Textos por orden alfabético etiquetados como Cuento publicados el 13 de diciembre de 2020 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 13-12-2020


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El Vestido Blanco

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


Mayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende a su corpiño; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo, clarín de plata que tocas diana a los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor «¡hasta mañana!», cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entreteníame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado, habían ido a ofrecer ramos fragantes a María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une a los dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales a sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamás. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí a mi amigo Adrián; salí a su encuentro; besé a la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas; sentí ese fresco olor de inocencia, de edredón, de brazos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices, y cuando la palomita de alas tímidas, cerradas, se fue con la mamá y el aya, ruborizada la niña, y de veras por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir a la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamorados al caer la tarde y los amigos de la soledad al mediodía.


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Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

Entre Sorbo y Sorbo

Joaquín Dicenta


Cuento


Discutíamos mano a mano. ¿De qué? De lo que pueden discutir cuando no riñen o se aburren, una mujer fácil y bonita y un hombre, joven todavía, luego de un almuerzo en que ni escasearon las viandas ni faltaron los vinos. De amor hablábamos: de ese amor que está al alcance de todos los corazones y de todos los seres humanos, porque se detiene en la superficie del sentimiento, y busca, como principalísimo premio, goces rápidos e impresiones picantes. No discutiendo amores, porque antes dije mal: mostaceando deleites futuros, estábamos Eugenia y yo en el elegante comedor de la casa, bebiendo deseos el uno en los ojos del otro, y apurando a sorbos lentos y abundantes, sendas copas de vino de Champagne.

Era Eugenia una deliciosísima criatura.

La Naturaleza, maestra admirable cuando para atención en sus obras, la había modelado irreprochablemente para los objetos a que debía servir en el mundo. Esbelta, fuerte, blanca de piel, con el pelo y los ojos tan negros como encendidos los labios y blancos los dientes, con el cuerpo tan pronto a las languideces súbitas y a los súbitos encrespamientos del deleite, como la boca a la risa y los labios al beso; resultaba una compañera insustituible para un viaje de amor, para un viaje corto, se entiende, no hablo del viaje de la vida.

Ella y yo habíamos emprendido ese viaje corto, almorzando juntos y haciendo la primera parada formal en los postres, mientras el Champagne fermentaba en las copas y el café hervía en su recipiente de acero.

—Mira, para el café —dijo Eugenia—, voy a traerte una botellita de Chartreusse, un Chartreusse especial (regalo del conde); tomaremos un par de copas y… ¡a vivir!


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Historia de un Peso Falso

Manuel Gutiérrez Nájera


Cuento


¡Parecía bueno! ¡Limpio, muy cepilladito, con su águila, a guisa de alfiler de corbata, y caminando siempre por el lado de la sombra, para dejar al sol la otra acera! No tenía mala cara el muy bellaco, y el que sólo de vista lo hubiera conocido no habría vacilado en fiarle cuatro pesetas. Pero… ¡crean ustedes en las canas blancas y en la plata que brilla! Aquel peso era un peso teñido: su cabello era castaño, de cobre, y él, por coquetería, porque le dijeran: «Es usted muy Luis XV», se lo había empolvado.

Por supuesto, era de padres desconocidos. ¡Estos pobrecitos pesos siempre son expósitos! A mí me inspiran mucha lástima, y de buen grado los recogería, pero mi casa, es decir, la casa de ellos, el bolsillo de mi chaleco, está vacío, desamueblado, lleno de aire, y por eso no puedo recibirlos. Cuando alguno me cae, procuro colocarlo en una cantina, en una tienda, en la contaduría del teatro, pero hoy están las colocaciones por las nubes y casi siempre se queda en la calle el pobre peso.

No pasó lo mismo, sin embargo, con aquel de la buena facha, de la sonrisa bonachona y del águila que parecía de verdad. Yo no sé en dónde me lo dieron, pero sí estoy cierto de cuál es la casa de comercio en donde tuve la fortuna de colocarlo, gracias al buen corazón y a la mala vista del respetable comerciante cuyo nombre callo por no ofender la cristiana modestia de tan excelente sujeto, y por aquello de que hasta la mano izquierda debe ignorar el bien que hizo la derecha.


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La Cartera

Rafael Barrett


Cuento


El hombre entró, lamentable. Traía el sombrero en una mano y una cartera en la otra. El señor, sin levantarse de la mesa, exclamó vivamente:

—¡Ah!, es mi cartera. ¿Dónde la ha encontrado usted?

—En la esquina de la calle Sarandí. Junto a la vereda.

Y con un ademán, a la vez satisfecho y servil entregó el objeto.

—¿En las tarjetas leyó mi dirección, verdad?

—Sí, señor. Vea si falta algo…

El señor revisó minuciosamente los papeles. Las huellas de los sucios dedos le irritaron. «¡Cómo ha manoseado usted todo!». Después con indiferencia, contó el dinero: mil doscientos treinta; si, no faltaba nada.

Mientras tanto, el desgraciado, de pie, miraba los muebles, los cortinajes… ¡Qué lujo! ¿Qué eran los mil doscientos pesos de la cartera al lado de aquellos finos mármoles que erguían su inmóvil gracia luminosa, aquellos bronces encrespados y densos que relucían en la penumbra de los tapices?

El favor prestado disminuía. Y el trabajador fatigado pensaba que él y su honradez eran poca cosa en aquella sala. Aquellas frágiles estatuas no le producían una impresión de arte, sino de fuerza. Y confiaba en que fuese entonces una fuerza amiga. En la calle llovía, hacía frío, hacía negro.

Y adentro la llama de la enorme chimenea esparcía un suave y hospitalario calor. El siervo, que vivía en una madriguera, y que muchas veces había sufrido hambre, acababa de hacer un servicio al dueño de tantos tesoros… pero los zapatos destrozados y llenos de lodo manchaban la alfombra.

—¿Qué espera usted? —dijo el señor, impaciente.

El obrero palideció.

—¿La propina, no es cierto?

—Señor, tengo enferma la mujer. Deme lo que guste.

—Es usted honrado por la propina, como los demás. Unos piden el cielo, y usted ¿qué pide? ¿Cincuenta pesos, o bien el pico, los doscientos treinta?

—Yo…


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La Doma

Joaquín Dicenta


Cuento


No entraba y salía por las puertas de la Cartuja sevillana, moza más juncal, trianera de más trapío que Rosario, una zurraqueña morena de piel, ancha de hombros, delgada de cintura, graciosa en el andar y en el palabreo, con los ojos negros, el pelo al igual de los ojos, ¡y los labios!… Los labios eran una cereza abierta en dos para enseñar, a cuenta del hueso, la mejor dentadura que pulimentaron las aguas del Guadalquivir.

Locos andaban por Rosario los mozos de Triana. Si salía a la calle semejaba imagen en paso, según la reata de hombres que iba tras ella con amorosa devoción, dirigiéndole, en vez de saetas, requiebros varoniles, y entonando, a cambio de rezos, fervorosas declaraciones. Cuando se asomaba a la reja parecía imagen en altar, virgen de bronce vivo, en cuyo holocausto se improvisaban cantares o se esgrimían facas, aunque ella hiciese el mismo caso de las adoraciones envueltas en música que de las adoraciones revueltas con sangre.

Los cantos se perdían camino del cielo, los ayes de muerte camino del hospital, los rugidos de triunfo camino de la cárcel.

Porque, lo que la cartujana decía: «¡A mí qué! ¿Se emperran en quererme? Ninguno de los que se han emperrao hasta la hora de ahora me han jecho el avío. De mo que pata. Si cantan, pa ellos; si se matan pa ellos, si se pierden pa ellos. El día que me emperre yo con alguno, pa él será el bien o el mal, o la gloria o el desengaño. En tan y mientras, que los otros se las campaneen como les cumpla. ¡Allá ellos!…».


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La Enamorada

Rafael Barrett


Cuento


Parecía vieja, a pesar de no cumplir aún treinta y cinco años. Las labores bestiales de la chacra, el sol que calcina el surco y resquebraja la arcilla la habían curtido y arrugado la piel.

Tenía la cara hinchada y roja, el andar robusto, los ojos chicos, atornillados y negros. Era miserable. Se llamaba Victoria.

Vivía de escardar campos ajenos, de fregar pisos, de ir a vender, a enormes distancias, un cesto de legumbres.

Su densa cabellera desgreñada estaba siempre sudorosa; en sus harapos siempre había barro o polvo, y cansancio en los huesos de sus pies.

Victoria era célebre en el pueblo, no por infeliz y abandonada, que esto no llama la atención, sino porque decían que no estaba en su juicio. La locura inofensiva es un espectáculo barato, divertido y moral. Hace reír seriamente. Los chiquillos seguían en tropel a Victoria; no la apedreaban demasiado; comprendían que era buena.

Los hombres la dirigían preguntas estrambóticas, y experimentaban ante ella la necesidad de volverse locos un rato; las mujeres se burlaban con algún ensañamiento. Victoria pasaba, andrajosa, tenaz, lamentable, llevando en los ojillos negros la chispa que irrita a la multitud y levanta las furias y hasta los perros se alborotaban con aquel escándalo de un minuto, con aquella aventura que rompía el tedio del largo camino fatigoso.


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La Gran Cuestión

Rafael Barrett


Cuento


El banquero dio en el cigarro, para desprender la ceniza, un golpecito con el meñique cargado de oro y de rubíes.

—Supongo —dijo— que aquí no nos veremos en el caso de fusilar a los trabajadores en las calles.

El general dejó el cóctel sobre la mesa, y rompió a reír:

—Tenemos todo lo que nos hace falta para eso: fusiles.

El profesor, que también era diputado, meneó la cabeza.

—Fusilaremos tarde o temprano —dictaminó—. Por muy poco industrial que sea nuestro país, siempre nos quedan los correos, el puerto, los ferrocarriles. La huelga de las comunicaciones es la más grave. Constituye la verdadera parálisis, el síncope colectivo, mientras que las otras se reducen a simples fenómenos de desnutrición.

El general levantó su índice congestionado:

—Sería vergonzoso limitar el desarrollo de la industria por miedo a la clase obrera.

—La tempestad es inevitable —agregó el profesor—. Las ideas se difunden irresistiblemente. ¡Y qué ideas! Cuanto más absurdas, más contagiosas. Han convencido al proletariado de que le pertenece lo que produce. El árbol empeñado en comerse su propio fruto… Observen ustedes que los animales suministradores de carne son por lo común herbívoros. El Nuevo Evangelio trastorna la sociedad, fundada en que unos produzcan sin consumir, y otros consuman sin producir. Son funciones distintas, especializadas. Pero váyales usted con ciencia seria a semejantes energúmenos. Los locos de gabinete tienen la culpa, los teorizadores y poetas bárbaros a lo Bakunin, a lo Gorki, que pretenden cambiar el mundo sin saber siquiera latín. Se figuran que el proletario tiene cerebro. No tiene sino manos; las ideas se le bajan a las manos, manos duras, que aprietan firmes, y que, apartadas de la faena, subirán al cuello de la civilización para estrangularla.


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La Madre

Rafael Barrett


Cuento


Una larga noche de invierno. Y la mujer gritaba sin cesar, retorciendo su cuerpo flaco, mordiendo las sábanas sucias. Una vieja vecina de buhardilla se obstinaba en hacerla tragar de un vino espeso y azul. La llama del quinqué moría lentamente.

El papel de los muros, podrido por el agua, se despegaba en grandes harapos, que oscilaban al soplo nocturno.

Junto a la ventana dormía la máquina de coser, con la labor prendida aún entre los dientes. La luz se extinguió, y la mujer, bajo los dedos temblorosos de la vieja, siguió gritando en la sombra.

Parió de madrugada. Ahora un extraño y hondo bienestar la invadía.

Las lágrimas caían dulcemente de sus ojos entornados. Estaba sola con su hijo. Porque aquel paquetito de carne blanda y cálida, pegado a su piel, era su hijo…

Amanecía. Un fulgor lívido vino a manchar la miserable estancia. Afuera, la tristeza del viento y de la lluvia.

La mujer miró al niño, que lanzaba su gemido nuevo y abría y acercaba la boca, la roja boca ancha, ventosa, sedienta de vida y de dolor, Y entonces la madre sintió una inmensa ternura subir a su garganta. En vez de dar el seno a su hijo, le dió las manos, sus secas manos de obrera; agarró el cuello frágil, y apretó. Apretó generosamente, amorosamente, implacablemente. Apretó hasta el fin.


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La Muñeca

Rafael Barrett


Cuento


Se celebraba en el palacio de los reyes la fiesta de Navidad. Del consabido árbol, hincado en el centro de un salón, colgaban luces, cintas, golosinas deliciosas y magníficos juguetes. Todo aquello era para los pequeños príncipes y sus amiguitos cortesanos, pero Yolanda, la bella princesita, se acercó a la reina y la dijo:

—Mamá, he seguido tu consejo, y he pensado de repente en los pobres. He resuelto regalar esta muñeca a una niña sin rentas; creo oportuno que Zas Candil, nuestro fiel gentilhombre, vaya en seguida a las agencias telegráficas para que mañana se conozca mi piedad sobre el haz del mundo, desde Canadá al Japón y desde el Congo a Chile. Por otra parte, este rasgo no puede menos que contribuir a afianzar la dinastía.

La reina, justamente ufana del precoz ingenio de su hija la concedió lo que deseaba. Zas Candil se agitó con éxito. Jesús nos recomienda que cuando demos limosna no hagamos tocar la trompeta delante de nosotros, pero sería impertinente exigir tantas perfecciones a los que ya cumplen con pensar en los pobres una vez al año. ¡El año es tan corto para los que se divierten! Además, el divino maestro se refería sin duda a la verdadera caridad.

No faltaba sino regalar la muñeca. ¿A quién? Una marquesa anciana, ciega, casi sorda y paralítica, presidenta de cuanta sociedad benéfica había en el país, fue interrogada, sin resultado. Su secretaría y sobrina, hermosa joven, propuso candidato inmediatamente. Ella era activa: sabía bien dónde andaban los pobres decentes, religiosos; se consagraba en cuerpo y alma a sus honorarias tareas, que la permitían citarse sin riesgo con sus amantes.

He aquí que Yolanda, la bella princesita, se empeña en presentar su regalo en persona.

—¡Una muñeca! —refunfuña la marquesa—. Mejor sería un par de mantas.


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La Oración del Huerto

Rafael Barrett


Cuento, Diálogo


EL POETA.—¡Amanece!

EL ALMA.—No. Aún es de noche.

EL POETA.—¡Amanece! Un suspiro de luz tiembla en el horizonte. Palidecen las estrellas resignadas. Las alas de los pájaros dormidos se estremecen, y las castas flores entreabren su corazón perfumado, preparándose para su existencia de un día. La tierra sale poco a poco de las sombras del sueño. La frente de las montañas se ilumina vagamente, y he creído oír el canto de un labrador entre los árboles, camino del surco. ¡Levántate y trabaja, alma mía! ¡Amanece!

EL ALMA.—En mí todavía es de noche. Noche sin estrellas, ciega y muda como la misma muerte.

EL POETA.—Despierta para mirar al sol cara a cara, para gritar tu dolor o tu alegría. Despierta para mover la inmensa red humana, y para fatigarte noblemente alimentando la vida universal. Dame tus recuerdos difuntos, tus esperanzas deshojadas. Dame tus lágrimas y tu sangre para embriagar al mundo.

EL ALMA.—La fuente se ha secado. Con barro amordazaron mi boca. Me rindo a las bestias innumerables que me pisotean. No queda en mí amargura, sino náuseas. No deseo más que descansar en la eterna frescura de la nada.

EL POETA.—Otros sucumben bajo el látigo del negrero. Otros se envenenan con estaño y con plomo, enterrados vivos. Hay inocentes que se arrancan los dientes y las uñas contra los hierros de su cárcel. Las calles están llenas de condenados al hambre y al crimen. Tu desgracia no es la única.

EL ALMA.—He saboreado toda la infamia de la especie.

EL POETA.—Algunos no son infames.


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