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etiqueta: Cuento fecha: 11-07-2024 contiene: 'u'


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El Árbol de la Ciencia

José Fernández Bremón


Cuento


I

Érase el mes de mayo, a la caída de la tarde, en un hermoso día.

Las muchachas salían a los balcones, las macetas ostentaban esas galas de la primavera con que pueden adornarse las plantas que vegetan a fuerza de cuidados, privadas de la atmósfera libre de los campos, sin espacio donde desarrollar sus raíces y sin jugos con que alimentarse.

Estaba el cielo sereno, si cielo puede llamarse lo que distingue el habitante de la corte por el tragaluz que forman los tejados.

No hacía viento.

Asomada en uno de los balcones de cierta calle había una joven, al parecer de dieciocho años, ocupada en arreglar una maceta; la bella jardinera examinaba con atención los botoncillos de la planta, sonriendo de satisfacción al contemplar su lozanía. Parecía decir con sus sonrisas: «Ésta es mi obra».

Y la planta impertérrita no esponjaba sus hojas, ni erguía sus ramas al contacto de aquellas manos blancas y suaves.

¡Qué ingratas son las plantas!

¿Será ficción la sensibilidad que les atribuyen los poetas bucólicos cuando se trata de las heroínas de sus versos?

¿Será la sensitiva entre los vegetales lo que entre nosotros una niña nerviosa?

¿Tendrán corazón las setas y pensarán las calabazas?

Sientan o no las plantas, como afirman algunos, la que era objeto de tales caricias no se daba por entendida.


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Dominio público
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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Araña de Oro

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Pertenecía Raúl a una familia acomodada, y claro se está llamábanle los criados el "niño" Raúl. Era el único hijo varón, y de sus cuatro hermanas, dos eran casadas y dos andaban de rato en trance de encontrar marido. Feúchas eran, y bien feúchas, negruzcas, boconas, medio enanas, sólo tenían un encanto: el dinero.

El "Gringo" (que así llamaban a Raúl los de la familia y sus amigos) terminó sus estudios en el Colegio Nacional sin haber dado examen de ningún curso completo.

Comenzó a frecuentar la Facultad de Derecho como oyente, como intruso, y hasta dijo en casa y a los extraños que dió algunas vez exámenes. A todo esto vino la conscripción, y fué el gran pretexto para poner un paréntesis en esto de la Facultad, que él descaba fuera eterno.

Dió en casa la voz de alarma. Había que vestir el traje militar; servir a la patria... Pero cuando vió de cerca los pesados zapatones, la burda vestimenta; cuando le dijeron que a las veces había que barrer la cuadra, montar y mucho trotar, vínole algo así como un horror...

Las gestiones de su padre le salvaron. Fué declarado inhábil para el servicio.

Eliminado el lance de la conscripción, dijo continuaría sus estudios; pero no volvió más a la Facultad. La vida social le llamaba perentoriamente. Debía acompañar a sus hermanas a los "cines", a los bailes, al teatro, al hipódromo... Y debía vivir también él esa vida sin nada hacer, sin nada pensar: vida sin obstáculos, sin aguijones.

Era, fuerza es decirlo, un lindo muchacho: más bien bajo, grácil, con hermosos ojos garzos en una tez pálida... hubiérase dicho un hombre hecho de una mujer bonita.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La "Piña" del Señor

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Vivía en el año del señor de 1860, en remota y mediterránea provincia, Doña Ramona de Z., linajuda y garbosa señora que frisaba en los setenta años. Era el último vástago viviente de los de Z., y sólo ella habitaba la solariega casa de tan sonada familia. Su única compañía éranlo cuatro criadas, dos, hijas de esclavos, menores que Doña Ramona, y dos, mozas de veinte años la una y de diez y seis la otra, hijas de la Rita, una de las dos primeras, que habían venido al mundo casi sin darse cuenta la propia madre, pecado que Doña Ramona supo perdonar magüer que era asáz católica.

Las dos mulatillas —como llamábalas Doña Ramona, cuando dábanla fatiga— eran con todo la niña de sus ojos: eran las que la peinaban, las que la calzaban, las que le llevaban el chisme más gordo del barrio, y marchaban delante cuando la noble señora iba a oir su misa todos los días, llevando en el brazo la alfombrilla en la cual debía arrodillarse; las que, en fin, corrían a la calle cuando sonaba la música anunciadora del bando que el señor Gobernador hacía leer en las cuatro esquinas de la plaza.

Pero las dos chicuelas no gozaban por igual del favor y afecto de la augusta señora, que ya comenzaba a hablar de legados. Era la preferida la mayor, la Juanita, por su inocencia, su devoción y respetuoso amor por Doña Ramona. No así la Carmencita, un tanto revoltosa y más dada a ciertos placcrcillos mundanos, que daban mala espina a la ilustre dama.

Andando el tiempo, la Juanita llegó a ser el alma de la casa, y Doña Ramona depositó en ella toda su confianza.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Primera Peseta

José Fernández Bremón


Cuento


No dar dinero a los chicos era en mi familia sistema rigoroso. Mi primera peseta la gané privándome del chocolate matutino que aborrecía a causa de un atracón que me puso a la muerte a los nueve años de edad, en un asalto a la despensa. Tenía entonces diez años, y en combinación con la cocinera, me procuré una renta diaria de dos cuartos por lo que ella dejaba de comprar, y yo sustituía, con ventaja para mi gusto, el desayuno oficial, tostando mi panecillo francés con sal y aceite. Con aquella renta mi posición se hizo desahogada: podía comprar aleluyas, peones, pelotas y convidar a merengue a algún amigo, aunque jamás logré reunir una peseta: mi capital estaba siempre en calderilla.

Tuve un día ambición, aspiraciones: la lotería primitiva saliendo todos los lunes brindaba con la suerte al que dispusiera de nueve cuartos, precio de la cédula más barata, y permitía elegir números a voluntad desde diez cuartos en adelante y esto hice.

Qué emoción el lunes al oír pregonar a los chiquillos «¡Los hijos de la lotería a ochavo!». Y qué alegrón al saber que había acertado un ambo que me valió catorce reales. Había enriquecido de repente.

Desde entonces he jugado a la lotería muchas veces, pero aquel primer premio ha sido el último, a pesar de haber contribuido al ensayo de la lotería de irradiación en que alguien sospechó si tendría una infalible martingala.


Madrid, 13 de marzo de 1903


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

El "Loco Castro"

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Mi madre debió hacer ese año la cosecha. Mi padre estaba ausente. Las vacaciones nos llamaban a mi hermana y a mí al asoleo, a la fruta, al baño tras largo correr, descalzos, por la arena candente, con grandes sombreros de paja y echarnos en el agua del canal, sombreado por los duraznos cargados de fruto velludo, polvoriento, delicioso.

No éramos ricos. Sólo había en casa un poco de orgullo. Fué por eso que nuestra ida a la viña se realizó sin ostentación, sin ruido, desvistiendo a un santo para vestir a otro... como que allá fueron con nosotros algunos trastos para dar vida a lo que casi todo el año permanecía inhospitalario y solo.

La casa era grande: un corredor largo y ancho, muchas piezas que daban a él, un patio con un estanque, una obscura bodega, una sala con dos ventanas a la calle por donde se veían la acequia y muchos sauces llorones, cuyas ramillas verdes, fragantes, entraban y salían por entre los barrotes, mecidas apenas en la calma de aquellas siestas octavianas.

Mi madre se levantaba al amanecer. Ella debía ver entrar la gente al trabajo, recorrer el lagar, la bodega, y sólo entonces se unía a nosotros para tomar juntos el desayuno. Hecho ésto, corríamos a ver descargar la uva llevada desde los plantíos al lagar, y verla después pisar por recios mozos al son de alegres cantares. Más tarde nos llamaba el trasiego a la bodega, y allí nos quedábamos jugando en el suelo terrizo hasta que algún murciélago nos espantaba con su grito diabólico.

Al anochecer el corredor era alumbrado pálidamente por la luz de un farol adosado al muro y un perfume suave mundaba toda la casa. Aquella noche mi madre cosía a la luz de una lámpara. Estaba contenta. Había recibido carta de nuestro padre. Nosotros la dijimos:

—Madre, cuéntenos Vd. la historia del "loco Castro". Siempre nos lo prometió y nunca lo hizo.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

La Mujer de Tres Caras

Narciso Segundo Mallea


Cuento


Vivían en una alegre casita (que hasta un jardineito tenía) tres ladrones, o más bien tres rateros, que coincidencias del oficio llevaron a vivir en estrecha comunidad.

No eran gente de pelo en pecho, ni eran ladrones "con fractura", ni de aquellos de "la bolsa o la vida", no; era gente que tomaba para sí lo ajeno sin dejar rastros de sangre y sin ocasionar mayores ayes.

Los tres eran jóvenes y llevaban a cabo sus hazañas en pueblos o ciudades de menor cuantía, donde la policía es lerda y bisoña. Convertido el producto del robo en dinero contante, volvían al punto de su residencia y entonces entregábanse al juego fullero. Si en el juego les iba bien, el robo se dejaba para otra oportunidad, quedando como un recurso supremo.

A poco de vivir en común, diéronse cuenta nuestros pajarracos de la necesidad que tenían de una criada que les guardara la casa en sus ausencias y que corriera con los quehaceres domésticos. Uno de ellos, Pérez (a) el "Zurdo", propuso para el objeto a una modista sin trabajo que él conocía por haber hecho vida con un amigo suyo.

—Es bonita?, dijo García (un hombręcillo de unos 24 años, cenceño, medio gibado), poniendo los ojos como balas.

—Bonita, no; —respondió el "Zurdo"—; pero simpática sí... Es una mujer de unos 45 años...

—Es vieja; hay que buscar otra, respondió García.

—No, dijo Ramírez. El amor hay que hacerlo fuera de casa. Que venga la modista.

Juana, que asi se llamaba la mujer propuesta por el "Zurdo", era uno de esos seres que nacen con una inquietud peligrosa en el alma. Desde niñera hasta modista (título como doctoral que había adoptado para el último tercio de su galantería) todo había sido, todo había hecho, menos vivir con ladrones. Fué por eso que aceptó gustosa el ir a la misteriosa casita, como escondida en las afueras de la gran metrópoli, en la seguridad de que pronto sería más que una doméstica.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

En San Isidro

José Fernández Bremón


Cuento


Si san Isidro hubiese sido contemporáneo nuestro, la Sociedad Económica matritense le hubiera dado un premio a la virtud, de tres mil reales, creyendo cumplidos todos los deberes del mundo hacia aquel hombre modesto. ¿Somos mejores o peores que en tiempo de san Isidro? Los enemigos de los siglos pasados sostienen que había menos virtud entonces, toda vez que se la recompensaba elevando a un labrador a los altares: no se fijan en que la santidad es algo más de lo que entiended por virtud. Si hoy hubiera santos e hicieran milagros, los creeríamos buenos prestidigitadores y nada más. Esto no evita que nos hallemos dispuestos a creer en el prestidigitador que se anuncia con el pomposo nombre de magnetizador, o en ciertos fenómenos espiritistas.

—Es indudable que aquí hay algo extraordinario —dicen los más incrédulos, cuando ven a la sonámbula adivinar el pensamiento de un espectador.

Yo creo en los milagros y en lo maravilloso: el equilibrio de los mundos, nuestra existencia, nuestra muerte, todo tiene por base un punto nebuloso e inexplicable, al que en vano queremos volver la espalda para no llenar de tinieblas nuestro entendimiento. El empleado que despacha un expediente de roturaciones y deslindes; el comerciante que suma su libro mayor; el político que combina un ayuntamiento, sienten de pronto un aviso misterioso en forma de frialdad extraña, de temblor nervioso o de paralización de la sangre, que advierte ser indispensable dejar aquellas ocupaciones por otra en que no pensaba.

Es la muerte que antes de herirle le da unos golpecitos en el hombro.

Y por aquella imaginación despreocupada pasa una sombra formidable. La eternidad. No hay duda: el mando de lo sobrenatural, de lo incomprensible y de lo absurdo va a abrir sus puertas de par en par.

¿Por qué no hemos de creer en los milagros?


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

Quintar los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


La conversación había llegado a su mayor grado de interés: mientras los diversos contertulios expusimos nuestros planes de gobierno, los debates habían sido lánguidos: unos en nombre de la religión, otros en el de la libertad, o de los intereses permanentes, todos queríamos mandar del mismo modo, es decir, imponiendo cada cual al país sus pensamientos. Pero desde que empezó a hablar don Pancracio, prestamos gran atención a su programa extravagante. En su Constitución la soberanía reside en la mujer, por tradición que empieza en Eva. En sus Cortes discutirán los diputados usando el alfabeto de los mudos, y sólo serán admitidos a votar leyes después de sufrir un examen riguroso. Recordamos entre sus derechos individuales el derecho al pan y al agua: sus presupuestos tenían la sencillez de la cuenta de la lavandera: y en lo tocante a quintas, dijo que sólo admitía la quinta de los muertos.

Esta última base de gobierno produjo gran extrañeza en la reunión. ¿Quería don Pancracio un ejército permanente de fantasmas? ¿Trataba de regularizar por medio de un reemplazo equitativo la desordenada leva de la muerte? ¿Pretendía disminuir administrativamente la mortalidad escandalosa de esta corte? Para quintar los muertos, ¿habría ideado tal vez diezmar los médicos?

—Señores, dejen ustedes de dar tormento a su fantasía —dijo don Pancracio con el orgullo de un reformador—. Mi proyecto es demagógico, como lo fue en otro tiempo la igualdad ante la ley; pero es justo: hoy pido la igualdad ante la muerte. ¿Qué dirían ustedes si para el servicio de las armas, que es una necesidad social, utilizáramos únicamente, cuando tuviesen edad, los niños de la Inclusa y del Hospicio, los pobres de los asilos y cuantos ingresan en los establecimientos oficiales de beneficencia, sin exigir ese tributo a los demás?

—Sería injusto —respondimos.


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La Torre Inclinada de Pisa

Narciso Segundo Mallea


Cuento


La familia de V. estaba de duelo. Había muerto su jefe. Las empresas de pompas fúnebres habían acudido en tropel a ofrecer sus servicios y en un santiamén se transformó en cámara mortuoria la mundana sala o recibimiento de la casa. Los muros fueron cubiertos con grandes paños de terciopelo negro y echáronse telas funebres a porfía sobre cuanto trasto no fué posible sacar de la amplia sala. En el centro estaba el costoso ataúd rodeado de altos candelabros de bronce. Por la mirilla de la tapa se veía la cara del "Tacaño" —que así apodaban las gentes al muerto— blanca, no cárdena, marfilinamente blanca.

Mariquita P. sabía por propia experiencia que a la ocasión la pintan calva, y tan luego supo la muerte de su vecino, se dijo: esta no se me escapa...

Pisaba ya los 40 y, aunque no hermosa, era atrayente: alta, delgada, con grandes ojos almendrados y unos dientes que ella sabía eran hermosos. No era ya caso de esperar; sus amigas de la infancia eran algunas abuelas. Mucho espulgó; perdió ocasiones que más tarde diéronla pena. No había más remedio que aguantar la pócima que antes no quiso apurar: el tendero Ramírez.

Ella sabía que el tendero la quería y que de ella dependía su unión con él; que sólo debía ir denodadamente contra la timidez de aquel hombre sencillo... No era, por otra parte, Ramírez un partido despreciable. Rico, con treinta años de residencia honesta en el paísqué mejor contrapeso para su tilde de viejo y feo? Los dos eran amigos de la familia del muerto y debían encontrarse en el velorio.

Cuando Mariquita entró en la capilla ardiente vió a Ramírez en un rincón todo compungido, y le dirigió una mirada llena de coquetería que turbó al ingenuo comerciante.


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Los Bolsillos de los Muertos

José Fernández Bremón


Cuento


Pedro Chapa había sido conserje de un cementerio, y estaba rico: vivía retirado y habíamos adquirido mucha confianza. Todas las noches tomábamos juntos el café, y gustaba de narrarme, entre sorbo y sorbo, y taza tras taza, algunos episodios de su vida sepulcral, que así llamaba al período de tiempo que pasó siendo vecino de los muertos.

—Aquí inter nos —le pregunté una noche—, ¿ha violado usted muchas sepulturas?

Chapa respondió sonriéndose:

—Una sepultura es como una carta cerrada; pocos curiosos resisten a la tentación de abrir algunas, y soy algo curioso.

—La verdad es —le dije aparentando pocos escrúpulos para animarlo— que de nada aprovechan a los muertos las alhajillas con que les adornan.

—Está usted equivocado; ya no hay esa costumbre: puedo asegurarle a usted que en todos los cadáveres que he registrado no he hallado más alhaja que aquel reloj, olvidado sin duda en el bolsillo de un chaleco por no tener cadena.

Y Pedro descolgó de la relojera una saboneta de oro.

—Está parada —dije examinándola—; ¿por qué no le da usted cuerda?

—Es inútil: no anda.

—Llévela usted a un relojero.

—Sepa usted que este reloj ha recorrido las mejores relojerías de Madrid: todos los artífices me han dicho: «La máquina es muy buena: todas las piezas están completas y sin lesión, y sin embargo, el mecanismo no funciona. No sabemos en qué consiste».

—No he visto mayor anomalía...

—Yo sé en qué consiste: este reloj no está parado, sino muerto, y marca su última hora.

—¿Cree usted que esos objetos mueren?

—A todas las máquinas les llega su última enfermedad, que no tiene compostura. En fin, no pudiendo componer el reloj, lo colgué de este clavo, y aquí yace —dijo Chapa colocándolo en su sitio.


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Publicado el 11 de julio de 2024 por Edu Robsy.

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