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etiqueta: Cuento fecha: 19-12-2020


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Fatuidad Humana

Ricardo Palma


Cuento


Cuando el rey don Juan de Portugal se vio forzado, en los primeros años del siglo XIX, a refugiarse en el Brasil, tuvo, pues su majestad fue muy braguetero, por combleza o manfla, querida o menina, a la más linda mulatica de Río de Janeiro, relaciones pecaminosas que, a la larga, dieron por fruto un muchacho, lo que nada tiene de maravilloso, sino de muy natural y corriente. ¡Esos polvos traen esos lodos!

Entiendo que la moza exprimió al rey don Juan, dejándolo con menos jugo que a limón de fresquería.

Dicen las crónicas que Patrocinio, tal se llamaba la bagaza, era caliente y alborotada de rabadilla, lo que la producía gran titilación y reconcomio en el clítoris.

Con ella, los cortesanos no tenían más que invitarla a beber una copa de onfacomelí (licor africano), y ... a cabalgar se ha dicho ...

Sospecho que Patrocinio era tan puta como cualquier chuchumeca de Atenas; cuando a un hombre le venía en gana echar un polvo con una de esas pécoras, no tenía para qué gastar palabras; bastábale con cerrar el puño, levantando el dedo índice. Si la hembra no estaba con patente sucia, o tenía otro compromiso ajustado, le contestaba cerrando el pulgar, en la forma de anillo o círculo.

Y ya saben ustedes, por si lo ignoraban, cuál fue el origen de esta mímica, que hasta ahora subsiste, entre las mozas de burdel. El macho también formaba anillo, metía en él el índice, y daba luego un taponazo, que era como decir: All right.

Barruntos tenía el rey de las frecuentes jugarretas de su coima, pero no se atrevía a rezongar, por falta de pruebas; al cabo, durmiósele un día el diablo a la muchacha y sorprendiéndola su señor, como dice la Epístola de San Pablo illa sub, ille super, allí fue Troya. Don Juan la encerró, por un año, en la prisión de prostitutas, y mandó al chico al Seminario de Lisboa; corriendo los tiempos, lo hizo arzobispo de Coímbra.


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Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.

La Agonía de Cervantes

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Indigentemente cuidado por manos mercenarias, más envejecido que viejo, se moría Cervantes. Buen cristiano, despedíase del mundo con la conciencia limpia, después de recibir los últimos auxilios de la religión. Y, aunque sólo agonizante, por muerto habíanle dejado en la sórdida guardilla.

No estaba todavía muerto, no, si es que él podría morir alguna vez. En su imaginación febricitante pululaban sus recuerdos, casi todos de lágrimas y amargura. Rememoraba envidias, pobrezas, calumnias, prisiones... Pero, ¿cómo? ¿qué no había tenido él ninguna dicha en la vida?... ¡Ah, sí! La tuvo, sí, la tuvo, cuando en sus horas solitarias viviera el mundo de su fantasía que describió en sus libros. ¡Felices horas aquellas en que la fiebre de la concepción lo levantaba a una esfera tan superior a las humanas miserias! Bien dijo entonces: «Para mí sólo nació don Quijote y yo para él...» Bien dijo entonces, asimismo, como alguien le tildara de envidioso: «Descríbaseme la envidia, que yo no la conozco». En cambio, otros, y bien ilustres, la conocían por él...

No estaba todavía muerto, no, pues que pensaba... Y sintió que se abría una puerta y entraban en tropel, como legión de espectros, conocidísimas figuras...

Venía adelante don Quijote de la Mancha, seguido de su escudero Sancho Panza; luego el bachiller Sansón Carrasco, el cura, el barbero, Dulcinea del Toboso, Teresa Panza, Camacho, la dueña Rodríguez, los duques... Y también Persiles y Segismunda, Rinconete y Cortadillo, la Gitanilla... En fin, toda la caterva de los personajes que aparecían en sus obras...

Don Quijote, como jefe de la caterva, acercándose al mísero lecho, lanza en ristre y visera caída, habló primero:


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La Cosa de la Mujer

Ricardo Palma


Cuento


Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.

En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.

No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.

Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.

Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.

La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.

El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!

Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldellín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.

Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:


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La Gatita de Mari-Ramos que Halaga con la Cola y Araña con las Manos

Ricardo Palma


Cuento


Crónica de la época del trigésimo cuarto virrey del perú

(A Carlos Toribio Robinet.)

Al principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual fué, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entre dijes y babador, sino de un drama que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus terribles detalles.

I

Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso moreno aterciopelado que tanta fama dió a las limeñas, antes de que cundiese la maldita moda de adobarse el rostro con menjurjes, y de andar a la rebatiña y como albañil en pared con los polvos de rosa arroz; ojos más negros que noche de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776, Benedicta Salazar.

Sus padres, al morir, la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo de Cataluña, y que aindamáis tenía las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública. Benedicta miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado expediende de hacerse archidevota, tener padre de espíritu y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.

El catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:

niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja.


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La Madrina de Lita

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I

Lita era una pobre niña que no podía caminar y ni siquiera tenerse en pie. Atacada a la medula por incurable enfermedad, su cintura era deforme y sufría dolores que le arrancaban diariamente quejas y lágrimas. Toda su vida parecía concentrarse en los dos grandes ojos azules que iluminaban su carita de ángel. Sentada en su sillita rodante, con un libro de estampas en la mano, fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a ella...

—¿Quieres que te cuente un cuento, Lita?—preguntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera.

—No, mamá. Ya sé todos los cuentos.

Muy raro era que Lita no quisiera que le contaran un cuento, porque prefería los cuentos a las golosinas, a los juguetes y hasta a los libros de estampas. Por eso su mamá se los contaba todos los días, inventando a veces algunos muy bonitos.

Después de quedarse un rato pensativa, dijo Lita:

—Mamá, quiero que me digas quién es mi madrina...

Los padrinos de Lita habían sido sus abuelos, los padres de su mamá, y los dos murieron antes de que Lita cumpliera un año. Así es que la niña, como no llegó a conocerlos, no podía acordarse de ellos.

La mamá no quería decirle que habían muerto, porque Lita era muy impresionable. Podía pensar: «Los padrinos de mis hermanitos viven, y ellos viven y se mueven. Mis padrinos han muerto, y yo, que no puedo moverme, debo morir también.» Valía más contestarle, como otras veces, cuando hiciera la misma pregunta:

—Lita, tu madrina está de viaje.

Lita pensaba: «Es muy extraño que mi madrina esté siempre de viaje...» Pero, no atreviéndose a decir sus dudas y temores, limitábase a preguntar a su mamá:

—¿Y cómo se llama?

La mamá le contestaba:

—María—porque efectivamente «María» fue el nombre de la abuelita.

—¿Era muy buena?

—Muy buena.

—¿Me traerá muchos juguetes?


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La Moza del Gobierno

Ricardo Palma


Cuento


Carolina L. .. era, en 1861, una guapa hembra y por la que el Presidente de la República, el gran mariscal don Ramón Castilla, se desmerecía como un cadete. Con frecuencia y de tapadillo, como se dice, iba después de las once de la noche a visitarla, siendo notorio que su excelencia era el pagano que, sin tacañería, cuidaba del boato de la dama.

El mariscal tenía, por entonces, sesenta y cuatro agostos, pues nació en 1797, y aún parecía hombre sano y enterote; algo debió influir la edad, para que Carolina anhelara las caricias de un joven, con vigor, para registrarla bien los riñones de la concha, cucaracha o como la llamen ustedes.

Víctor Proaño, que con el tiempo llegó a ser general de brigada, en la vecina república del Ecuador y que desde 1860 residía en Lima, en la condición de proscrito, era mozo gallardo y emprendedor y con pujanza para metérselo a un loro por el pico. Demás está añadir que no fue para él asco de iglesia la conquista de Carolina.

Al cabo llegó a noticias del mariscal, de que cuando él, después de las doce, se retiraba de casa de su maitresse, volvía a abrirse la puerta para dar entrada a otro hombre que no iría, por cierto, a rezar vísperas sino completas con Carolina.

Una noche, al aproximarse Proaño a la casa, le echaron zarpa encima tres embozados de Ia policía, lo enjaularon en un coche, lo condujeron al Callao y lo embarcaron en el vapor que a las dos de la tarde zarpaba para Valparaíso. A Proaño le dijo el comandante Vaquero, que era el jefe de los esbirros, que el gobierno lo desterraba por conspirador; un pretexto, como otro cualquiera, para alejar estorbos.

Es entendido que la dama se defendió como pudo ante don Ramón y que continuó en buen predicamento con él, que acaso en sus adentros murmuraba:


Me dices que eres honrada,
Así lo son las gallinas
Que cacarean, no quiero...
Y tienen al gallo encima.
 


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La Niña del Antojo

Ricardo Palma


Cuento


Generalizada creencia era entre nuestros abuelos que a las mujeres encintas debía complacerse aún en sus más extravagantes caprichos. Oponerse a ellos equivalía a malograr obra hecha. Y los discípulos de Galeno eran los que más contribuían a vigorizar esa opinión, si hemos de dar crédito a muchas tesis o disertaciones médicas, que impresas en Lima, en diversos años, se encuentran reunidas en el tomo XXIX de Papeles varios de la Biblioteca Nacional.

Las mujeres de suyo son curiosas, y bastaba que les estuviese vedado entrar en claustros para que todas se desviviesen por pasear conventos. No había, pues, en el siglo pasado limeña que no los hubiese recorrido desde la celda del prior o abadesa hasta la cocina.

Tan luego como en la familia se presentaba hija de Eva en estado interesante, las hermanitas, amigas y hasta las criadas se echaban a arreglar programa para un mes de romería por los conventos. Y la mejor mañana se aparecían diez o doce tapadas a la portería de San Francisco, por ejemplo, y la más vivaracha de ellas decía, dirigiéndose al lego portero:

—¡Ave María purísima!

—Sin pecado concebida. ¿Qué se ofrece, hermanitas?

—Que vaya usted donde el reverendo padre guardián y le diga que esta niña, como a la vista está, se encuentra abultadita, que se le ha antojado pasear el convento, y que nosotras venimos acompañándola por si le sucede un trabajo.

—¡Pero tantas!...—murmuraba el lego entre dientes.

—Todas somos de la familia: esta buena moza es su tía carnal; estas dos son sus hermanas, que en la cara se les conoce; estas tres gordinfloncitas son sus primas por parte de madre; yo y esta borradita, sus sobrinas, aunque no lo parezcamos; la de más allá, esa negra chicharrona, es la mama que la crió; ésta es su...

—Basta, basta con la parentela, que es larguita—interrumpía el lego sonriendo.


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La Tiranía del Bridge

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Siempre que tuve noticia de un suicidio, lamenté que su autor no nos expusiera en público testamento, para ejemplo de sus semejantes, las causas de su funesta determinación de quitarse la vida... ¡Y he aquí que yo mismo me siento próximo a eliminarme del mundo! ¿Por qué no indicar entonces, a los muchos hombres que dejo detrás de mí, el escollo contra el cual chocara mi barca y puede chocar la de ellos? ¡Oidme pues, oh mis amigos, mis conciudadanos, mis prójimos, y creedme cuanto me oigáis, y meditadlo! Creedlo, porque con un pie en la tumba, no podré deciros más que la verdad; meditadlo, porque tengo, ¡ay! la amarga experiencia de quien viera fracasar todas sus ilusiones y esperanzas.

El caso es que la Muerte se me ha presentado con un disfraz amable. Me avergüenzo de confesarlo; pero el caso es que la Muerte vino a buscarme y me tentó en la forma... ¿cómo decirlo?... de un juego de naipes, ¡el bridge! Supondréis que fui un jugador desgraciado, que perdí mi fortuna, mi crédito, lo que tenía y lo que no tenía, y que me resuelvo a suicidarme por no sobrevivir a la deshonra de mi bancarrota... ¡Nada de eso! Mi historia carecería entonces de toda originalidad y pudiera contarse en dos palabras... El bridge no es un juego peligroso, como el pocker y el baccarat, y, además, desde ya os adelanto que he sido más bien un jugador afortunado... ¡Y aun os declaro que no soy jugador por temperamento, y, si mucho me apuráis, que hasta detesto el juego! No es el amor y la práctica del bridge la causa de mi desgracia, ¡antes bien mi antigua ignorancia y mi odio actual!


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La Trenza de sus Cabellos

Ricardo Palma


Cuento


Al poeta español don tomás rodríguez rubí, autor de un drama que lleva el mismo título de esta tradición

I

De cómo Mariquita Martínez no quiso que la llamasen Mariquita la pelona

Allá por los años de 1734 paseábase muy risueña por estas calles de Lima, Mariquita Martínez, muchacha como una perla, mejorando lo presente, lectora mía. Paréceme estar viendo, no porque yo la hubiese conocido, ¡qué diablos! (pues cuando ella comía pan de trigo, este servidor de ustedes no pasaba de la categoría de proyecto en la mente del Padre Eterno), sino por la pintura que de sus prendas y garabato hizo un coplero de aquel siglo, que por la pinta debió ser enamoradizo y andar bebiendo los vientos tras de ese pucherito de mixtura. Marujita era de esas limeñas que tienen más gracia andando que un obispo confirmado, y por las que dijo un poeta:

Parece en Lima más clara
la luz, que cuando hizo Dios
el sol que al mundo alumbrara,
puso amoroso en la cara
de cada limeña, dos.

En las noches de luna era cuando había que ver a Mariquita paseando, Puente arriba y Puente abajo, con albísimo traje de zaraza, pañuelo de tul blanco, zapatito de cuatro puntos y medio, dengue de resucitar difuntos, y la cabeza cubierta de jazmines. Los rayos de la luna prestaban a la belleza de la joven un no sé qué de fantástico; y los hombres, que nos pirramos siempre por esas fantasías de carne y hueso, la echaban una andanada de requiebros, a los que ella, por no quedarse con nada ajeno, contestaba con aquel oportuno donaire que hizo proverbiales la gracia y agudeza de la limeña.

Mariquita era de las que dicen: Yo no soy la salve para suspirar y gemir. ¡Vida alegre, y hacer sumas hasta que se rompa el lápiz o se gaste la pizarra!


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Los Argumentos del Corregidor

Ricardo Palma


Cuento


I

Parece que una mañana se levantó Carlos III con humor de suegra, y francamente que razón había harta para avinagrar el ánimo del monarca. Su majestad había soñado que las arcas reales corrían el peligro de verse como Dios quiere a las almas, es decir, limpias, porque sus súbditos de las Américas andaban un si es no es remolones para proveerlas.

—¡Carrampempe! Pues a mí no ha de pasarme lo que a don Enrique el Doliente que, no embargante ser rey y de los tiesos, llegó día en que no tuvo cosa sólida que meter bajo las narices, y empeñó el gabán para que el cocinero pudiera condimentarle una sopa de ajos y un trozo de jabalí ahumado. Que me llamen a don José Antonio.

Y don José Antonio de Areche, del Consejo de Indias y caballero de la distinguida orden de Carlos III, no tardó en presentarse ante su rey, y disertar con él largo y tendido sobre los atrenzos del real tesoro. Y por consecuencia de la plática entre señor y vasallo, nos cayó como llovido por estos reinos del Perú, en 1777 y con el título de Visitador general, un culebrón de los finos.

El Visitador, a poco de llegado a Lima, se convenció de que la tierra era muy rica y la comisión sabrosa y de papilla. Item, adivinó, sin ser brujo, que los peruleros éramos mansitos de genio y, por ende, susceptibles de soportar cuanta albarda pluguiera a su señoria echarnos a cuestas. Y pensado y hecho, y sin andarse con algórgoras ni brujoleos, se nos vino al bulto y decretó impuestos, y estancos, y tarifas y qué sé yo cuántas gurruminas. ¡Dios me perdone!, pero cuentan que, anticipándose a un municipio de estos maravillosos tiempos, estuvo en un tumbo de dado que estableciera contribución canina, sin exceptuar de ella al perro de San Roque, ni al de Santo Domingo, ni al de San Lázaro, ni al de Santa Margarita que, según colijo, fueron santos aficionados a chuchos.


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