Se llamaba Carlos, tenía doce años y venía corriendo de la escuela.
Su padre estaba enfermo. «Cuando llegue me dirán que está bien», pensaba
el niño. «Le contaré como todos los días lo que ha pasado en clase, nos
reiremos y almorzaré con más hambre que nunca».
Al subir las escaleras de la casa se encontró con el médico que
bajaba despacio. Era un viejo de barba blanca, que tenía la costumbre de
mirar por encima de los anteojos, inclinando su calva venerable. Pero
esta vez su mirada huía, y su cuerpo procuraba descender deslizándose,
pegado a la pared.
—¿Cómo está papá? —preguntó Carlos.
El doctor, muy fastidiado, muy serio, movió la cabeza de un lado a otro, sin una sola palabra.
—¿Está peor?
Igual gesto.
—¿Mucho peor? —insistió el pequeño con voz temblorosa.
De repente su corazón comprendió y le hizo precipitarse a grandes
saltos por la escalera arriba. Delante de la puerta había un hombre que
abrió los brazos.
—¿Dónde vas? No entres.
—Quiero ver a papá.
—No, ahora no. Ya lo verás después. Lo que vamos a hacer es marcharnos. Tengo que ir a un sitio.
—Quiero ver a papá.
—¡Te digo que no!
Carlos dio un paso y se sintió cogido. Entonces, con ira desesperada embistió el obstáculo, lo volcó contra el muro, y pasó.
Amarillo, inmóvil, con el cuello doblado, los ojos caídos y un
pañuelo blanco debajo de la barba, anudado sobre el cráneo, estaba su
padre.
—¡Papá! —sollozó el muchacho.
La madre, sentada a la cabecera, declamó:
—Bueno es que veas de cerca nuestra horrible desgracia. Acércate y besa a tu padre.
Dos o tres personas que había allí, callaban.
Carlos se arrojó llorando sobre el lecho, y apoyó su frente en el
hombro del muerto. Una secreta repugnancia le hizo no besar la carne
muerta.
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