Textos más vistos etiquetados como Cuento publicados el 14 de septiembre de 2016 | pág. 3

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etiqueta: Cuento fecha: 14-09-2016


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El Prusiano de Belisario

Alphonse Daudet


Cuento


Voy a contarles una historia que oí narrar hace unos días en un cabaret de Montmartre. Para que el relato conservara todo su valor necesitaría poseer el vocabulario pintoresco del señor Belisario, su gran mandil de carpintero, y haberme tomado dos o tres sorbos de ese vino blanco de Montmartre, capaz de proporcionarle acento parisino incluso a un marsellés. Sólo así lograría hacer correr por sus venas el estremecimiento que yo sentí al escuchar a Belisario contando en una tertulia de amigos esta historia lúgubre y auténtica.

«Era el día de la amnistía —Belisario se refería al armisticio—. Mi mujer me había pedido que fuera con el niño a Villeneuve—la—Garenne, a ver cómo se encontraba una casilla que teníamos allí, a orillas del río, de la que no teníamos noticias desde el sitio. Yo iba resoplando al verme obligado a tirar del niño. Estaba seguro de que me toparía con los prusianos y, como nunca los había visto de cerca, tenía miedo de que ocurriera algo. ¡Pero cuando mi mujer se empeña en algo! “Anda, ve —me dijo—, de esa manera el chico tomará un poco el aire.”


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Sitio de Berlín

Alphonse Daudet


Cuento


Recorríamos la avenida de los Campos Elíseos con el doctor V…, preguntando a los muros acribillados por los obuses y a las aceras destruidas por la metralla la historia del París asediado, cuando, poco antes de llegar a la plaza de la Estrella, el doctor se detuvo y mostrándome una de esas grandes casas tan pomposamente agrupadas alrededor del Arco del Triunfo, me dijo:

—¿Ves esas cuatro ventanas cerradas allá arriba, en aquel balcón? En los primeros días de agosto, de aquel terrible mes de agosto del año pasado, tan lleno de tormentas y desastres, fui llamado de ahí para asistir una apoplejía fulminante. Allí vivía el coronel Jouve, un coracero del Primer Imperio, viejo pletórico de gloria y patriotismo, que al comienzo de la guerra se había ido a vivir a los Campos Elíseos, a un apartamento con balcón… ¿Adivinas para qué? Para presenciar la entrada triunfal de nuestras tropas… ¡Pobre viejo! Recibió la noticia de Wissembourg cuando se levantaba de la mesa. Cayó fulminado al leer el nombre de Napoleón al pie del boletín de derrota.

Encontré al ex coracero tendido cuan largo era sobre la alfombra de la habitación; tenía la cara ensangrentada e inerte, como si hubiera recibido un mazazo en la cabeza. De pie, debía de ser muy alto; acostado, era enorme. De hermosos rasgos; dientes magníficos; cabellos blancos y crespos; ochenta años que aparentaban sesenta… Junto a él, de rodillas y llorando, estaba su nieta. Se le parecía tanto, que al verlos juntos, hubiérase dicho que eran dos estupendas medallas griegas acuñadas en el mismo molde; una, antigua, terrosa, un poco desgastada en sus contornos, y la otra, resplandeciente y clara, en el apogeo del esplendor y la tersura del molde nuevo.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Dama de Verona

Anatole France


Cuento


Este relato fue hallado por el R.P. Adone Doni en los archivos del convento de Santa Croce, de Verona:

«La señora Eletta de Verona era tan maravillosamente bella y bien formada que los eruditos de la ciudad que tenían conocimientos de historia y mitología llamaban a su señora madre con los nombres de Leto, Leda o Sémele, dando a entender así que la hija había sido engendrada en ella por algún Zeus antes que por cualquier hombre mortal como eran el marido y los amantes de la citada señora. Pero los más sabios, sobre todo fray Battista, que fue antes que yo guardián del convento de la Santa Croce, consideraban que semejante belleza corporal tenía algo que ver con el diablo que es un artista en el sentido en el que lo interpretaba Nerón, emperador de los romanos, que decía al morir: «¡Qué artista perece!». Y no hay duda de que Satanás, el enemigo de Dios, que es muy hábil con los metales, es también excelente trabajando la carne humana. Yo que les estoy hablando, que tengo un amplio conocimiento del mundo, he visto en múltiples ocasiones campanas e imágenes de hombres fabricadas por el enemigo del género humano. Sus artimañas son increíbles. Tuve igualmente conocimiento de hijos que algunas mujeres concibieron por obra del diablo, pero sobre esta cuestión mis labios están sellados por el secreto de confesión. Me limitaré pues a decir que corrían extrañas teorías acerca del nacimiento de la señora Eletta.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Mula del Papa

Alphonse Daudet


Cuento


Entre los innumerables dichos graciosos, proverbios o adagios con que adornan sus discursos nuestros campesinos de Provenza, no conozco ninguno más pintoresco ni extraño que éste. Junto a mi molino y quince leguas en redondo, cuando se habla de un hombre rencoroso y vengativo, suele decirse:

«¡No te fíes de ese hombre, porque es como la mula del Papa, que te guarda la coz siete años!»

Durante mucho tiempo he estado investigando el origen de este proverbio, qué quería decir aquello de la mula pontificia y esa coz guardada siete años. Nadie ha podido informarme aquí acerca del particular, ni siquiera Francet Mamaï, mi tañedor de pífano, quien conoce de pe a pa las leyendas provenzales. Francet piensa, lo mismo que yo, que debe de ser reminiscencia de alguna antigua crónica del país de Aviñón, pero no he oído hablar jamás de ella, sino tan sólo por el proverbio.

—Sólo en la biblioteca de las Cigarras puede usted encontrar algún antecedente —me dijo el anciano pífano, riendo.

No me pareció la idea completamente disparatada, y como la biblioteca de las Cigarras está cerca de mi puerta, fui a encerrarme ocho días en ella.

Es una biblioteca maravillosa, admirablemente organizada, abierta constantemente para los poetas, y servida por pequeños bibliotecarios con címbalos que no cesan de dar música. Allí pasé algunos días deliciosos, y después de una semana de investigaciones (hechas de espaldas al suelo), descubrí, al fin, lo que deseaba, es decir, la historia de mi mula y de esa famosa coz guardada siete años. El cuento es bonito, aunque peque de inocente, y voy a tratar de narrarlo como lo leí ayer mañana en un manuscrito de color del tiempo, que olía muy bien a alhucema seca y cuyos registros eran largos hilos de la Virgen.

* * *


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Reseda del Párroco

Anatole France


Cuento


Dedicado a Jules Lemaître


En un pueblo del Bocage conocí hace años a un piadoso párroco que se negaba cualquier tipo de sensualidad, practicaba con gozo la renuncia y no conocía más alegría que la del sacrificio. Cultivaba en su jardín árboles frutales, hortalizas y plantas medicinales. Pero, temiendo la belleza incluso en las flores, no quería que hubiera en él ni rosas ni jazmines. Sólo se permitía la inocente vanidad de algunos pies de reseda cuyos retorcidos tallos, tan humildemente floridos, no atraían sus miradas cuando leía el breviario por entre los cuadrados de coles, bajo el cielo del buen Dios.

El santo hombre desconfiaba tan poco de su reseda que, con frecuencia, al pasar, arrancaba una ramita y la olía prolongadamente. Esta planta no pide sino que la dejen crecer. Una rama cortada hace renacer otras cuatro. Hasta tal extremo que, con la ayuda del diablo, la reseda del párroco llegó a cubrir una amplia zona del jardín. Invadía parte de la vereda y cuando éste pasaba, enganchaba la sotana del buen sacerdote que, distraído por la planta, interrumpía veinte veces por hora su lectura o su oración. Desde la primavera hasta el otoño, todo el presbiterio estaba perfumado por la reseda.


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La Sopa de Queso

Alphonse Daudet


Cuento


Es una pequeña habitación en la quinta planta, una de esas buhardillas en las que la lluvia cae directa sobre los cristales de la ventana y que, cuando llega la noche como ahora, parecen perderse con los tejados en medio de la oscuridad y el viento. Sin embargo, la habitación es buena, confortable, y al entrar en ella se siente no sé qué sensación de bienestar que aumentan el ruido del viento y los torrentes de lluvia que corren por los canalones, y podría pensarse que se entra en un nido cálido, situado en la cima de un gran árbol.

Por el momento, el nido está vacío. El dueño de la vivienda no está; pero se nota que va a volver pronto y todo allí parece estar esperándolo. Sobre un buen fuego cubierto, una pequeña olla hierve tranquilamente con un murmullo de satisfacción. Es un poco tarde para una olla; por lo que, aunque ésta parece estar acostumbrada a su oficio a juzgar por los laterales chamuscados, quemados, de vez en cuando se impacienta y su tapadera se levanta agitada por el vapor. Entonces una bocanada de calor apetitosa sube y se extiende por toda la habitación. ¡Oh! ¡Qué bien huele la sopa de queso!


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Última Clase

Alphonse Daudet


Cuento


Aquella mañana me había retrasado más de la cuenta en ir a la escuela, y me temía una buena reprimenda, porque, además, el señor Hamel nos había anunciado que preguntaría los participios, y yo no sabía ni una jota. No me faltaron ganas de hacer novillos y largarme a través de los campos.

¡Hacía un tiempo tan hermoso, tan claro! Se oía a los mirlos silbar en la linde del bosque, y en el prado Rippert, tras el aserradero, a los prusianos que hacían el ejercicio. Todo esto me atraía mucho más que la regla del participio; pero supe resistir la tentación y corrí apresuradamente hacia la escuela.

Al pasar por delante de la Alcaldía vi una porción de gente parada frente al tablón de anuncios. Por él nos venían desde hacía dos años todas las malas noticias, las batallas perdidas, las requisiciones, las órdenes de la Kommandature, y, sin pararme, me preguntaba para mis adentros: “¿Qué es lo que todavía puede ocurrir?”

Entonces, al verme atravesar la plaza a la carrera, el herrero Watcher, que estaba con su aprendiz leyendo el bando, me gritó:

—No te molestes tanto, muchacho; todavía llegas a la escuela bastante a tiempo.

Me pareció que me hablaba con sorna, y entré sin aliento en el patio de la escuela.

De ordinario, al comenzar la clase, se levantaba un gran alboroto, que se oía hasta en la calle: los pupitres, que abríamos y cerrábamos; las lecciones, que repetíamos a voces todos a un tiempo, tapándonos los oídos para aprenderlas mejor, y la ancha palmeta del maestro, que golpeaba la mesa:

—¡Silencio! ¡Un poco de silencio!


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Las Naranjas

Alphonse Daudet


Cuento


Las naranjas tienen en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio. Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta.

—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!

Para las tres cuartas partes de los parisienses, ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez, donde el árbol no ha dejado nada más que un insignificante pedúnculo verde, participa de la golosina, de la confitería. El papel de seda en que está envuelto, las festividades a que acompaña, contribuyen a dicha impresión. Cuando enero se aproxima, sobre todo, los millares de naranjas esparcidas por las calles, todas esas cáscaras arrojadas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cuajadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se vean. Tras los limpios cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asilos, entre paquetes de bizcochos y pequeños montones de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se confunde con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjos para producir las naranjas; pues, mientras que la fruta nos la envían directamente del Mediodía metida en cajones, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transformado, disfrazado, sólo una vez aparece, y durante breve tiempo, al aire libre en los paseos públicos.


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Los Panes de Centeno

Anatole France


Cuento


En aquel tiempo, Nicolas Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolas Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolas Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de César. Nicolas Nerli hacía brillar su riqueza por toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.


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Ourika

Claire de Duras


Cuento


Hacía tan sólo unos meses que había llegado de Montpellier, y ejercía en París la profesión de médico cuando, una mañana, fui llamado al barrio de Saint—Jacques para visitar a una joven religiosa enferma, en un colegio. Desde hacía poco tiempo, el emperador Napoleón había permitido la reapertura de algunos de esos establecimientos; aquél al que me dirigía se dedicaba a la educación de jóvenes, y pertenecía a la orden de las Ursulinas. La Revolución había destruido parte del edificio; el claustro se hallaba al descubierto por un lateral debido a la demolición de la antigua iglesia de la que sólo podían verse ya algunos arcos. Una religiosa me introdujo en aquel claustro, que atravesamos andando sobre largas losas que formaban la solería de aquellas galerías; me percaté de que eran tumbas porque todas tenían inscripciones, la mayoría ya borradas por el paso del tiempo. Algunas de aquellas losas habían sido partidas durante la Revolución, lo que la hermana me hizo observar, diciéndome que no habían tenido tiempo aún de repararlas.

Yo no había visto jamás el interior de un convento, y aquel espectáculo era completamente nuevo para mí. Desde el claustro pasamos al jardín, adonde la religiosa me dijo que habían llevado a la hermana enferma; efectivamente, la vi al final de un largo paseo de carpes; estaba sentada, y un gran velo negro la cubría casi por completo.

—Aquí está el médico —dijo la hermana, y se alejó al instante.


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Publicado el 14 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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