieja raza).


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora…!


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Madre Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas…


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