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Lo Imposible

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Dile a ese tarambana que pase…

Tal fue la orden de don Máximo de la Olmeda cuando le anunciaron a su sobrino, que regresaba del viaje por el extranjero, y venía a presentarle sus respetos, según carta recibida la víspera.

Don Máximo estaba sentado en el eterno sillón de ruedas, en el cual le paseaba un criado por todas las habitaciones de la vasta casona. Porque ha de saberse que don Máximo tenía rotas ambas piernas, y no se había encontrado modo de soldarlas, pues los huesos del viejo señor eran ya como cañas secas, tanto, que la fractura ocurrió sin que la precediese caída; sencillamente al dar un paso. No se pudo hacer otra cosa que sostenerlas con un vendaje, y así, clavado en su poltrona, pasábase los días rabiando, a veces exhalando gritos de dolor, o vomitando atroces blasfemias, alternadas con devotas invocaciones a varios santos, a la Virgen del Carmen y al Cristo de la Olmeda, que es muy milagrero.

Autorizado en tan incorrecta forma, entró el sobrino, y se acercó al paciente, mejor dicho, al impaciente, con solícita expansión cariñosa.

—¡Hola! ¿Qué tal, tío Máximo? ¿Cómo van esas piernas? ¿Y cómo ha sido? ¡Lo he sentido mucho! ¿No puede usted aún andar, moverse?

—¡Andar! Cuatro meses hace que estoy así, ¡me parto en…! ¡Anda, siéntate ahí, cuéntame qué has hecho! Me figuro que traerás novedades…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Sistema

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Ocho Nueces

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Todas las noches, después de cenar, venían fielmente a hacerle la partida de tresillo al señor de las Baceleiras los tres pies fijos de su desvencijada mesa: el médico, don Juan de Mata; el cura, don Serafín, y el maestro de escuela, don Dionisio. Llegaban los tres a la misma hora y saludaban con idénticas palabras, trasegaban el medio vaso de vino que don Ramón de las Baceleiras les ofrecía, y se limpiaban la boca, a falta de servilletas, con el dorso de la mano. Después don Serafín, que era servicial y mañero, encendía las bujías, no sin arreglar antes el pabilo con maciza despabiladera de plata, y hasta las diez y media se disputaban los cuatro unos centimillos. A esa hora recogían los tresillistas en la antesala los zuecos de madera, si es que era lluviosa la noche o había fango en los caminos hondos, y se dirigía cada mochuelo a su olivo pacíficamente.


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Por Gloria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La doncella entró de puntillas en la alcoba. Extrañaba que su ama no hubiese llamado ya, y sabiendo lo puntual de sus horas, aquélla su exactitud de cronómetro, estaba inquieta desde las ocho de la mañana. Era tan raro caso que la baronesa de Stick durmiese a las diez, que la sirviente sufría esa aprensión vaga que a veces anuncia las catástrofes. ¿Estaría la amazona gravemente enferma? ¡Bah, ella tan saludable, tan fuerte, tan viril! ¿La habrían quizás…? Y tragedias leídas en los periódicos, historias de asesinatos cometidos por criminales que se desvanecen como el humo, sin dejar huella alguna, ocurrían a la imaginación de la doncella leal, que compartía con la atrevida amazona, desde hacía cinco años, las emociones del riesgo, el engreimiento de los aplausos.

A pasos tácitos avanzaba, entre la semiobscuridad de la habitación, cuando la voz de la baronesa se alzó, apacible.

—Fanchonette, hija mía… ¿Cómo vienes antes que haya amanecido?

La muchacha, tranquilizada y atónita, se detuvo.

—¡Dios mío, madame! Son las diez, si es que no son las diez y cuarto.

—¿Qué dices? ¡Si no se ve claridad!


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Ramilletes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un paseo —díjome Servando— a las horas concurridas, por la acera de la calle de Alcalá, que desde hace muchos años está bautizada con el nombre de mar de las de Gómez, o por la playa de Recoletos, en que se sienta la gente de a pie a ver cómo desfila el boato de los trenes, es un filón de asuntos regocijados para un sainetero y un trozo de dolor humano para un novelista. Dolor pequeño, envuelto en apariencias cómicas, y por lo mismo más punzante.

La observación y la sensibilidad se afinan cada día; llegamos a tener en carne viva el corazón. ¿A qué sentir males que no podemos ni aliviar? Y, sin embargo, los sentimos, y sobre nuestra serenidad destiñen manchones de melancolía las miserias ajenas. La melancolía de lo frustrado, de lo inútil, de lo ridículo… ¡Sobre todo, lo ridículo, que tanto hace reír, es infinitamente, profundamente melancólico!

Todo el contenido amargo de las reflexiones que sugiere el gentío aglomerado en esas vías madrileñas me dio por encerrarlo en un solo sujeto: una muchacha rubia vistosa, que indefectiblemente ocupaba, con su mamá y su hermanita pequeña, las sillas más próximas al quiosco de las flores. Desde lejos creyerais que era alguna señorita del gran mundo. La nivelación en el traje, en las modas, es uno de los absurdos de nuestra civilización, y los recursos y triquiñuelas del falso lujo, el suplicio y el bochorno del hogar modesto. Poco valían aquellas plumas alborotadas del sombrero amplísimo, aquellos encajes del largo redingote, aquellos guantes calados, aquellas medias transparentes; no podían deslumbrar a nadie el hilo de perlas, el brazalete–reloj, la sombrilla con puño de nácar figurando una cabeza de cotorra; pero así y todo, ¡qué sacrificios no suponían, vistos al lado de la capota ya rojiza de la mamá y el dril cien veces lavado del blusón de la hermana menor!


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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Lección

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se les ocurrió aquella noche a los moradores de la quinta de los Granados comer, o mejor se dijera cenar, al aire libre, instalados en la glorieta del jardín, alumbrada por un aro de bombillas eléctricas.

La idea era, a decir verdad, encantadora. En la templanza de los últimos días de septiembre; en aquel clima de Levante, con la deliciosa humedad ligera de sus noches; con el olor a jazmines y a rosas no agostadas, porque el riego conservaba su vida; a la luz de la luna, que emperlaba con tonos nacarados el jardín, parecían doblemente gustosos los manjares, servidos como en el restaurante de un gran casino internacional, por criados de rigurosa etiqueta, sin más techo que el follaje de los árboles, entre cuyos claros palpitaba el cielo, puntilleado de estrellas… Todo contribuía a hacer deleitosa la humorada, idea de gente joven, rica, algún tanto aburrida de las cosas corrientes y curiosa de sensaciones nuevas, que realzasen las conocidas ya.


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Los Rizos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo —rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado… La señora que me acompañaba me refrescó la memoria…

—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención…, ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año…

—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso… Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa… ¿Y es ésa?

—Ésa misma…


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Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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