Hace muchos años vivía un matrimonio. Eran muy pobres: él, leñador;
ella, lavandera. Eran muy feos, casi horribles; ella, con su enorme
nariz y sus ojos de carbón, parecía una bruja; él, con su áspera
pelambre, parecía un oso. Pero se amaban tanto, tanto, que tuvieron un
niño más bello que la aurora.
No se atrevían a acariciar con sus manos rudas aquella carnecita en flor. Adoraban al hijo como a un Jesús.
Le pusieron una riquísima cuna; le alimentaron con la leche de la
mejor cabra del valle. Creció y le vistieron y ataviaron lujosamente.
Besaban la huella de sus pies, y se embriagaban con el eco de su voz.
Necesitaron oro para el ídolo.
El padre cortaba leña de día, y de noche se dedicaba a faenas misteriosas, basta que le sorprendieren en ellas y le ahorcaron.
La madre, cuando no lavaba en el río, pedía limosna. A veces, a lo
largo del camino, encontraba señores, que se detenían al verla, y se
reían de la enorme nariz y de las cejas de carbón. «¡Bruja, móntate en
este palo y vuela al aquelarre!».
Entonces la mujer hacía bufonadas, y recogía monedas de cobre.
Entretanto, el hijo se había transformado en un arrogante doncel.
Ocioso y feliz, paseaba su esbelta figura, adornada de seda y de
encajes. En sus talones ágiles cantaban dos espuelas de plata, y sobre
su gorro de terciopelo se estremecía una graciosa pluma de avestruz. Si
le hablaban de la lavandera, respondía:
—No la conozco; no soy de aquí. ¿Mi madre esa vieja demente? Y todavía sospecho que es ladrona.
Sin embargo, iba en secreto al hogar, donde encontraba siempre un
puñado de dinero, una mesa con sabrosos manjares, un lecho pulcro y dos
ojos esclavos.
Una vez pasó la hija del rey por la comarca y se enamoró del mozo.
—¿Cuál es tu familia? —preguntóle.
—Soy el Príncipe Rubio —contestó—. Mi patria está muy lejos, a la derecha del fin del mundo.
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