Textos más populares esta semana etiquetados como Cuento publicados el 12 de julio de 2018 | pág. 2

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etiqueta: Cuento fecha: 12-07-2018


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El Terrible Tacto de la Muerte

Robert E. Howard


Cuento


Cuando la medianoche cubra la tierra
con lúgubres y negras sombras
que Dios nos libre del beso de Judas
de un muerto en la oscuridad.
 

El viejo Adam Farrel yacía muerto en la casa en la que había vivido solo los últimos veinte años. Un silencioso y huraño recluso que en vida no conoció amigo alguno, y tan sólo dos hombres fueron testigos de su final.

El doctor Stein se levantó y observó por la ventana la creciente oscuridad.

—Entonces, ¿crees que podrás pasar la noche aquí? —le preguntó a su acompañante.

Este, de nombre Falred, asintió.

—Sí, por supuesto. Supongo que tendré que ocuparme yo.

—Una costumbre bastante inútil y primitiva esta de velar a un muerto —comentó el doctor, que se disponía a marcharse—, pero supongo que tendremos que respetar las costumbres, aunque sólo sea por decoro. Podría intentar encontrar a alguien que te acompañara en la vigilia.

Falred se encogió de hombros.

—Lo dudo mucho. Farrel no era muy popular… no tenía muchos amigos. Yo mismo apenas lo conocía, pero no me importa velar su cuerpo.

El doctor Stein estaba quitándose los guantes de goma y Falred observaba el proceso con un interés que era casi fascinación. Un ligero e involuntario temblor le sacudió al recordar el tacto de aquellos guantes… resbaladizos, fríos y húmedos, como el tacto de la muerte.

—Podrías sentirte demasiado solo esta noche si no encuentro a nadie más —afirmó el doctor al abrir la puerta—. No eres supersticioso, ¿verdad?

Falred rió.

—No mucho. Lo cierto es que, por lo que he oído acerca del trato de Farrel, prefiero estar ahora velando su cuerpo que haber sido uno de sus invitados cuando aún vivía.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Cosa con Pezuñas

Robert E. Howard


Cuento


Marjory lloraba la pérdida de Bozo, su rechoncho gato maltés, que no había regresado tras su habitual ronda nocturna. Se había desatado recientemente una peculiar epidemia de desapariciones de gatos en el vecindario, y Marjory estaba desconsolada. Nunca pude soportar ver a Marjory llorar, así que salí en busca de la mascota extraviada, aunque con pocas esperanzas de encontrarla. Con demasiada frecuencia algún humano pervertido sacia sus instintos sádicos envenenando animales apreciados por otros humanos, y estaba seguro de que Bozo y la veintena o más que habían desaparecido durante los últimos meses habían sido víctimas de un lunático de ese tipo.

Saliendo del jardín de la casa de los Ash, crucé varias parcelas libres cubiertas de hierba crecida y maleza y llegué a la última casa del otro lado de la calle, un edificio ruinoso construido sobre un terreno irregular y que había sido ocupado recientemente, aunque sin restaurarlo, por un tal Stark, un oriental solitario y retraído. Mirando la vieja casa destartalada alzándose entre grandes robles y retirada unos cien metros aproximadamente de la calle, se me ocurrió que el señor Stark podría quizás arrojar algo de luz a este misterio.

Entré por la desvencijada verja de hierro oxidado y recorrí el agrietado camino, apreciando el abandono general del lugar. Poco se sabía sobre su propietario y, aunque habíamos sido vecinos durante más de seis meses, no había tenido oportunidad de verlo de cerca. Se rumoreaba que vivía solo, incluso sin servidumbre, a pesar de estar lisiado. Un estudioso excéntrico de naturaleza taciturna y con suficiente dinero como para satisfacer sus caprichos, ésa era la opinión general.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Mono de Jade

Robert E. Howard


Cuento


Había llegado a Hong Kong apenas hacía hora y media cuando alguien me golpeó en la cabeza con una botella. No fue algo que me sorprendiera especialmente... los puertos asiáticos están llenos de tipos que buscan a Dennis Dorgan, marinero de segunda clase, a causa del uso poco considerado que les he dado a mis puños... Sin embargo, aquello me irritó.

Iba caminando por un callejón sombrío, ocupándome de mis propios asuntos, cuando alguien dijo «¡Psst!» y, cuando me volví y dije «¿Qué?»... ¡bang! cayó sobre mi cráneo la susodicha botella. Aquello me exasperó tanto que le largué un porrazo a mi invisible agresor y luego nos enzarzamos y luchamos en la oscuridad durante un buen rato, y el modo en que gruñía y resollaba cuando hundí en su blando cuerpo mis puños de acero, fue música celestial para mis oídos. Finalmente, sin soltarnos el uno del otro, salimos titubeando de la calleja para seguir abanicándonos bajo un farol de luz tenue donde me libré de él y le lancé un gancho con la derecha, y la única razón por la que mi puño no le noqueó fue porque contuve el golpe en el último instante. Y la razón por la que contuve mi golpe fue porque en mi agresor reconocí no a un enemigo, sino a un compañero de a bordo... una mancha para la reputación del Python. Jim Rogers, para ser más precisos.

Me incliné sobre él para ver si seguía con vida... porque bloquear con la mandíbula uno de mis ganchos de derecha, aunque lo frenase en el último segundo, no era un asunto para desdeñar... pasado un momento, parpadeó y abrió los ojos, y declaró, completamente groggy:

—¡Esa última ola debe haberse llevado todo lo que había sobre el puente!

—No estamos a bordo del Python, merluzo —repliqué irritado—. Levántate y explícame por qué te has ido a meter con un hombre de tu misma tripulación, cuando tienes a tu disposición toda una ciudad llena de chinos.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Moradores Bajo la Tumba

Robert E. Howard


Cuento


Me desperté de repente y me incorporé en la cama, preguntándome somnoliento quién podría estar aporreando la puerta con tanta violencia; amenazaba con romper las jambas. Se oyó un grito, afilado intolerablemente por un terror demencial.

—¡Conrad! ¡Conrad! —gritaba alguien al otro lado de la puerta—. ¡Por amor de Dios! ¡Déjame entrar! ¡Lo he visto!… ¡Lo he visto!

—Suena a la voz de Job Kiles —dijo Conrad levantando su robusto cuerpo del diván en el que había estado durmiendo tras cederme su cama—. ¡No tires la puerta abajo! —gritó cogiendo las zapatillas—. Ya voy.

—¡Date prisa! —berreó el visitante invisible—. ¡Acabo de mirar al mismísimo infierno a los ojos!

Conrad encendió la luz y abrió la puerta de par en par; y medio cayéndose, medio tambaleándose, entró una figura con los ojos desorbitados, que reconocí como el hombre agrio y tacaño que vivía en la pequeña hacienda vecina a la de Conrad. Ahora se observaba un espeluznante cambio en el anciano, normalmente tan circunspecto y comedido. Con el ralo cabello erizado y gotas de sudor sobre su piel cenicienta, su cuerpo se convulsionaba con violentos espasmos.

—En el nombre de Dios, ¿qué ocurre, Kiles? —exclamó Conrad, mirándole fijamente—. ¡Parece que hubieras visto un fantasma!

—¡Un fantasma! —la aguda voz de Kiles se rompió y se tornó en un estertor de risa histérica—. ¡He visto un demonio del infierno! Créeme, lo he visto… ¡esta noche! ¡Hace tan sólo unos minutos! ¡Miró por la ventana y se rió de mí! ¡Oh, Dios mío… su risa!

—¿La risa de quién? —gruñó Conrad impaciente.

—¡De mi hermano Jonas! —gritó el viejo Kiles.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

Los Muertos no Olvidan

Robert E. Howard


Cuento


Dodge City, Kansas,

3 de Noviembre, 1877

Sr. William L. Gordon,

Antioch, Texas.

Estimado Bill:

Te escribo porque tengo el presentimiento de que no duraré mucho tiempo más en este mundo. Esto probablemente te sorprenda, porque sabes que gozaba de buena salud cuando me marché con el ganado, y de momento no estoy enfermo, pero igualmente tengo el convencimiento de que pronto seré hombre muerto.

Antes de que te cuente por qué lo creo, te informaré del resto de lo que tengo que decir: llegamos a Dodge City sin problemas con las reses, que hacían un total de 3.400 cabezas, y el jefe de la expedición, John Elston, consiguió sacarle veinte dólares por cabeza al señor R.J. Blaine, pero Joe Richards, uno de los chicos, fue embestido por un novillo y murió cerca del Canadian. Su hermana, la señora Dick Westfall, vive cerca de Seguin y te rogaría que cabalgases a su hacienda y le contases lo ocurrido a su hermano. John Elston le enviará la silla de montar, la brida, la pistola y algo de dinero.

Ahora, Bill, intentaré relatarte por qué sé que acabaré pronto en el hoyo. Recordarás al viejo Joel, el que fue esclavo del coronel Henry, y que el pasado agosto, justo antes de que me fuera a Kansas con el ganado, lo encontraron a él y a su mujer muertos… era la pareja que vivía en aquel bosque de robles junto al riachuelo Zavalla. Ya sabes que la mujer se llamaba Jezebel y que la gente decía que era bruja. Era una mulata clara y bastante más joven que Joel. Adivinaba el futuro e incluso algunos blancos la temían. Yo nunca creí en esas historias.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Ídolo de Bronce

Robert E. Howard


Cuento


Aquella fantástica y espeluznante aventura comenzó de forma repentina. Me encontraba sentado en mi alcoba, escribiendo tranquilamente, cuando la puerta se abrió de sopetón y mi criado árabe, Alí, irrumpió en la estancia, sin aliento, y con la mirada desorbitada. Pegado a sus talones entró un hombre al que creía muerto desde hacía mucho tiempo.

—¡Girtmann! —me puse en pie, asombrado—. En el nombre del cielo, ¿qué…?

Tras hacerme callar con un gesto, se giró hacia la puerta y la cerró, echando el cerrojo con un suspiro de alivio. Durante un instante, respiró profundamente mientras yo parpadeaba y le examinaba con curiosidad. Los años no le habían cambiado… su figura, baja y fornida evidenciaba aún una dinámica fuerza física y su rostro, reciamente esculpido con una mandíbula prominente, nariz ganchuda y ojos arrogantes, reflejaba aún la testaruda determinación y la implacable seguridad del hombre. Pero ahora, sus ojos fríos aparecían sombríos y sus arrugas de tensión convertían su semblante en una máscara demacrada. Todo su aspecto denotaba tal tensión nerviosa que supe que debía de haber pasado por un trance terrible.

—¿Qué sucede? —inquirí, contagiándome en parte de su evidente nerviosismo.

—Ten cuidado con él, sahib —estalló Alí—. ¡No tengas tratos con aquellos que están malditos por el diablo, no sea que los demonios se interesen también por ti! Te digo, sahib…


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

El Fantasma del Anillo

Robert E. Howard


Cuento


Al entrar en el estudio de John Kirowan me encontraba demasiado absorto en mis pensamientos para darme cuenta de la demacrada apariencia de su visitante, un alto y atractivo joven que yo conocía bien.

—Hola, Kirowan —saludé—. Hola Gordon. No te veía desde hace bastante tiempo… ¿cómo está Evelyn? —y antes de que contestase, en el calor del entusiasmo que me había llevado hasta allí, exclamé—: Mirad esto, amigos; os mostraré algo que os dejará boquiabiertos. Me lo vendió aquel ladrón, Ahmed Mektub, y le pagué un precio alto por ello, pero vale la pena. ¡Mirad!

De debajo de mi abrigo saqué la daga afgana con incrustaciones de piedras preciosas en el mango que me tenía fascinado como coleccionista de armas raras.

Kirowan, que conocía mi pasión, mostró tan sólo un interés educado, pero la reacción de Gordon fue espeluznante.

Pegó un brinco a la vez que lanzaba un grito ahogado, derribando la silla con gran estruendo al impactar contra el suelo. Con los puños apretados y el rostro lívido se volvió hacia mí, gritando:

—¡Atrás! Aléjate de mí o…

Me quedé petrificado.

—¡Qué diablos…! —comencé a decir estupefacto, cuando Gordon, tras otro asombroso cambio de actitud, se derrumbó sobre una silla y hundió la cabeza entre las manos. Vi cómo le temblaban los voluminosos hombros. Le miré desconsolado y luego miré a Kirowan, que estaba igualmente enmudecido—. ¿Está borracho? —pregunté.

Kirowan negó con la cabeza y, tras llenar una copa de brandy, se la ofreció al joven. Gordon le devolvió la mirada con ojos hundidos, tomó la copa y se la bebió de un trago, como si estuviera medio famélico. Luego se irguió y nos miró avergonzado.

—Siento haber perdido los estribos, O’Donnel —dijo—. Fue la impresión cuando sacaste ese cuchillo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Perdición de Dermod

Robert E. Howard


Cuento


Si tu corazón se marchita en tu interior y una opaca cortina oscura de aflicción se interpone entre tu cerebro y tus ojos, haciendo que la luz del sol llegue pálida y leprosa a tu mente… ve a la ciudad de Galway del condado del mismo nombre, en la provincia de Connaught, en el país de Irlanda.

En la gris Ciudad de las Tribus, como así la llaman, pervive un hechizo reconfortante y ensoñador que actúa como un encantamiento; si corre por tus venas la sangre de Galway, no importa desde cuán lejos llegues, tu pesar se desvanecerá lentamente como si fuera un mal sueño, dejando tan sólo un dulce recuerdo similar al perfume de una rosa marchita. Hay una neblina de vetustez flotando sobre la antiquísima ciudad que se mezcla con la melancolía y le hace a uno olvidar. También puedes dirigirte a las colinas azules de Connaught y saborear el penetrante sabor de la sal en el viento que llega del Atlántico; entonces la vida se torna más débil y lejana, con todas sus punzantes alegrías y amargas penas, y no parece más real que las sombras que proyectan las nubes al pasar.

Llegué a Galway como una bestia herida que se arrastra hasta su madriguera en las colinas. La ciudad de mis ancestros se alzaba ante mis ojos por primera vez, pero no me pareció extraña o desconocida.

Tuve la sensación de regresar al hogar y, cada nuevo día que pasaba allí, la tierra de mi nacimiento me parecía más y más lejana, y la tierra de mis antepasados más y más próxima.

Llegué a Galway con el corazón roto. Mi hermana gemela, a la que amaba más que a nadie, había muerto. Su marcha fue rápida e inesperada, para mayor agonía, ya que tenía la impresión de que tan sólo unos segundos antes reía junto a mí con viva sonrisa y brillantes ojos grises irlandeses, y al instante siguiente la hierba ya crecía sobre ella. ¡Oh, Señor, toma mi alma, tu Hijo no es el único que ha sufrido la crucifixión!


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Zarpas Negras

Robert E. Howard


Cuento


1

Joel Brill cerró de sopetón el libro que había estado examinando y dio rienda suelta a su desencanto con un lenguaje más apropiado para la cubierta de un barco ballenero que para la biblioteca del exclusivo Corinthian Club. Buckley, que permanecía sentado en un recodo cercano, sonrió con calma. Buckley parecía más un profesor de universidad que un detective, y, si solía deambular con tanta frecuencia por la biblioteca del Corinthian, es posible que no se debiera tanto a su naturaleza erudita como a su deseo de interpretar ese papel.

—Debe de tratarse algo muy inusual lo que te ha sacado de tu madriguera a esta hora del día —señaló—. Es la primera vez que te veo aquí por la tarde. Yo creía que pasabas las tardes recluido en tus aposentos, estudiando mohosos volúmenes en interés de ese museo con el que estás conectado.

—Ordinariamente, así es.

Brill tenía tan poca pinta de científico como Buckley de detective. De complexión robusta, poseía los anchos hombros, la mandíbula y los puños de un boxeador; de cejas bajas, su enmarañado cabello negro contrastaba con sus fríos ojos azules.

—Llevas enfrascado en esos libros desde antes de las seis —afirmó Buckley.

—He estado intentando encontrar algo de información para los directores del museo —repuso Brill—. ¡Mira! —señaló con dedo acusador una pila de gruesos tomos—. Tengo aquí tantos libros que enfermarían hasta a un perro… y ni uno solo de ellos ha sido capaz de decirme la razón de cierto baile ceremonial practicado por cierta tribu de la costa occidental de África.

—La mayoría de los miembros de este lugar han viajado lo suyo —sugirió Buckley—. ¿Por qué no les preguntas?

—Eso pensaba hacer —Brill descolgó el auricular del teléfono.

—Tienes a John Galt… —empezó Buckley.


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21 págs. / 37 minutos / 47 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

La Casa de Arabu

Robert E. Howard


Cuento


A la casa de donde nadie sale,
al camino sin retorno,
a la morada donde sus habitantes son privados de la luz,
el lugar donde el polvo es su sustento, y su alimento el barro.
No tienen luz y habitan en una densa oscuridad,
y están ataviados como aves, con mantos de plumas.
Allá, donde traspasando verjas y cerrojos, el polvo se extiende.

Leyenda babilónica de Ishtar

—¿Acaso ha visto un espíritu nocturno, o está escuchando los susurros de los que habitan en la oscuridad?

Extrañas palabras para ser murmuradas en el salón de fiestas de Naram-ninub, en medio de la música de los laúdes, el chapoteo de las fuentes, y el tintineo de las risas de las mujeres. El gran salón atestiguaba las riquezas de su propietario, no sólo por sus vastas dimensiones, sino también por el esplendor de los ornamentos. La superficie vidriada de las paredes ofrecía un sorprendente abigarramiento de esmaltes de color azul, rojo y naranja, rematados con juntas de oro bruñido. El aire estaba cargado de incienso, mezclado con la fragancia de flores exóticas de los jardines del exterior. Los festejantes, nobles de Nippur con túnicas de seda, estaban tumbados sobre cojines de satén, bebiendo vino escanciado de vasijas de alabastro, y acariciando a las jóvenes juguetonas repintadas y enjoyadas que la riqueza de Naram-ninub había traído desde todos los rincones del Oriente.

Había docenas de ellas. Sus blancas extremidades campanilleaban al bailar, o brillaban como marfil entre los cojines donde se tumbaban. Una tiara con piedras preciosas enganchada sobre una mata bruñida de cabello negro como la noche, un brazalete con una gema incrustada de oro macizo, pendientes de jade tallado… tales objetos constituían su única indumentaria. Su fragancia era mareante. Provocadoras al bailar, festejando y haciendo el amor, sus risas ligeras llenaban el salón con ondas de sonido argénteo.


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Publicado el 12 de julio de 2018 por Edu Robsy.

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