Mientras sus amos y todos los demás servidores salían por la vetusta
portalada tupida de hiedra, que ya encubría el blasón de los Valdelor,
Carmelo, el mayordomo viejo, experimentaba el mismo recelo de costumbre,
siempre que le dejaban así, guardando el pazo, solo, como se deja en un
corral a un mastín desdentado y caduco. «¿Y si vienen?», pensaba,
rumiando los noticierismos de tertulia aldeana en la cocina y en las
deshojas de maíz.
La culpa de semejante caso teníala el capellán, su ocurrencia de
largarse a Compostela a consultar con el sapientísimo médico Varela de
Montes... Señores y criados se veían compelidos a oír la misa parroquial
de Proenza, a dos leguas y media de Valdelor; toda una caminata por
despeñaderos, para que, al fin, el abad, reñido de antiguo con don
Ciprián de Valdelor por no sé qué cuestiones de límites de una heredad
de patatas, alargase a propósito la misa a fuerza de plática y reponsos,
con el fin de retrasarle al gordo hidalgo la hora de sentarse ante el
monumental cocido de mediodía. ¡Que se fastidiase! Y, adrede, el abad se
eternizaba en los latines, recalcando, de un modo pedantesco por lo
despacioso, los sacros textos. No es de extrañar que don Cipriano
saliese hacia Proenza de humor perruno, al paso que su hija Ermitas iba
jubilosa, a lomos de su pollina gris enjamugada de terciopelo granate y
con frontelera de lucios cascabeles. Ermitas se reía en las narices de
Carmelo, al mirarle tan cariacontecido.
—¿Qué es eso? Hay miedo, ¿eh, viejiño? ¿Y a qué tenemos miedo? ¿Al
cocón? ¿Qué va a pasar a las diez de la mañana, con este sol de gloria?
¿Por qué no vienes también a Proenza?
Carmelo señalaba a sus piernas flojas, temblonas, de achacoso, y murmuraba:
—No hay ánimos... Está uno derreado... Y tampoco se podrá dejar la casa sin compaña ninguna.
Leer / Descargar texto 'Inútil'